sábado, 20 de noviembre de 2010

Lo que enseñan los niños…

Durante mucho o poco tiempo, todos hemos tenido la oportunidad de mirar en perspectiva el comportamiento infantil. Algunos quizás se las hayan arreglado distrayendo y cuidando a pequeños hermanitos, otros tal vez hayan tenido la oportunidad de jugar con sobrinitos, primos o algún otro familiar más o menos lejano, algunos más posiblemente hayan experimentado la fortuna de tener sus propios hijos y disfrutar diariamente de sus increíbles aventuras. Traviesos, inquietos, curiosos, gritones, tiernos, alegres, los niños siempre nos brindan la oportunidad de observar a alguien en constante aprendizaje… a nosotros mismos. Sí, es cierto que los niños aprenden cosas nuevas todos los días de los adultos pero las lecciones que ellos nos dan son invaluables. He aquí unos ejemplos:

Igualdad.


Los niños no distinguen clases sociales ni situaciones económicas… siempre pedirán juguetes, regalos, ropa, discos y cualquier chuchería como si fuéramos los hombres más ricos del planeta.

Apoyo colectivo.


Sin importar lo bello, vistoso y encantador de sus juguetes, siempre desearán aquel que tiene el niño de al lado… y lucharán a muerte por obtenerlo (todo sea por el bien común).

Amor al arte.


Entre mayor sea la atención que los padres pongan a sus berrinches, mayor será el desarrollo histriónico y teatral que tendrá el niño (y se encargará que su pasión por el drama sea destacado en toda la sociedad).

Unión familiar.


Si bien entre semana es un verdadero sufrimiento hacerlos que se levanten temprano para que desayunen y vayan a la escuela, los sábados y domingos no faltan sus gritos madrugadores y visitas en la cama de los padres haciéndoles saber lo mucho que les gustaría jugar con ellos en esos momentos tan especiales.

Comunicación.


No importa cuánto se las ingenien los padres por mantener el celular resguardado y fuera del alcance de los niños, éstos siempre encontrarán la forma de hacerle saber a todos los contactos que han logrado apoderarse de él.

Reciclaje.


Aprovechando las ventajas de aquellos sillones, sillas y otros muebles que permiten que pequeños trozos de comida queden atrapados en algunas de sus esquinas o compartimientos, los niños nos enseñan que nunca es tarde para que aquellos dulces, palomitas o pedazos de fruta, logren cumplir la función para la que fueron creados. Y si el desagradable sabor fuera un inconveniente, siempre existe la posibilidad de regresarlos a su escondite… hasta la siguiente vez.

Concentración.


Basta con que aparezca en la tele su programa favorito (y aunque no sea su favorito, es más, pueden ser los comerciales) para que podamos apreciar la enorme atención que un niño puede poner cuando se lo propone. Esos momentos son suyos, son privados, no los distraigan, pueden provocar algún tipo de déficit de atención.

Individualidad.


Los juguetes, dulces, accesorios y cualquier otro artículo que pudiera ser compartido… es SUYO. No es del dominio público ni está en red para quererlo compartir. Es totalmente individual. A compartir en Facebook.

Ciencia.


¿Saben qué resulta de combinar refresco, papel de baño, jabón, crayolas, yogur, pegamento, sal de uvas, pelo de animal (y eso que no hay mascotas) y aceite para bebé? ¿No? ¡Ellos pueden orientarlos en cualquier momento! Y si por alguna extraña razón ellos no lo hubieran descubierto aún, no se preocupen, mientras ustedes leen esto y yo lo escribo… ¡¡Niños, qué están haciendo con todo eso!!

Sinceridad.


Nada como escuchar la verdad directa de la gente que amamos… ¿o no? "¿Por qué tienes tantas canas, papá?", "No me gusta la comida que haces, mamá", "Jajaja… ¡se te ve la panza!"

Sencillez.


Juguete ultramoderno, última versión del videojuego, ropa de vanguardia, discos y afiches de su artista favorito: un dineral. Que se pasen horas jugando con una caja de cartón: ¡no tiene precio!

Orden.


Mientras más te esfuerces por alzar todo el tiradero que ellos han dejado por toda la casa, te darás cuenta que ellos vienen atrás de ti… dejando todo justo como lo habían dejado.

Constancia.


No importa cuántos libros de cuentos hayas conseguido para leerles en la noche. Siempre querrán escuchar de tus labios aquel que puedes repetir ya de memoria.

Podría pasarme horas describiendo todas y cada una de las cosas que a diario aprendemos y disfrutamos de los niños, pero me doy cuenta que nunca acabaría. Tal vez de las que me parecen mejores es que el amor de un niño es más grande que su memoria. Sin importar cuánto hubieran llorado por un regaño o cuán largo hubiera sido el último de sus berrinches, al final, mientras se acerca la noche y el sueño comienza a hacerlos su presa, siempre podrás escucharlos decir "Te quiero".

Para quienes creen que esto sólo les pasa a ellos, no se preocupen: Estamos juntos en esto. ¿Cierto…? ¿Hola…? ¿Hay alguien allí…?

Hasta la próxima anécdota.

jueves, 14 de octubre de 2010

Anécdotas de Soporte Técnico – Parte V

Durante mi carrera profesional, siempre me ha resultado interesante encontrarme con situaciones que, para variar, me liberan del estrés y hacen que la tan temida actividad de Soporte Técnico resulte divertida en extremo. Lo que a continuación relato es sólo una referencia sobre las cosas que disfruto de mi trabajo sin que represente, en forma alguna, falta de respeto hacia los usuarios y clientes con los que trabajo. Bueno, una vez aclarada la situación, no se aceptan reclamos y cualquier semejanza con la realidad no es coincidencia.


 

El correo fantasma.

Seguramente esta situación les parecerá conocida: Recibimos una llamada de un amigo, familiar o compañero de trabajo diciendo "Hola, ¿qué te pareció el correo que te mandé?". "No tengo ningún correo tuyo" es nuestra respuesta inmediata tras revisar todas las carpetas de nuestro sistema de envío y recepción de correos electrónicos. Ya saben, empieza casi inmediatamente la cascada de preguntas que forman un interrogatorio digno de cualquier capítulo de "La Ley y el Orden". ¿Cuándo me lo mandaste? ¿Seguro que era mi cuenta? ¿Qué decía? ¿Cuánto medía? ¿No tendría virus? ¿Sí tienes bien mi dirección de correo? ¿Seguro que lo mandaste? ¿Ya salió de tu "Outbox"? ¿Sí me lo mandaste a mí? ¿No se lo mandaste a alguien más? ¿Me puedes deletrear mi dirección de correo para ver si lo tienes bien? ¿Mayúsculas o minúsculas? ¿Cuándo dices que, según tú, me lo mandaste?

Bueno, pues una vez que pusimos en entredicho la credibilidad de nuestro interlocutor y que le hicimos saber que seguramente fue él quien hizo algo mal, nos enteramos que, por alguna extraña razón, el correo simplemente desapareció, se esfumó, se perdió en el camino o tal vez haya sido capturado por algún "hacker" interesado en conocer todas y cada una de las tonterías que escribimos. La realidad es que, en la mayoría de los casos, los correos no dejan de existir ni se convierten en mensajes fantasmas que, si son afortunados, regresan recogiendo sus pasos hasta el servidor que los vio nacer notificando al usuario que, por causas fatales, no pudieron ser entregados. Debo advertir que la frase clave en la oración anterior es "en la mayoría de los casos".

Antes de continuar, aclaro que están leyendo la opinión de un experto que se mantiene escéptico ante la actividad paranormal a la que se somete diariamente un servidor de correo electrónico. Sin embargo, lo que están a punto de leer resultó impactante para mí ya que pude atestiguarlo vía el uso de herramientas intensivas de rastreo de correos y es completamente real.

Dejando a un lado el sarcasmo (sólo por un momento), les platico que las razones más comunes por las que un correo electrónico puede "desaparecer" es porque existen sistemas que examinan cada uno de los mensajes que son enviados en las empresas. Dependiendo de ciertas reglas que los administradores del correo electrónico definen, dichos sistemas "examinadores" pueden bloquear, filtrar o poner en "cuarentena" ciertos mensajes. Posiblemente algún correo tiene insertado algún archivo que resulta muy grande y estos sistemas rechazan correos que rebasan cierto tamaño. Otra situación pudiera ser el contenido del correo, como groserías, temas sexuales, anti-raciales, discriminatorios, entre otros. Quizás el correo contiene archivos que, si el usuario que los recibe llega a abrir, ejecutan ciertas instrucciones que pudieran tener algún fin "malicioso". Otros son simplemente publicidad o correo no solicitado que ya ha sido identificado como "spam". En otras situaciones puede ocurrir que el mensaje no es entregado simple y sencillamente porque el servidor está experimentando algún problema técnico. Olvidemos por un momento la intervención humana que, para fines de dar tranquilidad a los usuarios que leen esto, no existe ¿ok? Ni lo mencioné siquiera. Dije que lo olvidemos.

Resulta que, en una ocasión, uno de los directores de la empresa de unos clientes con los que trabajo envió un correo a otros directores. Este tipo de correo generalmente es confidencial, ultra secreto y de alta prioridad, no importa lo que diga. Esto no tendría nada de extraordinario a no ser porque, inexplicablemente, las cosas no salieron como ellos esperaban. El correo original decía algo así como "Les mando el archivo con la presentación que se verá en la siguiente reunión con Fulanito". Después de revisar el correo, uno de los directores que lo recibió contestó "Favor de enviarle el archivo a Fulanito en formato PDF para que no pueda ser editado". Lo que pasó a continuación fue inverosímil. Otro director que recibió el correo contestó "¿Cuál archivo? A mí no me llegó el archivo". No, no, no, no, no. No quiero decirles el problema que se armó: El siguiente correo que salió del director principal fue para la gente que administra el correo diciendo que era inconcebible que no se pudiera garantizar que los correos les llegaran a los directores. Que todos eran una bola de incompetentes, indignos de estar trabajando allí y que no merecían llamarse administradores si no lograban saber dónde se estaban quedando los malditos correos. Bueno, tal vez eso último no lo dijo él, pero yo… sí creo que lo pensó.

Casi le acababa de dar "Enviar" a su correo el director cuando todos los administradores se pusieron como locos tratando de encontrar el mensaje desaparecido. O mejor dicho, el archivo adjunto desaparecido (lo cual es todavía más misterioso). Si lo analizamos detenidamente, es poco probable que un mismo correo llegue a ciertos destinatarios con archivo adjunto y a otros sin él. Aun así, puede llegar a ser posible que ocurra si las reglas de los diversos sistemas "examinadores" de correos no tienen reglas idénticas. Sin entrar en muchos detalles técnicos, sólo mencionaré que en menos de 10 minutos ya estábamos como 10 personas involucradas buscando el famoso archivo por todos los lugares por los que pudo haber pasado. Cabe mencionar que toda nuestra búsqueda dependía de estar monitoreando el tamaño del correo en cada uno de los sistemas por los que fue pasando. Es decir, no teníamos forma de abrir el mensaje y "ver" si el archivo estaba allí cuando pasaba por cada servidor. Dependíamos totalmente de verificar que el tamaño del correo no hubiera disminuido considerablemente en algún punto.

Tras varias horas de análisis, verificaciones y re-verificaciones, llegamos a la siguiente conclusión. El tamaño del mensaje no disminuyó en toda la ruta que siguió. Ningún sistema "examinador" reportaba que hubiera filtrado el archivo y, como consecuencia, nuestro diagnóstico experto era que el correo había llegado íntegro al destinatario. Si, lo sé. Era un diagnóstico arriesgado, no porque fuera incorrecto, sino porque iba a contradecir directamente a un dios, digo, a un director. ¿Cómo decir que el archivo sí llegó cuando él ya había establecido que no lo había recibido? Si por alguna razón, el director demostraba que el archivo no estaba en el correo, el puesto de más de uno estaba en peligro. Esa era otra limitante que teníamos: a un dios, digo, a un director no se le cuestiona. Si él decía que el archivo no había llegado había que creerle. No era necesario que proporcionara ningún tipo de evidencia. ¿Dónde había quedado ese endemoniado archivo?

Para ese entonces, todo mundo dentro de mi empresa estaba buscando explicaciones, alternativas. Incluso el cliente había solicitado (exigido) saber si existía alguna herramienta destinada a monitorear que los archivos hubieran llegado a su destino. Gerentes de cuenta, consultores, gerentes de producto, ingenieros de soporte técnico, ingenieros de preventa, la recepcionista, el bolero y uno que otro de los vigilantes se involucraron para dar una solución. No sé cuántas horas-hombre se invirtieron en la investigación. Creo que hasta un grupo de desarrolladores estaba listo para "inventar" la herramienta en caso de que no existiera. Pero lo principal ahora era localizar el archivo, así que los exorcistas fueron regresados en avión a sus lugares de origen.

Tratando de no cerrarnos a la posibilidad de que tanto el director como nosotros tuviéramos razón, se nos ocurrió que todavía existía otra alternativa: Quizás él tuviera instalado en su computadora algún sistema de revisión de correos que le hubiera filtrado el correo por alguna situación. Sí, era poco probable, pero los dioses tienden a ser desconfiados de todo. A veces los directores también. Uno de los administradores solicitó acceso a su computadora para analizar el caso e, increíblemente, el director aceptó. Aunque tenía que ser a una hora en que él no estuviera presente. De preferencia, muy temprano por la mañana para no tener la necesidad de ver el rostro de los mortales. Y así fue. Un equipo de investigadores forenses llegó a la computadora del director el día siguiente, mucho antes de que él se apareciera por su oficina. Conocían el texto incluido dentro del "Asunto" del mensaje así que su primer intento fue localizar el archivo perdido buscando dicho texto en los mensajes que estaban en la "Bandeja de Entrada" de su sistema de correo electrónico. Nada. No existía el correo original, sea con o sin archivo adjunto. Se decidió entonces ampliar el rango de búsqueda pensando que el sistema hubiera catalogado el mensaje como "correo no deseado". Nada tampoco. En un esfuerzo sobrehumano (aunque todavía mortal) por encontrar el tan mentado correo (literalmente), se extendió aún más la búsqueda. Esta vez se buscaría en todas las carpetas, en todos los posibles repositorios de correo existentes en la computadora. Después de algunos minutos de intenso procesamiento, la búsqueda terminó. Y fue así como apareció. Sí, apareció.

Claro, el hecho de que apareciera no indicaba nada. Podía aparecer sin archivo y estaríamos exactamente donde empezamos. Curiosamente, el correo estaba allí… con el archivo adjunto. ¿Pero cómo pasó? ¿Por qué, si el archivo estaba allí, el director aseguró que no lo había recibido? ¿Por qué hizo tanto relajo y generó la movilización de tanta gente si el archivo estaba allí desde el principio? Bueno, tal vez estas preguntas pueden contestarse sabiendo dónde apareció el tan buscado correo. Resulta que toda la investigación llevó al siguiente descubrimiento: El correo estaba en los "Elementos eliminados". Como dato al margen, aclaro que no existe razón alguna por la que un correo pueda irse directamente a "Elementos eliminados" sin intervención del usuario. No, por muy chocarrero que un correo pudiera ser, no se va moviendo de carpeta en carpeta de forma aleatoria hasta aterrizar en donde se le pegue la gana. Normalmente no funciona así. Claro, una posibilidad es que el usuario tuviera definida alguna regla que automáticamente moviera ciertos correos a "Elementos enviados". Mucha gente hace eso pero de forma consciente. Yo, por ejemplo, empleo una regla que manda los correos de mis jefes a "Elementos eliminados" pero también les manda un correo de respuesta automática que dice "Ok, lo checo y te aviso en cuanto sepa algo". Consideración ante todo.

Pero en este caso, el usuario no tenía definida ninguna regla similar. No había ningún sistema extraño que analizara correos y los moviera a algún dispositivo móvil una vez que llegaran a la computadora. No, tenía que ser algo más. Podría ser un virus. ¿Existe algún virus que mande ciertos correos enviados por otros directores directamente hacia "Elementos eliminados"? Por curiosos que suene… sí, existe. Temo, sin embargo, que no es un virus informático y tampoco se tiene vacuna contra él. En general, se propaga rápidamente en el ambiente y sólo podrá detenerse cuando exista remedio contra enfermedades raras como la estupidez, la insensatez y otros males que hoy son incurables. No sé si los dioses procesen las peticiones de sus fieles seguidores mediante el apoyo de asistentes dedicados exclusivamente a depurar todo lo que va llegando a la "Bandeja de entrada". Tal vez los dioses no, pero los directores sí. Un grupo de cinco personas se dedica a que sólo lo verdaderamente importante sea leído por el director en cuestión. Claro, a alguien no le pareció importante el mensaje que del otro director y, como Fulanito es un nombre que no le sonó conocido, pues borró el correo. Curiosamente, nadie borró las respuestas subsecuentes y el director ya sólo se enteró de parte del chisme.

Pero lo peor no es eso. Nada tiene que ver que alguien borre correos, que se utilicen recursos tanto de la empresa como de proveedores, que se humille y presione a los colaboradores. Lo importante es sólo una cosa: Los dioses y los directores nunca, nunca jamás, se equivocan. Pese a todas las evidencias que se encontraron, hoy todavía sigue viva la petición sobre monitorear que los archivos lleguen bien en todos los puntos por los que pasa el correo. Claro, sólo para los directores. Los demás… bueno, lo checo y les aviso en cuanto sepa algo.

Hasta la siguiente anécdota…

domingo, 5 de septiembre de 2010

Allí estaba yo…

Allí estaba yo, por la tarde, viendo cómo su respiración se hacía más difícil cada vez. Llegué a comparar esa respiración con un profundo ronquido que pocas veces lograba apagarse. Sus ojos, en el mejor de los casos, quedaban entreabiertos, como si se negaran a cerrarse por completo. Eso sí, el movimiento de los globos oculares era continuo, yendo de un extremo al otro sin cesar.

Se acercaba la noche y sabía yo que era mi turno de permanecer en vela, procurando que, en caso de necesitarse, pudiera yo auxiliarlo (aunque ese auxilio fuera limitarse sólo a buscar ayuda de alguien más). Traté de descansar un poco las horas cercanas a la medianoche, cuando mi mamá y mi tía seguían despiertas procurándole los últimos cuidados del día. No, no pude descansar realmente. Alrededor de las 11:30 de la noche, mi tía me llamó para darme las recomendaciones pertinentes. “Pueden pasar dos cosas durante la noche”, me indicó. “La primera es que surja otra convulsión y hay que cuidar que no se golpee ni se lastime con algo. En realidad no hay mucho que hacer en ese caso pero, si pasa, llámanos inmediatamente”, continuó. “La segunda cosa que puede ocurrir es que deje de respirar”, dijo casi sin inmutarse. Por un momento quedé en espera sobre las indicaciones que tendría que seguir si eso ocurriera. Había dicho que en el caso de las convulsiones no había mucho que hacer, en el segundo caso ¿qué podía hacerse? La respuesta no llegó. Sólo concluyó la frase diciendo “Llámanos en cualquier caso”. Se dirigió hacia donde él estaba y alzando la voz un poco más de lo normal le dijo al oído “Joss, ya nos vamos a dormir. Aquí se queda Julio, tu hijo, contigo, cuidándote. Todos te queremos mucho y no tienes nada de qué preocuparte. Tu familia está tranquila. Ve con Dios”. A lo largo de todo ese día mucha gente se había esforzado en hablarle y generalmente terminaban su conversaciones con esa misma frase: Ve con Dios.

Finalmente, todos se fueron a dormir. Yo preparé un libro que planeaba leer durante el transcurso de la noche para mantenerme despierto y lo más alerta posible. Acomodé una silla de forma que quedara frente a él, viendo cualquier cambio que pudiera haber, estando atento a cualquier situación que pudiera emerger. La única luz que estaba encendida apenas alumbraba lo suficiente como para que yo pudiera realizar mi lectura y rápidamente cansó mi vista. Después de leer un capítulo dejé el libro a un lado y traté de mantenerme alerta. Habían pasado sólo unos minutos después de la medianoche y todo parecía transcurrir de forma normal. Mentalmente cuidaba cada aspecto en su cuerpo recordando aquellas dos situaciones que podrían ocurrir: Convulsiones o dejar de respirar. Debido a la poca luz de la habitación, decidí que sería más fácil monitorear la situación agudizando mi sentido del oído. En caso de una convulsión la cama de hospital que mi mamá había rentado comenzaría a moverse violentamente y produciría el típico ruido de tubos y resortes resistiendo la tensión. Y, debido a la dificultad que en ese momento tenía para respirar, escuchar los cambios en sus inhalaciones y exhalaciones no resultaba tan complicado.

Así que, allí estaba yo, sentado en aquella incómoda silla, sin zapatos y con la cabeza recargada en uno de tantos libreros que todavía permanecen en la casa. Repasé mentalmente cada uno de los sonidos que llegaban a mí: Su fuerte respiración, el tic-tac del reloj de pared, un motor destinado a producir un ligero masaje en su espalda. Pasaron unos minutos y, con cierta extrañeza, me percaté de que el ruido más predominante en la habitación era el del tic-tac del reloj de pared. Algo preocupado, me levanté de la silla y fui a revisar. Efectivamente, la respiración había dejado de ser tan sonora como en las últimas horas, sin embargo, el movimiento ascendente y descendente de su abdomen me indicó que la respiración no había cesado. Me relajé un poco aunque mi cuerpo mantenía un extraño temblor ligero pero constante. Hoy sé que, más que un simple temblor, lo que estaba sintiendo era miedo. No, no era miedo a que mi padre dejara de respirar o a que sufriera alguna convulsión horrible mientras yo estuviera allí. No. Era un miedo mucho más estremecedor para mí. Era miedo a quedarme dormido y no notar a tiempo que alguna de esas situaciones estuviera ocurriendo. Era miedo a dejarlo ir sin que alguien estuviera allí, sosteniéndole la mano. Mientras estaba parado junto a su cama, viéndolo con la escasa luz que había, noté que su respiración comenzaba a hacerse débil, cada vez irremediablemente más débil. Pude ver cómo los ascensos y descensos de su abdomen eran menos marcados. Con ansiedad sostuve su mano entre las mías, sin saber qué hacer, sin saber qué decir. Sentí el frío de su mano al mismo tiempo que dejaba de percibir tanto el sonido de su respiración como el movimiento en su abdomen. Había pasado. Aquella situación que mi tía había descrito apenas unos minutos antes me tocó presenciarla a mí. Había dejado de respirar. Lentamente solté su mano y la acomodé junto a su cuerpo. Una sensación de urgencia se despertó en mí. Tenía que avisar, tenía que despertar a mi mamá y a mi tía para avisarles lo que había pasado. Por alguna razón, sentí que tenía que ser rápido, sentí que era urgente. Corrí a la primera habitación donde dormía mi tía. “¡Lupe!… ¡Lupe!… ¡¡Ven rápido, dejó de respirar!!”, fue mi única explicación. Al escucharme, ella se levantó y echó a correr hacia la habitación donde él seguía sin moverse. “¡Avísale a tu mamá!”, me ordenó sin más. Salí corriendo nuevamente a despertar a mi mamá. “¡Mamá!… ¡Mamá!… ¡Ven!”, dije. Por alguna razón, no pude decirle qué pasaba, no pude ser tan claro con ella. “¿Otra convulsión?”, preguntó. No salió una palabra de mi boca, sólo pude mover mi cabeza indicando una negativa. Corrimos hacia la habitación de mi papá y allí estaba mi tía acariciándole el rostro. Con los ojos llenos de lágrimas volvió su cabeza hacia donde estábamos mi mamá y yo y nos dijo “Ya se fue, ya está con Dios”. Mi mamá se acercó tiernamente hacia el rostro de mi papá y lo besó. Un tierno abrazo siguió a aquel beso y pensé que en ese momento mi mamá se desmoronaría de tristeza. Pero, para mi sorpresa, ella se incorporó más fuerte que nunca y le dijo “Ya estás con Dios”. Sacó un libro de rezos y comenzó a leer en voz alta las oraciones que en estos casos le resultaban las apropiadas, de acuerdo a su enorme fe. Yo miraba de pie toda la escena. Finalmente, era una escena de paz.

A ese momento siguieron momentos fríos, llenos de trámites, de comunicaciones de la noticia, de reflexión. Volví a mirar la habitación que ahora se sentía tranquila y descubrí que en una pequeña mesita a su lado todavía se encontraba un disco compacto que le había yo regalado apenas unas semanas atrás. Era un compendio de obras de ópera. No era una coincidencia que hubiera elegido ese disco para regalárselo. No, había una razón especial. Crecí escuchando la interpretación de la ópera Nabucco. ¿Qué tenía de especial esto? Simplemente que era mi papá quien la interpretaba, que era él quien con su potente voz llenaba el departamento donde vivíamos cuando yo era niño. Y todos sabíamos que cantaba sólo cuando se sentía muy feliz.

Va, pensiero, sull'ali dorate;
va, ti posa sui clivi, sui colli,
ove olezzano tepide e molli
l'aure dolci del suolo natal!

Así iniciaba aquella pieza de Guiseppe Verdi. Traducido al español diría algo así:

¡Ve pensamiento, con alas doradas,
pósate en las praderas y en las cimas
donde exhala su suave fragancia
el dulce aire de la tierra natal!

Va mi pensamiento contigo, papá, al escribir estas líneas. Recordando todas tus enseñanzas, todos tus esfuerzos por inculcarnos una actitud de bien. Olvidando tus errores, si es que alguna vez los tuviste. Admirando tu dedicación al aprendizaje, pero sobre todo, a la enseñanza. Honrando tu vocación de servir a los demás, de ayudar a los necesitados, de cuidar a los enfermos. Venerando el amor incondicional a tu familia, a tu espacio, a tu comunidad, a los que te rodeaban. Mirando con profundo respeto todas aquellas cualidades que tenías y que nos intentaste transmitir: responsabilidad, dedicación, constancia, esfuerzo, disciplina, mucha disciplina. Anhelando algún día llegar a ser una persona tan querida como lo fuiste dentro y fuera de la familia. Comprometido a honrar tu nombre, tus acciones, tus enseñanzas.

Fuiste siempre un hombre ejemplar. Eso lo tengo muy claro, lo tengo marcado en el alma. Lo sé y me consta porque nadie me lo tiene que contar: Allí estaba yo… y lo agradezco. Gracias, papá.

Ve con Dios.

viernes, 23 de abril de 2010

Jornadas vueltas…

Muchos podrán criticar las redes sociales y la forma en que la gente se vuelve adicta a ellas cada vez más frecuentemente. Sí, debo admitir que, más que un gusto, es casi un vicio lo que siento al estar revisando cada cierto tiempo los comentarios en Twitter y los ‘status’, notificaciones y mensajes en Facebook. Y no es que necesite estar pegado a la computadora para hacerlo, uno de los mayores usos que le doy al celular es precisamente consultar estas y otras redes sociales cada vez que puedo. Sin embargo, es justo decir que mucha de la información que uno lee allí no necesariamente es relevante, y en ocasiones pueden resultar hasta contraproducentes las cosas que uno publica. Pero, ante todo, creo que las redes sociales son excelentes medios para mantenernos comunicados con mucha gente. Bueno, a veces con más gente de la que quisiéramos, créanme.

Lo que hoy les quiero platicar tiene que ver justamente con la forma en que, gracias a las redes sociales, hoy podemos compartir (aunque sea virtualmente) estados de ánimo, juegos, regalos, comentarios y, si somos un poco más afortunados, podemos también encontrar a aquellas personas con las que solíamos convivir años atrás y que, por todas las vueltas que da la vida (y por las que la vida nos hace dar), dejamos de frecuentar hasta que llegaron a convertirse en meros recuerdos dentro de nuestra muy olvidadiza mente.

Pero antes de entrar de lleno a este tema, déjenme platicarles un poco sobre cómo empezó toda esta historia, cuando aquello del Internet era algo totalmente desconocido para la mayoría de nosotros y las computadoras sólo las compraban aquellos que podrían haberse considerado los primeros ‘geeks’ que, aburridos de ver películas en su videocasetera Beta Max II, se ponían teclear comandos para crear, editar, guardar e imprimir (en impresoras de matriz de puntos, las de cartucho de cinta) los muy rudimentarios documentos que podían realizarse usando programas como el WordStar, el Chi-Writer, entre otros. Los más aventurados podían manipular una mayor cantidad de datos usando Lotus 1-2-3 y aquellos con más interés se dedicaban a programar en lenguajes de no sé qué generación para hacer que una pelotita (bueno, tal vez era la letra ‘O’ en realidad) rebotara en los bordes de la pantalla monocromática con el típico color verde de sus caracteres. Si con lo anterior no les quedó claro, estoy hablando ya de hace mucho tiempo atrás, casi 20 años antes de escribir este documento en mi laptop que cuenta con red inalámbrica, lector de huella digital, bluetooth y otras tantas características que pocas veces utilizo. En esa época de oscuridad tecnológica personal, mis mayores fuentes de diversión incluían jugar basquetbol y reunirme con un gran grupo de amigos los sábados. Este grupo de amigos del que les hablo era en realidad un grupo que organizaba retiros para jóvenes apoyados por la comunidad religiosa. A estos retiros les llamábamos ’Jornadas’. De hecho, se les sigue conociendo con el mismo nombre todavía (no todo cambia con el paso de los años) y existen cientos, tal vez miles, de grupos que siguen organizándolas. A grandes rasgos, una Jornada se trata básicamente de que los asistentes se conozcan a sí mismos, que conozcan lo que los rodea y que, a final de cuentas, puedan orientar sus valores, virtudes, pasiones hacia un objetivo positivo que permita que otros sigan sus pasos.

Pero después de todo este breviario cultural, filosófico y, sobre todo, histórico antiguo, lo más importante respecto a las Jornadas es la cantidad de personas que se logran conocer en tan poco tiempo. Si de algo me siento afortunado, es de haber podido convivir con muchísima gente en aquella época. Desafortunadamente, y como en muchas ocasiones lo he mencionado, mi memoria no ha sido muy buena últimamente y he llegado a pasar por situaciones bastante embarazosas en las que más de una persona llega a saludarme muy efusivamente argumentando que nos conocimos en las Jornadas, pero en mi mente no logra fijarse ni la más mínima idea del nombre de quien en ese momento casi me está abrazando de alegría al verme. Para mi fortuna, la gente que con la que conviví más tiempo ha quedado de forma imborrable en mi mente (aunque por las situaciones que recuerdo, tal vez a ellos les hubiera resultado más conveniente que no recordara mayores detalles). Por ejemplo, entre las personas que conocí desde el principio de mi aventura en el mundo ‘jornalero’ está Perla. Ella era una chica sumamente tímida (más que yo, incluso) que solía sonrojarse fácilmente ante cualquier broma o comentario un tanto subido de tono. Tenía una dificultad muy grande para hablar en público y, dado que en las Jornadas nos dedicábamos a actuar y a dar pláticas, esto era realmente un problema para ella. Con enorme gusto, pude ver después de algún tiempo cómo “la niña Perlita” (como solíamos decirle) se iba animando poco a poco a dar pláticas venciendo el pavor que le provocaba pararse ante alguna audiencia (que en ocasiones rebasaban el centenar de personas). Ver la evolución de una persona para mí resultaba tremendamente gratificante y hacía que valorara el tiempo que dedicaba a organizar y planear las Jornadas (normalmente tomaba unos 4 ó 5 meses preparar cada una). Una persona que animaba mucho a Perlita era Araceli. Bueno, hablar de Araceli me llena la mente de muchos recuerdos. El primero de ellos que me viene a la memoria fue cuando la vi por primera vez. Yo era asistente (o sea “primerizo” en Jornadas) y ella era auxiliar (o sea… bueno, ya llevaba más tiempo allí), estábamos en la hora de la cena y ella estaba tocando la guitarra y cantando algunas canciones. Me llamó la atención que supiera tocar la guitarra pero también su hermosísima voz, que no era lo único atractivo en ella. Lo siguiente que noté fue su florido vocabulario y su risa contagiosa. Tenía siempre una plática alegre y era feliz “pintándole huevos” a quien se pusiera enfrente. Quienes la conocen saben que no miento al respecto. Quienes no la conocen podrán darse cuenta, por el tipo de comentarios que estoy haciendo sobre ella, que fue para mí una gran amiga y, por algún tiempo, una novia muy querida. Araceli tenía dos hermanos, uno mayor (Ramón) y uno menor (Javier). Los tres formaban el grupo de hermanos más alegres de que tenga yo memoria y todos formaban parte del grupo de Jornadas al que yo pertenecía.

Alguien a quien no puedo dejar de mencionar es a Luis Rey. Luis Rey era estudiante de medicina en ese entonces y no sabía distinguir los beneficios del alcohol de 96 grados contra los del merthiolate. Dada la impresión de ser un chavo tímido y serio, hasta que lo conocíamos un poco más. Era un verdadero desmadre. Eso sí, daba las mejores pláticas que jamás he escuchado. Su frase favorita al echar relajo era “te voy a hacer el amor”. Obviamente, cuando decía “Perlita, te voy a hacer el amor”, Perlita salía corriendo completamente roja de la pena ante semejante amenaza. A Luis Rey le gustaba jugar con los muñecos “Ziggy” tomándolos de brazos y piernas para simular que saltaban de un trampolín, lo que resultaba tierno para las chicas que observaban el acto, hasta que Luis Rey comenzaba a propinarle al Ziggy tremendas cachetadas que provocaba que todas quisieran arrebatarle el querido muñeco. Después de algún tiempo, se unió al grupo Esmeralda, que es hermana de Perla. Por diversas asociaciones y juegos de palabras con el nombre de Perla, a Esmeralda le llamábamos Ostrita. Ya saben, la Perla y la Ostra que… bueno, hoy no me parece tan gracioso, pero en ese entonces resultaba casi un chiste y de allí el sobrenombre de Esme. Ostrita siempre estaba bromeando con todos y riendo. Recuerdo que solía gritarme durante las comidas de las Jornadas cosas como “Julito, ¿verdad que me quieres mucho?”, a lo que yo, invariablemente, contestaba gritando “Ostrita, ya sabes que no”. Esto provocaba risa en ella y en todos los que nos escuchaban. La verdad es que la quería mucho y la sigo queriendo hasta hoy.

También podíamos encontrar dentro del grupo a verdaderos aficionados del deporte. De hecho, al que hasta hoy considero el fanático número uno del América y de los Acereros es Ricardo, que participó también en nuestro grupo. A Ricardo lo podían tratar de molestar haciendo alusión a su físico (era el más flaco del grupo, según creo) pero nada lo podía alterar más que una derrota del América (y no necesitaba ser contra las Chivas). Narraba partidos de futbol imaginarios de forma magistral y con tanta naturalidad que todos sabíamos que la mejor forma de ser feliz en su vida era dedicándose a algo relacionado con la locución, la crítica y el deporte. Personaje siempre bromista, risueño y parlanchín contagiaba una curiosa alegría simplemente por platicar unos segundos con él. Otra persona de la que ya hablé en alguna entrada anterior es Nayeli. Nayeli siempre llamaba mi atención por su simpatía y eterna sonrisa. Es una persona increíblemente creativa y amante de la naturaleza. Tenía una letra tan bonita que era fácil descubrirla cuando jugábamos al “amigo secreto” y porque sus cartas siempre estaban llenas de dibujitos que la delataban inevitablemente. En ese entonces estudiaba Biología y actualmente trabaja en un complejo ecológico que he tenido oportunidad de visitar en varias ocasiones. Y alguien que definitivamente nadie podría olvidar después de haberlo conocido es Gabriel, mejor conocido como ‘Lewó’ en Jornadas. Lewó era el nivel siguiente del desmadre inagotable. Comentarios, sarcasmo, bromas, poses, gestos, cartas, dibujos. Todo le daba una personalidad única que combinaba con una lealtad enorme hacia sus amigos. Aparte del diseño gráfico, era un estudioso de idiomas y en ese entonces su favorito era el francés, gracias a lo cual lo descubrí alguna vez en el juego del “amigo secreto” porque se refería a mí como “Julito avec C” (Julito con C), y a lo que una compañera ingenuamente preguntó “¿Julito con C? ¿Julitoc?”. Eso dio origen a uno de mis apodos de ese entonces: Julitoc.

Podría pasarme horas y horas platicando sobre la gente que conocí entonces pero para no hacer más cansado este relato y seguir adelante, sólo me permitiré mencionar a otras personas que también recuerdo con enorme cariño y que no porque no escriba más de ellas significa que no las aprecie de la misma forma. Así puedo mencionar a Norma Peregrina, La Pidos, La Pelos, Hugo, Claudia Shanaz, Luis Ramón, Paty, Arturo, Angélica, Héctor, Pedro, David, Martha, El Madas, Bere, Andrés, Tania, Dagmara, Claudia, Noé, Oscar, Nishi, Andrea, Kika, Ivonne, Cacho, etc, etc. Sé que hay muchos, muchos más y les ofrezco de antemano una disculpa por la omisión en este documento, pero mi memoria es más traicionera cuanto más trato de obtener de ella.

Pero como siempre pasa, tarde o temprano en nuestra vida, llegamos a un punto en que por alguna decisión personal, profesional, espiritual o de otras índoles, debemos dar la espalda a todo aquello que hemos obtenido, a todas aquellas personas que hemos querido y optamos por tomar caminos diferentes a los que hemos recorrido hasta entonces. Es así que, por circunstancias que prefiero no detallar ahora, tuve que dedicarme a otros asuntos y, al cabo de no mucho tiempo, le perdí la pista a la gran mayoría de las personas con las que había convivido tantos años. Por supuesto que conocí más gente, tuve nuevas experiencias que viví y, tal vez, disfruté. Pero hay una relación indescriptible con aquellas personas con las que se “vivían” las Jornadas allá “arriba”. Palabras tan simples como “cinito”, “Jederman”, “un alto” conllevan mucho más significado que las propias palabras para nosotros. Por eso, conforme fueron pasando los años, nunca he podido arrancarme la nostalgia que siento al recordar aquellos tiempos. Siempre preguntándome qué habrá sido de cada uno, qué caminos habrán tomado. ¿Serán felices ahora? ¿Habrán triunfado? ¿Cómo serán físicamente en la actualidad? ¿Me recordarían si me vieran? ¿Recordarían las pláticas que dí y las que ellos mismo dieron? ¿Dónde vivirán? Por supuesto que sería ingenuo el siquiera suponer que puedo encontrar respuesta a cada pregunta para cada persona que recuerdo, pero al menos nunca perdí la esperanza de volver a saber de algunos. Sin embargo, pasaron años y años, y era muy esporádico el contacto que tenía con alguno de ellos. Llegué a pensar muchas veces que no volvería a saber de ellos y que mi mejor oportunidad consistía en mantener vivos mis recuerdos mediante alguna foto, alguna carta, algún detalle encontrado en otras personas. Sobra decir que esto me amargaba lentamente conforme el tiempo pasaba. Me dediqué, pues, al trabajo, a la familia. Y como en ninguno de estos dos aspectos he conseguido ser medianamente bueno como quisiera, siempre me aturdía la sensación de haberme considerado bueno actuando y dando pláticas en las Jornadas. De cualquier forma, mi esfuerzo no ha sido poco con respecto a mis nuevas ocupaciones, pese a que muchos dirían lo contrario.

Como creo que a todos los que hemos incursionado en el terreno de las redes sociales nos pasa, un día recibí la invitación de alguien más para unirme a alguna de ellas. Sin mucho ánimo, decidí crear una cuenta y ver qué podía haber allí. De inicio todo era confuso. ¿Qué se supone que debe hacer uno dentro de una red social? ¿Debo incluir a toda la gente que me solicitar ser su “amigo”? ¿Debo hacer algo más que entrar y ver qué hay? ¿Cada cuánto es recomendable actualizar mi ‘status’? ¿Debo esperar que alguien me contacte? ¿Quién puede leer lo que escribo? ¿Microblogging? ¿Tags?

Está bien, no vayamos tan deprisa. La principal función de la red social es comunicar y mantener el contacto con otros. Pero quizás de las partes más interesantes es la conexión de amistades que se dan entre las personas. Una de ellas te puede llevar a otras y a otras a su vez. Así, de forma paulatina, es posible ir hilando y conectando puntos hasta llegar a alguien cuyo rostro no has visto en muchos años. Bueno, tal vez el rostro que vemos ahora no es el mismo que conocimos pero definitivamente sabemos que es la misma persona. De forma por demás increíble, logré en unos meses contactar a personas que durante años había pensado que no volvería a ver.

En un principio me encontré con Nayeli y tuve la oportunidad de verla ya en varias ocasiones (ver Por los árboles morados para más detalles). Luego encontré a Perlita y a Esmeralda. Poco a poco fueron apareciendo Lewó, Ricardo, Nishi, Cacho, etc. Aún con todo esto, no había podido realizarse una reunión más grande (aunque en la fiesta de cumpleaños de Nayeli encontré a Oscar y a Benjamín). Siempre pensé que coordinar agendas podría resultar más fácil cuando nos encontráramos en las redes sociales. Pero los compromisos nuevos, las nuevas actividades e inclusos las nuevas residencias hacen complicada cualquier reunión de más de 3 personas.

Teniendo en cuenta esto, me sorprendí gratamente la semana pasada al recibir un mensaje de Perlita. Me estaba invitando a una reunión con Esmeralda, Ricardo y Javier. El lugar me quedaba un poco lejos, el horario era ya bastante tardecito, estaba yo en medio de un proyecto muy importante en el trabajo, y terriblemente cansado. Muchos factores parecían juntarse para evitar que me les uniera. ¿Pero no era acaso lo que siempre había estado deseando? ¿Saber cómo estaban? ¿Cómo les había ido? Quién sabe cuándo volvería a darse otra oportunidad de verlos. Haciendo el cansancio a un lado, ignorando el hecho de saber que el Periférico estaba cerrado a esas horas, me decidí a alcanzarlos y a pasar un rato agradable y divertido. Creo que ya pasaba de medianoche cuando llegué a donde quedamos de vernos.

Mi primera preocupación fue encontrarlos en el lugar, que estaba lo suficientemente oscuro como para tener que acercarme bastante a cada mesa para reconocer a los que estaban sentados. Había visto a Perlita una semana antes, por lo que tenía, al menos, un rostro bien ubicado para hacer mi búsqueda, pero desconocía como lucirían los demás. Aceptémoslo, las fotos que se publican en Facebook no son necesariamente las más recientes. Fui así, recorriendo varias mesas en el lugar. De repente, me asaltó una duda más: En caso de que no sea Perlita la que me vea, ¿me reconocerían los demás?. No pasó mucho tiempo cuando, al acercarme a una mesa colocada justo en una de las esquinas, reconocí a Esmeralda. Por su expresión sonriente fija en mí me di cuenta de que, afortunadamente, me reconocía. Uno a uno fueron volteando los demás para verme y, como en una reacción en cadena, una sonrisa sincera se dibujó en sus rostros. El mismo efecto me alcanzó a mí. Nos abrazamos y comenzamos a platicar. Debo comentar que en el lugar tocaba una banda muy buena. La música era increíble pero, al mismo tiempo, nos impedía platicar como hubiéramos querido, por lo que teníamos que esperar los espacios entre canción y canción para poder decir algo. Aún así, la experiencia resultó mejor de lo que esperaba. Fue una de las mejores reuniones que he tenido por la gente que allí reencontré. Tal vez no platicamos mucho. Eso no importa. Nos vimos, nos abrazamos, nos re-unimos. Quedamos en vernos en un lugar más tranquilo para platicar próximamente. Estoy más que emocionado de volver a verlos a ellos y a todos los que podamos reunir.

Es muy probable que esa siguiente reunión no sea tan pronto como pudiéramos desear. No es fácil hacer coincidir a tanta gente con horarios y actividades tan distintas que, aparte, vivimos distribuidos a lo largo y ancho del área metropolitana. Pero mientras esa reunión logra darse, mientras las agendas encuentran finalmente el punto de coincidencia común, seguimos bromeando, apoyándonos, riendo, llorando… todo, a través de la herramienta que nos unió y nos hizo encontrarnos en la realidad: una red social.

jueves, 1 de abril de 2010

TechReady 10

Antes de iniciar en forma con este relato, debo poner en antecedente que no me está permitido publicar nada relacionado al contenido del TechReady aunque sí del propio evento. Por lo que, para aquellos que al mirar el título en primera instancia hayan pensado en llamar a cualquier representante de algún movimiento tipo Santa Inquisición, no se preocupen; pueden colgar tranquilamente sus celulares dado que mi intención es platicar de la experiencia vivida sin entrar en detalles técnicos de alguna plática… pero mejor no se confíen y lean hasta el final para cerciorarse.

La semana pasada se llevó a cabo en Seattle, WA la décima edición de una serie de conferencias a la que se le denomina TechReady. Debo decir que el evento de este año fue, por mucho, diferente a cualquier otro de años anteriores. Para empezar, el número de asistentes se redujo notablemente. Sin entrar en muchos detalles, sólo diré que fui uno de los dos afortunados de mi equipo que logramos “librar” los recortes que hubo en el grupo originalmente seleccionado para ir. No puedo decir que el evento haya lucido apagado o con poca gente: con recortes y todo éramos un mundo de gente caminando entre los diversos escenarios donde se impartían las pláticas. Sí, dije “caminando”. A diferencia de otros años en que teníamos que ir arrastrando los pies, hombro con hombro, cabeza con cabeza, espalda con… bueno, muy amontonados, esta vez realmente se podía caminar tranquilamente a cualquier punto que fuera necesario ir. Otra diferencia notoria en este evento fue la fecha. Normalmente debía haberse realizado durante el mes de febrero, pero por razones desconocidas esta vez fue a finales de marzo. Y menciono la palabra “desconocidas” porque el hecho de que las Olimpiadas de Vancouver se llevaran a cabo en febrero no hubiera supuesto que alguien hubiera querido escaparse para ir a verlas ¿verdad? ¿Quién estaría dispuesto a hacer semejante incoherencia? Ante todo está el compromiso con el TechReady ¿no?. Dejémoslo en que fueron razones desconocidas. Este cambio de fecha trajo consigo el poder disfrutar de un clima más agradable. Y cuando digo agradable hay que recordar una cosa: en Seattle el clima sólo mejora para que el meteorólogo de las noticias conserve la chamba diciendo algo diferente a “va a llover ligeramente durante todo el día y hará un frío de la fregada”. Bueno, esta vez no llovió durante todo el día (sólo a ratitos en los primeros días) y el frío no fue tan crítico como uno normalmente espera.

Algo a resaltar respecto a la gente de Seattle es que, en general, son muy amables. “Demasiado amables”, diría un compañero inglés durante una cena en un evento anterior. En México, uno normalmente no esperaría que la mesera de algún buen restaurante entable una charla amena y desinteresada con los comensales. Por eso, el que una de ellas se hubiera mostrado muy amable e interesada en nosotros durante nuestra primera cena, y que incluso nos hubiera ofrecido un par de postres ‘on the house’ hizo pensar a más de uno que “algo quería” conmigo. Pero no, es simplemente que la gente en Seattle tiene un estándar de servicio más alto que el nuestro. O al menos eso tengo que pensar porque no encontré su número telefónico bajo ningún plato después de la cena. Fue una situación muy divertida.

El evento comenzó sin mayor diferencia a otros. Desayuno y sesión general por la mañana, sesiones de diversos tipos durante el resto del día con un espacio para el almuerzo a mediodía. Recorridos por el centro de convenciones tratando de encontrar la plática adecuada o, al menos, la que sonara más interesante “en el papel”. Al respecto me gustaría decir algo. El título de una plática no necesariamente representa lo que escuchará uno durante la sesión. Por eso, es común escuchar comentarios como “no era lo que esperaba” o “entré sólo porque el salón que había elegido originalmente estaba lleno y resultó ser una de las mejores pláticas del evento”. De aquí permítanme expresar mi opinión con respecto a los títulos de las conferencias. Aquel expositor que siente pasión por la plática que dará se esforzará por hacerlo notar en el título con el que la bautiza. De eso me convencí cuando entré a una plática simplemente porque su título era poco convencional. Al estar allí, en la plática, pude ver a una persona menuda, de lentes, ya algo entrado en años, que hablaba con tanta energía, fuerza, pasión y entrega (estuve tentado a usar la palabra amor) sobre su producto que no hubo un rato en que pudiera apartar mi mente del salón. Salí queriendo instalar la última versión del producto cuando nunca antes había instalado una versión anterior. Y claro, el producto es bueno, como muchos, pero fue su presentador quien realmente me movió a tomar la decisión de su adopción.

Otras pláticas resultaron reveladoras también aunque en otro sentido. Durante una sesión en que algunos líderes de mi área abrieron los micrófonos para pedir retroalimentación con respecto a ciertas iniciativas, ocurrió algo increíble (casi aterrador). Imagínense el cuadro: un grupo como de diez personas sentadas en el escenario sonriendo al principio, casi desafiando si alguien podía dar feedback interesante; en la audiencia, miles de personas que contaban con 3 micrófonos para hacer sus comentarios. No entraré en detalles sobre los propios comentarios pero cada vez que alguien daba el feedback solicitado, invariablemente se escuchaba el aplauso y las exclamaciones de apoyo del resto de los integrantes de la audiencia. Rostros pálidos, ojos muy abiertos, sorpresa, miedo, era parte de lo que podía verse en cada uno de los integrantes del equipo de líderes que estaban al frente. La respuesta para muchos comentarios fue similar: nosotros pensábamos que esa iniciativa era un éxito, es lo que nos indican nuestros direct reports, no sabíamos de todos estos problemas. Tratando de ver el asunto desde el lado positivo, qué bueno que exista la posibilidad de dar retroalimentación directa al equipo de líderes. Pero por otro lado, ¿por qué la retroalimentación que ya se había dado a los mandos medios no subió hacia los líderes? ¿Será que en algún punto todo se detiene porque es mejor proyectar un resultado positivo ante una iniciativa? No lo sé, se me ocurren varias respuestas pero no viene al caso debatirlas ahora. Además, supongo que eso pasa en todas las empresas… ¿o no?

Pero pasando a cosas más agradables, la vida nocturna durante el TechReady fue increíble. No necesariamente multitudinaria, pero definitivamente divertida. Cena para la comunidad latina a la que asistireron pocas personas pero que estuvo enmarcada de humor, albures, picardía, risas y bebida. Cenas con los amigos durante las noches que se nos permitía elegir el lugar acompañadas de buenas pláticas, anécdotas, burlas y deliciosa comida. Una noche tuve la fortuna de cenar junto con compañeros de otros países y escuchar anécdotas tan lejanas pero tan similares a las nuestras llenas de humor y optimismo aunque nunca con la picardía latina, y sin embargo, muy divertidas también. Pero la noche que en lo personal me gustó más fue la de la fiesta de asistentes, donde había diferentes tipos de música en cada salón que iba uno recorriendo, diferentes tipos de comida, juegos y diversión. Pero el ingrediente que hizo esa noche especial fue encontrar la sala “mexicana” animada por un mariachi. Ya se imaginarán: cantos, bailes, risas, gritos silbidos. Una fiesta mexicana en Seattle. La comida y la bebida no fueron exactamente mexicanas pero no importó mucho, el ambiente lo era. Aun durante los momentos en que el mariachi iba a descansar seguían escuchándose cantos mexicanos a capella en alguna mesa apartada, tal vez motivados por las cervezas, tal vez no. Invariablemente, las noches formaron una parte especial del evento al grado de terminarlo con muy pocas horas de descanso efectivo. Pero eso no importó. Sabíamos que la próxima vez que tuviéramos la oportunidad de estar en este evento podía ser muy lejana en el tiempo, así que había que disfrutarla al máximo, y lo hicimos.

Algo que no deja de sorprenderme nunca es la cantidad de personas que uno conoce en Seattle, no sólo de otros países sino también de México. Este año no fue la excepción en ese sentido y conocí a varias personas que trabajan en mi misma subsidiaria y a los que nunca antes había visto. Pero también tuve la oportunidad de conocer a gente de Alemania, África, Bélgica, Argentina, República Dominicana, entre otros. El conocer otras culturas, otras formas de hacer las cosas, otras costumbres, gestos, ademanes, vestuarios, rasgos, miradas, todo forma parte de una experiencia sumamente enriquecedora para quien puede ser parte de ella.

 

Me llevo muchas cosas del Techready: alegría, noches interminables, pláticas amenas, risas, esperanza, pasión, cantos. Tantos y tantos recuerdos que me es imposible expresarlos adecuadamente aquí pero que ahora forman parte de mi ser. Me siento orgulloso de haber podido disfrutar tantas cosas en tan poco tiempo y espero con ansias una nueva oportunidad de asistir y volverme a sorprender tan gratamente. Por si esto lo ve alguno de mis jefes, debo mencionar que las sesiones a las que asistí fueron muy productivas también y que haré lo posible para llevar lo aprendido a mis clientes y cumplir con mis commitments.

 

¡¡Hasta el próximo TechReady!!

martes, 9 de marzo de 2010

Miedo y Terror…

Hoy, como otros días recientes, he despertado con migraña. Tal vez debería preocuparme más de lo que hasta ahora lo he hecho pero el saber que suele ser un dolor condicionado hace que, en un mismo tiempo, me tranquilice y me ponga a meditar. Muchas pueden ser las causas de mi dolor de cabeza constante: mala alimentación, falta de ejercicio, estrés, alguna enfermedad oculta, tal vez una combinación de todas y más. Después de un tiempo de reflexión creo que otra posible causa es el miedo. No, más bien el terror. El miedo puede considerarse un mecanismo de defensa y es aceptable sentirlo en muchos escenarios. El terror es otra cosa. El terror, al igual que la migraña, se presenta de forma intensa, constante, no es posible controlarlo de fácil manera; sólo afecta una región de la cabeza pero deja afectado el resto del cuerpo.

Cuando siento terror la migraña aparece y no puedo dejar de pensar que están relacionados. No sé si este reconocimiento sirva para controlar mi dolor de cabeza pero al menos me ha ayudado con algunas conclusiones personales. El reconocer qué situaciones me dan miedo y cuáles me provocan terror debe servirme para encaminar mis pasos, para dictarme las futuras acciones a tomar.

 

Tengo miedo de caminar por el camino equivocado. Tengo terror de no tener una meta hacia dónde caminar.

Tengo miedo a correr riegos innecesarios. Tengo terror de no necesitar arriesgarme.

Tengo miedo a la burla y el ridículo. Tengo terror a no poder reírme de mí mismo.

Tengo miedo a sentir el rechazo ante un abrazo, un beso, una caricia. Tengo terror de ni siquiera intentarlo.

Tengo miedo a caer. Tengo terror a no intentar volar.

Tengo miedo a fracasar en el trabajo. Tengo terror a ser exitoso en la mediocridad.

Tengo miedo a lo desconocido. Tengo terror a no conocer más.

Tengo miedo a la muerte. Tengo terror a una vida vacía.

Tengo miedo a la tristeza. Tengo terror a la soledad.

Tengo miedo a ser mal hijo. Tengo terror a ser mal padre.

Tengo miedo a la oscuridad. Tengo terror a que mis prejuicios y actitudes no me dejen ver con claridad.

Tengo miedo de enfrentarme a mis enemigos. Tengo terror de no defender mis amigos.

Tengo miedo al dolor. Tengo terror a dejar de sentir.

Tengo miedo al recuerdo de mis errores. Tengo terror al olvido.

Tengo miedo a dejar de respirar. Tengo terror a dejar de suspirar.

Tengo miedo al terror. Tengo terror de no actuar ante el miedo.

martes, 2 de marzo de 2010

Anécdotas de Soporte Técnico – Parte IV

Algo primordial cuando se trabaja en un área de Soporte Técnico es la preparación. Y con preparación quiero abarcar cuestiones personales como capacitación, disponibilidad y actitud de servicio. Pero también incluyo en este concepto aspectos importantes que debe cumplir el lugar de trabajo, como infraestructura, seguridad, accesibilidad, comunicación, etc. Todos estos elementos determinan, en mucha parte, la calidad con que el usuario final recibe el servicio de soporte técnico.

En el lado oscuro.
Durante más de siete años, trabajé como parte de un centro de soporte técnico especializado tanto en software como en hardware. Al principio, trabajé como ingeniero en campo visitando clientes directamente en sus oficinas (a veces en sus fábricas). Pese a que físicamente me encontraba fuera de mis propias oficinas, el contacto que debía mantener con el Centro de Soporte era continuo debido a que los agentes de soporte telefónico contaban con acceso a información, bases de datos técnicas, Internet y otras herramientas que no siempre era posible tener en las instalaciones del cliente. Resultaba claro entonces que la infraestructura en el Centro de Soporte debía tener la capacidad suficiente para atender tanto a clientes como a los propios ingenieros de campo como yo. Cuando, unos años más tarde, estuve a cargo de gran parte del Centro de Soporte, nunca dudé en proponer mejoras para facilitar el acceso a los clientes y procuré que los ingenieros contaran con la mejor infraestructura tecnológica que la empresa nos podía proveer. Sin embargo, pese a todos los esfuerzos que uno pudiera hacer, siempre suele ocurrir algo que echa abajo toda nuestra previsión.
Un día, mientras me encontraba revisando cifras de llamadas entrantes, llamadas perdidas, tiempos promedio de respuesta, tiempos promedio de solución, entre otros, la recepcionista del Centro de Soporte subió corriendo por las escaleras hasta mi lugar. No era algo común que ella abandonara su puesto en la recepción para ir a platicar con alguien, pero esta vez parecía ser algo urgente.

-¡Tenemos problemas!- dijo todavía sofocada por haber subido las escaleras tan rápido
-¿Qué pasó?- contesté volteando instintivamente hacia el tablero de llamadas para verificar que el conmutador siguiera funcionando
-¡Viene gente de la compañía de luz!
-¿De la compañía de luz?
-¡Sí! ¡Dicen que vienen a cortar el servicio por falta de pago!
-¡¿Qué?! Dime que es una broma…
-¡No! Traen un documento autorizando la desconexión. Ya chequé la dirección y es correcta.
-¡Debe ser un error! Los de Finanzas pagan siempre puntualmente… Déjame llamarles…
-¡Ya hablé con ellos! ¡Por algún motivo se les pasó hacer el pago! ¡Dos veces!

Servidores redundantes, arreglos de disco, dos salidas a Internet, sistemas ininterrumpibles de energía (hasta por 30 minutos), equipos de respaldo, luminarias de emergencia, 3 turnos de personal programados para atender al cliente en un horario 7x24 los 365 días del año… Todo se fue a la basura porque alguien no programó el pago del recibo de la luz, dos veces. Como siempre pasa, “algo hizo la mugre hoja de cálculo” que borró aquel rubro en el registro del responsable de hacer el pago. Teníamos que actuar de inmediato para evitar que el corte de luz ocurriera o estaríamos en graves problemas por no poder brindar el servicio a los clientes, porque no sólo los equipos de cómputo dejarían de funcionar, sino también el conmutador telefónico, que era el “alma” de nuestras operaciones. Había contratos con niveles de servicio muy estrictos y era posible que algún cliente nos penalizara gravemente por aquel increíble descuido. Y aunque dentro de los contratos se llegaban a considerar contratiempos ocasionados por cierto tipo de desastres fuera de nuestro alcance, la estupidez no era algo que estuviera amparado en ninguna cláusula.
“Sobórnalos”, dijo mi jefe con cierta desesperación. Me quedé mirándolo incrédulo ante su propuesta aunque poco a poco fui convenciéndome de que podría ser una buena idea. Alguien había investigado ya y resultaba que, si llegaban a desconectarnos, aunque hiciéramos el pago inmediatamente, tardarían unos 3 días hábiles para hacer la reconexión.  “Pregúntales que cuánto te cobran por regresar al día siguiente en lo que arreglamos lo del pago”, me sugirió. No supe en qué momento acepté el puesto de “negociador” pero repentinamente sentí que todos los que estaban allí me empujaban con la mirada y me encomendaban a “arreglar” el penoso asunto.

-Oiga, seguramente esto es un error. Nunca nos hemos retrasado en el pago y no podemos dejar sin luz las instalaciones- dije ingenuamente
-No, no hay error. Es la dirección correcta. Medidor correcto. Si acaso hay un error, es que usted no ha pagado y esa no es mi culpa- fue su fría respuesta que, además, me ponía ahora como responsable de todo el asunto.
-Yo no soy el que paga, los de Finanzas se encargan de eso y me dicen que todo está bien- mentí tratando de ganar algo
-No es mi asunto quién paga o no. Vengo a desconectar su servicio y este documento me autoriza a hacerlo. El señor viene conmigo para dar fe de mi trabajo- y señaló a quien se presentó como un notario público.
-Oiga, pero ¿no hay forma de que nos permita revisar todo este asunto hasta el día de mañana? Estoy seguro de que todo es un error y no puedo dejar que corten la energía eléctrica porque dejaríamos sin servicio a nuestros clientes.
-No, no hay forma- contestó el notario.

Sin que nadie le indicara mayor detalle, el trabajador de la compañía de luz siguió los cables de la instalación eléctrica y encontró el lugar donde debía realizar la desconexión.

-Al menos déjeme apagar los servidores para que no se dañen. Diez minutos, no más- supliqué al notar que no había cómo hacerlos cambiar de opinión.
-Está bien. En diez minutos cortamos la energía sin esperar nada más.

Avisé rápidamente que se apagaran los servidores, el conmutador y todo aquello que pudiera presentar algún daño por quedarse sin energía abruptamente. Nadie lo podía creer. Algunos ingenieros de soporte telefónico tuvieron que cortar sus llamadas explicándole al cliente que había algunos inconvenientes técnicos y que volverían a comunicarse en cuanto se solucionaran. Se apagó el mayor número de equipos conforme nos fue posible, pero al cabo de los diez minutos de plazo notamos cómo el ruido del aire acondicionado quedaba silenciado, las lámparas de emergencia se encendieron y todos quedamos mirándonos unos a otros sin saber a ciencia cierta qué debíamos hacer. El personal de la compañía de luz selló la caja de conexiones donde habían trabajado y, entregándome una notificación, me advirtieron “es un delito romper los sellos para realizar una reconexión no autorizada”. Tomaron sus herramientas y salieron despreocupadamente del edificio.
De acuerdo a nuestros procedimientos de recuperación de desastres (y esto definitivamente lo era), un grupo de ingenieros debía trasladarse a una localidad alterna para reanudar desde allí las operaciones en modo de emergencia. Otros debíamos asegurarnos de cambiar ruteos, hacer notificaciones a proveedores y realizar una serie de pasos para poder volver a ofrecer el servicio a nuestros clientes. Era una labor titánica que debíamos completar lo antes posible o el impacto podría ser aún más desastroso. La “cuadrilla” de ingenieros seleccionados para ir a la localidad alterna había sido seleccionada y estaba a punto de dejar el edificio cuando una voz a nuestras espaldas nos hizo detener en seco. “Creo que puedo ayudarlos”, dijo un tanto tímidamente. Era la voz de nuestro experto en reparaciones de hardware, Juan. A lo largo de los años, varios habíamos visto cómo Juan podía reparar casi cualquier cosa con métodos no necesariamente convencionales. Si alguien ha escuchado que los mexicanos pueden reparar casi cualquier cosa con un clip y la mitad del chicle que están mascando, muy probablemente sea porque alguna historia de Juan se ha hecho pública.

-¿Nos puedes ayudar? ¿Cómo?- preguntamos con cierta reserva
-Revisé la forma en la que desconectaron la energía y por el tipo de instalación del edificio creo que la puedo reconectar sin romper los sellos.
-¿Crees o puedes?- preguntó mi jefe
-Dame cinco minutos para revisar y, si puedo, les aviso. Lo más seguro es que sí.

Decidimos detener cinco minutos a los ingenieros que estaban a punto de salir y quedamos en espera de la respuesta de Juan. Con un par de desarmadores en mano, unas pinzas de electricista, unas de punta y un rollo de cinta para aislar, Juan se puso a seguir la instalación eléctrica buscando algún punto donde pudiera llevar a cabo su “operación”. Finalmente se detuvo y comenzó a trabajar. Desconectó algunos cables, “puenteó” otros. Habían pasado ya casi diez minutos cuando, sosteniendo un par de cables entre sus manos, dijo “si ahorita que conecte estos dos enciende todo, ya la hicimos”. Como en aquellas películas donde se crea un enorme suspenso cuando el héroe desconecta los cables de una bomba, nosotros permanecíamos inmóviles viendo cómo aquellos cables que Juan sostenía iban perdiendo distancia entre sí y, finalmente, lograban juntarse. “¡A huevo!”, gritó Juan al ver que todo se encendía nuevamente. Todos corrimos para avisar que se volvieran a poner en operación los servidores y, sobre todo, el conmutador. El ruido del aire acondicionado volvió a escucharse y todos comenzamos a trabajar “normalmente”. Juan nos había salvado y era el héroe de nuestra película. Los jefes lo invitaron a comer y le hicieron fiesta todo el día… Pero, por supuesto, el festejo no podía durar para siempre.
El día siguiente resultó extraño. Me encontraba, tal como el día anterior, revisando las estadísticas del Centro de Soporte. El susto de quedarnos sin luz había pasado y tenía en mente otros asuntos más importantes. Al menos eso pensaba. Como un verdadero Déjà vu, noté que la recepcionista subía corriendo por las escaleras con rostro de preocupación. “Esto no puede estar pasando, no otra vez”, pensé.

-¡Vinieron los de la compañía de luz!- dijo ante mi asombro
-¡¿Otra vez?!- pregunté tontamente
-¡Sí! ¿Qué hacemos? Van a notar que volvimos a conectar todo. No los he dejado pasar, me están esperando allá afuera.
-¡Apaga las luces y avísale a Juan que desconecte todo como lo dejaron ellos ayer! Yo mientras aviso a todos y apagamos los servidores otra vez.

Mientras repetíamos todo el proceso de apagado, colgado de llamadas, aviso a los jefes y descontrol total, Juan se apresuraba a desconectar los cables. La puerta seguía sonando por la insistencia del personal de la compañía de luz. De un momento a otro, se hizo el silencio. Las luminarias de emergencia volvieron a realizar su labor y se encendieron indicándonos que el suministro eléctrico había sido interrumpido. Juan apareció apresurado escondiendo las herramientas que había utilizado y se metió en su pequeña oficina. Todos nos quedamos callados. La recepcionista se dispuso a abrir con toda la desfachatez del mundo como si nada hubiera pasado.

-Perdón, no podía abrir porque teníamos unos problemas aquí.
-¿Todo bien?- preguntó el empleado de la compañía de luz
-Sí, ya no hay problema. ¿Viene a conectar la luz?
-¿Conectar? No, solo vengo a tomar la lectura del medidor. ¿Les cortaron la luz?

Efectivamente, era un empleado diferente de la misma compañía y aparentemente no tenía idea de la desconexión del día anterior. No sabíamos si echarnos a reír o a llorar por todo el relajo que ya habíamos hecho. Sin embargo, la recepcionista no perdió tiempo y le aseguró que el pago ya se había realizado y que realmente era urgente que nos conectaran la luz nuevamente.

-¿Usted nos puede conectar la luz? Aquí está el recibo de pago- y le mostró el documento que la gente de Finanzas le había entregado.
-No, necesita haber una orden de reconexión. No es tan rápido.
-Pero ya pagamos. ¿No podría llamar para verificar y que nos reconectara de una vez?
-Me gustaría poder ayudarla pero no estoy autorizado.

Tomó rápidamente la lectura del medidor y se fue. Por tercera ocasión en menos de dos días, Juan sacó sus herramientas y se dispuso a trabajar nuevamente con el cableado eléctrico. Momentos después volvimos a tener energía y seguimos trabajando. Lo que la recepcionista había comentado era cierto, el pago ya se había efectuado y sólo era cuestión de tiempo para que alguien de la compañía de luz llegara a hacer la reconexión. Pero no sabíamos cuándo ni a qué hora sería, lo que suponía que Juan tendría que volver a desconectar apuradamente todo cuando eso ocurriera.
Los siguientes dos días transcurrieron sin incidentes de energía eléctrica. Casi nos habíamos olvidado que teníamos “puenteado” el cableado, hasta que un nuevo empleado de la compañía de luz tocó la puerta. La histeria volvió a apoderarse de nosotros y ya con la práctica adquirida en los días anteriores apagamos las luces y desconectamos todo en tiempo récord. Juan casi ni utilizó las herramientas para dejarlo todo listo. Nuestra recepcionista abrió la puerta y dejó pasar al trabajador que ya se notaba algo molesto por estar esperando afuera.

-Vengo a conectar la luz- dijo secamente
-Claro, pase. Ya lo estábamos esperando.
-Sí, me imagino- dijo en tono sarcástico

Sin detenerse a revisar mucho, rompió el sello, abrió la caja de conexiones y volvió a conectar todo. Para su sorpresa, y la de todos nosotros, cuando subió el interruptor no pasó nada. Extrañado, revisó una vez más las conexiones que había hecho y concluyó que estaban bien. Volvió a intentar bajando y subiendo repetidamente el interruptor. No funcionó. La cara de Juan pareció palidecer cuando notó que una de sus conexiones había quedado suelta. El empleado de la compañía de luz siguió el cableado para ver dónde estaba la falla. No tardó mucho en llegar a donde estaba el cable mal enredado que Juan se había apresurado a conectar. “Alguien dejó mal conectado este cable”, dijo sospechando algo. Pero nuestra recepcionista reaccionó rápido y comentó “Sí, el que vino a desconectar parece que venía de malas y dejó todo al aventón”. Sin insistir más, el electricista sacó unas pinzas y una cinta de aislar del estuche que traía colgado al cinturón y reconectó el cable al tiempo que todo volvía a encenderse.

-Listo. Ya quedó conectado nuevamente todo. Procuren no dejar pasar los pagos porque siempre es un relajo quedarse sin luz- dijo amablemente el empleado a la recepcionista
-Sí, ha sido un verdadero problema. Ya no sabíamos que hacer sin luz y, por supuesto, trataremos que esto no pase otra vez.

Cuando el empleado estaba a punto de salir se detuvo momentáneamente en la puerta y dijo con voz fuerte como para que todos lo escucháramos: “¿Sabe? La próxima vez consideren desconectar el timbre, es obvio que no es de baterías”. Y cerró la puerta tras de sí.
Dos cosas quedaron claras ese día, no volvería a ocurrir que a Finanzas se le pasara un sólo pago de la luz y nosotros nos dedicaríamos a dar soporte técnico. Aquello de los teatros no era lo nuestro.


La señal.
Tal vez los casos de soporte técnico que yo más odiaba que me asignaran eran los llamados “quemados”. Un caso “quemado” era aquel en el que ya habían participado 2 ó más ingenieros con anterioridad y no habían podido arreglarlo. Debido a que los ingenieros eran asignados a otros asuntos o simplemente no podían acudir para darle seguimiento al caso, éste era asignado a alguien más e inmediatamente ese “alguien más” se convertía en el dueño del caso que ya llevaba mucho retraso en el tiempo de solución.
Es lógico pensar que en un caso “quemado” el cliente ya se encuentra molesto porque ha visto desfilar por sus oficinas a mucha gente y el problema sigue sin resolverse. A veces el problema se había hecho más grande de lo que originalmente era. Tomar un caso de estos era enfrentarse a más de un problema al mismo tiempo.
En una ocasión en que ya dos ingenieros habían estado esforzándose por semanas en conectar más de 3 equipos a una base de datos, resultó que ambos tenían ya asignadas otras actividades y no podían continuar atendiendo el caso. Era una situación un tanto confusa: todo parecía trabajar bien, pero al momento de conectar el cuarto equipo a la base de datos los otros tres perdían la conexión. El error que marcaba la base de datos no daba mucha información. Como el cliente estaba sumamente molesto por el poco o nulo avance obtenido hasta ese momento, puso un plazo un tanto estricto. “Si no me resuelven esto hoy mismo me voy a asegurar de que corran a tus ingenieros o a ti mismo”, le dijo a mi jefe. “Tenemos un problema muy serio”, me dijo por teléfono. “Necesitamos arreglar eso hoy a como dé lugar. El cliente es amigo del presidente de nuestra empresa y ya está muy delicado el asunto”, advirtió con un tono tal que me pareció amenaza.
A regañadientes acepté ir sabiendo de antemano que ese cliente siempre había sido de trato muy pesado y estando molesto no mejoraría mucho. Llegué a las instalaciones del cliente con una sensación que iba desde el enojo hasta un temor enorme de no poder resolver el problema a tiempo. “Hasta morir”, había dicho mi jefe. Eso me imaginaba precisamente.
Para hacer todavía más tensa la situación, el cliente era de ese tipo de personas que suele referirse a todo mundo con un apodo fijo. Es decir, hay quienes llaman a todos “amigo”, otros dicen “colega”, “viejo” o “maestro”. En el caso de este cliente le decía a todos “doctor”.

-Hola, “doctor”. ¿Ya te dijeron que esto es urgentísimo? Tiene que quedar hoy mismo o van a tener problemas conmigo- fueron sus palabras de bienvenida para mi.
-Ya me platicaron algo de eso
-Es un caso difícil, “doctor”. No es cualquier cosa. Ya dos compañeros tuyos estuvieron aquí y no han podido darle en casi tres semanas.
-Sí, ya hablé con ellos y me dieron sus comentarios.
-Lo principal, “doc”, es que sólo se logran hacer tres conexiones simultáneas. En cuanto la cuarta entra se pierden todas las conexiones anteriores. Necesitamos cinco en total.
-Ok, necesito revisar el equipo de la base de datos.
-Si no puedes, ni pierdas tu tiempo, “doc”. De todas formas, no se salvan ya.
-Necesito ver qué errores marca.
-Como quieras, “doc”. Pero entre más tiempo pasa, más me desespero.

Honestamente, cada vez que oía el “doc” o el “doctor” me esforzaba por ocultar lo incómodo que me hacía sentir. Nunca he sido partidario de esos apodos “genéricos” pero, por la situación tan delicada que ya tenía con el problema de la base de datos, decidí ni siquiera mencionar nada. Me llevó al servidor donde estaba instalada la base de datos y me mostró la forma en que se producía el error. “Connection error”, era el único mensaje que obteníamos. No muy útil que digamos. “Ahí te quedas, ‘doc’. Cuando te rindas me avisas para empezar la fiesta”, dijo odiosamente el tipo.
Estuve varias horas en las instalaciones del cliente, siempre recibiendo el mismo mensaje de “Connection error” y a cada minuto el estrés se hacía más presente en mí. No lograba mayor avance y, adicionalmente, tenía que soportar las constantes visitas del cliente preguntando “¿cómo vas, ‘doc’? ¿todavía no te rindes?”. Había momentos en que deseaba mandarlo con un “doc” de verdad a punta de patadas. Pero me limitaba a contestar “no, todavía no”, mientras sudaba de los nervios.
Debo mencionar que no soy una persona muy apegada a la religión ni nada por el estilo, pero en aquellos momentos de enorme tensión, de mis labios empezaron a brotar súplicas de ayuda. “Ayúdame, Señor. Dame una ayudadita para arreglar esto”, dije en voz baja. Pero seguí sin poder encontrar la forma de arreglarlo por varios minutos más. “Sólo una señal, una pista para saber por dónde atacar el problema”, supliqué una vez más, aunque dentro de mí sabía que era poco probable ser escuchado. De pronto, algo cambió. De forma inusual noté algo en la pantalla del servidor. “No es posible”, pensé. “¿Será que mis plegarias están siendo escuchadas?”, pregunté incrédulo. Dudando de mis propios pensamientos seguí revisando aquello que había encontrado apenas. ¡Allí estaba la solución!
Con enorme emoción, llamé al cliente y le expliqué: “Esta versión del producto está limitada a 3 conexiones, si requieres un número mayor de equipos conectándose simultáneamente debes adquirir la versión ‘Gold’ que no tiene esta limitante”. El cliente se quedó mirando la evidencia que le mostraba yo en ese momento. No tuvo ninguna objeción. “Con razón no podíamos conectar el cuarto equipo. Tienes razón, ‘doc’. Buen trabajo”, dijo satisfecho. Llamé inmediatamente a mi jefe para darle la noticia. “¡Muy bien! -me felicitó- ¿Cómo encontraste la respuesta?”. No recuerdo exactamente qué fue lo que le dije en ese momento, pero la realidad fue que después de haber implorado al cielo por una pista, noté que frente a mí, en la pantalla del servidor, había quedado el archivo que contenía la información completa del producto y sus limitantes. Se llamaba “ReadMe.doc”


Apoyo al agente de soporte técnico.
Creo que la mayor frustración que sentimos al dar soporte técnico es escuchar que la gente a la que tratamos de ayudar no tiene ni la más remota idea de lo que tratamos de decirle. Y no es muy difícil darnos cuenta. Basta con hacer algunas preguntas sencillas para que la verdad salga a flote. “¿Que versión de Service Pack tienes instalada?”, sería una de ellas. “Servis ¿qué?”, sería la típica respuesta. Esto es un problema no sólo del lado técnico sino que implica todo un reto para saber manejar al cliente de forma que no se sienta demasiado estúpido tratando de responder. “Service Pack. No te preocupes, yo lo reviso”, por ejemplo.
Como un apoyo a todos aquellos que dan soporte técnico y se enfrentan a este tipo de usuarios día con día, he preparado un diálogo típico con las preguntas y respuestas que pueden resultar.

Yo: ¿Qué problema tiene el usuario final?
Usuario: No puede ver sus correos ni sus ‘meils’.
Yo: Ok, no puede ver sus correos.
Usuario: Ni sus ‘meils’.
Yo: Ok. Tampoco sus ‘meils’. ¿Pueden verse desde el OWA?
Usuario: ¿Desde el ‘Ogua’? Eh… no los vemos de tan lejos. Cada quien los ve en su ‘compu’.
Yo: Ok, no importa. Entonces sólo han tenido el problema en su Outlook ¿verdad?
Usuario: El ‘autlú’… ah, sí. Y no se ven los ‘meils’.
Yo: Ok, sí. Bueno, ¿pasa con todos los correos o sólo con algunos? ¿No falla sólo con los correos que tienen archivos adjuntos?
Usuario: Con todos los correos, según me dicen. Y con los ‘meils’.
Yo: ¿Suelen mandar muchos archivos por Outlook?
Usuario: No, por ‘meil’.
Yo: Ok, dejemos un momento el tema del correo. Y el de los ‘meils’, claro. Me decían que algunos usuarios tienen problemas cuando tratan de publicar un documento en el Sharepoint.
Usuario: ¿Cherpoin?
Yo: Sí, donde publican y almacenan sus documentos dentro de la intranet.
Usuario: No sé de eso. Sólo sé del ‘meil’.
Yo: Es que me habían dicho que lo del Sharepoint tenía prioridad, por eso quería saber. Es como un portal donde se pueden mostrar noticias, subir documentos, fotos y crear equipos de trabajo para que puedan colaborar.
Usuario: ¡Ah! ¿como ‘feisbuk’?
Yo: Sí, algo parecido a Facebook pero es sólo de uso interno.
Usuario: No, no sé. Es que aquí somos profesionales y no usamos esas tonterías.
Yo: Ok, no usan Facebook. ¿Pero algo parecido?
Usuario: No, no sé de qué me estás hablando.
Yo: Bueno, ¿usan Project aquí?
Usuario: ¿’Proyet’? No que yo sepa.
Yo: Funciona similar al Sharepoint si se usa en la intranet. Cada usuario actualiza sus proyectos y los demás pueden ver los avances de acuerdo a sus permisos.
Usuario: No, joven. Aquí nadie tiene permisos de nada. Es por seguridad.
Yo: Pero deben de colaborar de alguna forma. ¿Cómo se comunican?
Usuario: Por ‘meil’.
Yo: ¿Pero no usan otra cosa?
Usuario: El ‘tuiter’
Yo: ¿Usan Twitter?
Usuario: Sí, para saber qué hacen todos.
Yo: Interesante. Usan el microblogging entonces.
Usuario: No, el ‘tuiter’.
Yo: Bueno, es que es una herramienta para hacer microblogging. Es como poner un blog pero muy simple.
Usuario: No, los que publican blogs son idiotas.
Yo: ¿Perdón?
Usuario: Sí, son una bola de ‘ners’ que no tienen otra cosa que hacer más que andar perdiendo el tiempo publicando blogs.
Yo: Bueno, hay muchos tipos de blog que…
Usuario: Son pendejos sin quehacer que se la viven pegados a las máquinas como si fueran a obtener algo de provecho.
Yo: No todos los que…
Usuario: ¡Que se consigan una vida y que dejen de andar saturando el internet que está bien lento en mi casa!
Mi angelito: (Calma, no tiene idea de lo que dice. Además no lo dice por ti. No sabe que tú tienes un blog)
Yo: Bueno, yo tengo un blog…
Usuario: ¡Sabía que eras uno de esos inútiles que cree que lo sabe todo! ¡Lúser! ¡No tienes nada que enseñarme!
Mi diablito: (¡Patéalo! ¡Ahora!)
Mi angelito: (¡No! Tranquilo, es tu cliente)
Yo: Con todo respeto…
Usuario: ¡Eres un patético insecto que se la vive ‘chatiando’! ¡Lúser! ¡Lúser! ¡Lúser! ¡Lúser!
Mi angelito: (¡Atácalo, ya!)
Mi diablito: (¡A la yugular!)
Yo: ¡Toma esto! ¡Aparte de imbécil no tienes idea de nada! ¡No sé como puedes tener un trabajo! ¡Toma esto! ¡Y esto! ¡Checa tu pinche ‘meil’!
Usuario: ¡Aayyy! ¡Lúser! ¡Aaayy!
Mi angelito: (Hazle un favor al mundo: ¡que no se reproduzca!)
Usuario: ¡Nooooo! ¡Allí noooo! ¡Aayyy!
Mi diablito: (¡¡Aaghhh!! ¡Ya me dio asco!)

Perdón, mi imaginación voló y creo que me dejé llevar por los sentimientos que a veces tengo en este trabajo. Si de algo sirve, nunca he llegado a estos extremos… aunque poco ha faltado.
¿Algún comentario?
Mi diablito: (¡Noooo!)

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martes, 23 de febrero de 2010

Días de la bandera…

Hace unos momentos alcancé a escuchar que algunas personas platicaban sobre las ceremonias en las que sus hijos participarían mañana para conmemorar el Día de la Bandera. Algunos tenían que elaborar enormes banderas para ir mostrando la forma en que ha evolucionado este símbolo patrio. Otros recitarían la historia de la bandera y darían la explicación sobre cada uno de los colores que la forman. He participado ya varias veces ayudando a mis hijos con sus labores escolares específicas para estas ceremonias: recortes de monografías, cartulinas decoradas como banderas de México y otros países, poemas, canciones, discursos llenos de orgullo y patriotismo, etc. Pero tal vez la mayor aportación que he hecho en este tema fue el haber participado en una escolta escolar cuando estudiaba la secundaria. No, seguramente no es nada que se puedan imaginar, así que permítanme contarles.

Supongo que ocurre en todas las escuelas secundarias del país: los alumnos con los mejores promedios son seleccionados y “honrados” para formar parte de la escolta escolar. Supongo también que en todos los casos se organizan concursos de escoltas para elegir una especie de escolta oficial de la escuela que, a su vez, tiene la responsabilidad de concursar contra escoltas de otras escuelas para, después, volver a concursar y concursar otra vez. Al final, la escolta ganadora… ganaba. Así nada más. Bueno, al menos esa es mi teoría porque nunca pasé de la primera fase de estos concursos. Claro, tampoco es que me importara mucho. La realidad es que la vez que llegué a formar parte de una escolta fue sin que me hubieran consultado previamente y, puedo decirlo ahora, contra mi propia voluntad.

Sí, estaba cursando apenas el primer año de secundaria. Mi estatura en ese entonces era apenas la altura promedio entre los niños de mi salón y mi actitud era más bien tímida ante la locura creciente que la adolescencia despierta en la mayoría de los estudiantes de esa edad. No es que fuera un alumno brillante sino que no había mucho de dónde elegir y resulté seleccionado para formar parte de la escolta del 1o. “B”. Había ciertas ventajas que los integrantes de las escoltas teníamos porque todos los días nos daban permiso de faltar a la última clase para poder ensayar todos los movimientos y agrupaciones que debían exhibirse durante el próximo concurso. Por designio de algún maestro cuyo nombre no recuerdo ahora, fui nombrado “comandante”, es decir, la persona que da las instrucciones al resto de la escolta. Me dieron un extenso manual con todos los lineamientos que debíamos seguir durante el concurso y los diferentes aspectos que serían evaluados: Presentación, uniforme, ejercicios obligatorios, ejercicios opcionales, los diferentes tipos de pasos que debíamos usar (paso redoblado, paso acortado, paso alto, paso de costado, cambios de dirección) y otra serie de movimientos que yo, como comandante de la escolta, debía dirigir con voz fuerte, clara, firme y dando siempre la pausa necesaria para que las instrucciones no se confundieran unas con otras. Bueno, esa era la teoría.

No sé qué le hice al manual, honestamente no lo recuerdo pero, durante las horas que nos dedicábamos a “ensayar” los ejercicios obligatorios, con esfuerzos lográbamos mantener el paso coordinadamente. Tampoco nos preocupaba mucho eso. Nuestra idea nunca fue ganar sino simplemente participar “decorosamente” y olvidarnos por completo del asunto. Así que recorríamos sin mucha preocupación el contorno de la cancha de basquetbol usando algo parecido a lo que cada quien recordaba que era el paso redoblado. “¡Gallardo!”, me gritaba la maestra que nos coordinaba algunas veces. “¡López!”, la corregía yo mentalmente pensando que me estaba llamando por mi apellido. “Tú debes dar las órdenes de forma que todos te oigan, con fuerza y determinación”, me decía. Yo asentía convencido de que, mientras mi escolta me escuchara ¿qué importaba si el resto de la escuela no lo hacía?

Finalmente llegó el día del concurso. Le atinamos al uniforme sólo porque era el mismo que usábamos todos los días pero, la verdad, ni siquiera ese día sabíamos qué tipo de recorrido realizaríamos. Hubo una especie de sorteo para determinar cuál sería el orden en que las escoltas marcharían frente a todos los alumnos de la escuela. Sí, todos los alumnos de la secundaria estaban allí, alrededor de la misma cancha de basquetbol donde solíamos (o al menos debíamos) practicar. Los espacios parecieron reducirse y repentinamente nos dimos cuenta de que todo el mundo nos estaría viendo muy, muy de cerca. Todos queríamos que nuestra escolta fuera la última en marchar, así posiblemente contaríamos con el aburrimiento acumulado de los espectadores y, con suerte, no nos prestarían mucha antención y podríamos pasar desapercibidos. Pero no fue así. De las diez escoltas que se presentarían esa mañana, éramos los cuartos en desfilar. Ciertamente no fuimos los primeros, pero un décimo lugar no nos habría desanimado. Recuerdo que buscamos hacer un juego de palabras con el lugar en que nos tocó desfilar, pero no fue fácil. Si hubiéramos sido los primeros habríamos dicho algo así como “los número uno”, el tercer lugar nos habría dado la oportunidad de decir “la tercera es la buena”, “no hay quinto malo” si hubiéramos sadado el número cinco. ¿Pero el cuarto? ¿Qué podíamos decir del cuarto lugar? Definitivamente era una señal de que algo malo se avecinaba.

La primera escolta estaba formada únicamente por mujeres, cosa que al principio nos animó porque pensábamos que no podrían mostrar la “gallardía” requerida por el jurado. “¡Atención, escolta!”, dijo con potente voz la comandante. Su voz era tan fuerte que todos retrocedimos un poco al escucharla. “Paso redoblado… ¡Ya!”, indicó con la misma potencia mientras todas iniciaban con precisión milimétrica su marcha. Durante su ejecución realizaron tantos movimientos que provocó que todos nos quedáramos viendo como diciendo “¿de dónde sacaron esos pasos?”. Hubiera podido responder de haber sabido dónde extravié el manual, pero ya era un poco tarde para eso. La exhibición que dieron fue magistral y al final todos estaban aplaudiendo. La alegría se veía en el rostro de aquellas chicas al recibir abrazos y felicitaciones por su desempeño. Yo me preguntaba qué tan factible sería fingir alguna insuficiencia respiratoria para poder salir de allí urgentemente.

“No se preocupen, al menos no nos tocó marchar después de ellas porque la comparación hubiera sido peor para nosotros”, dijo nuestro abanderado tratando de calmarnos. Desafortunadamente, la forma en que la segunda y tercera escoltas marcharon nos produjo la sensación de que, sin lugar a dudas, estábamos por pasar un mal momento, posiblemente el peor de toda nuestra vida. La única opción que teníamos era salir y hacer nuestro mejor esfuerzo… lo más rápido posible. Seguramente a lo largo de mi vida algo bloqueó los momentos que siguieron, porque no recuerdo de qué manera fue, pero súbitamente estábamos al centro de la cancha con la formación típica de las escoltas esperando que nos dieran la señal para el inicio de nuestra marcha.

“¡Atención, escolta!”, grité sin poder ocultar el nerviosismo del momento. “Paso redoblado… ¡Ya!”, dije para iniciar nuestra marcha. Empezamos a recorrer un costado de la cancha de manera uniforme y no íbamos tan mal. Tratamos de demostrar que habíamos ensayado una que otra vuelta y formaciones diversas pero las cosas empezaron a salir mal. Sin darnos cuenta en qué momento ocurrió, perdimos el paso. Unos iban marchando con el pie derecho adelante justo al mismo tiempo que otros lo llevaban atrás. Nuestras brazadas eran tan disparejas que nos golpeábamos unos a otros por lo juntos que íbamos. Empezamos a escuchar cómo desde la tribuna se escuchaban risas y eso nos produjo más nervios, desconcentración y miedo. Era la peor presentación de una escolta en muchos años y nosotros mismos lo sabíamos. “Sácanos de aquí”, me dijo disimuladamente el compañero que iba marchando a mi lado. Yo estaba sudando copiosamente aunque no recuerdo que hiciera mucho calor. Imaginé que era el pavor cristalizado que recorría mi cara. Decidí entonces que ya había sido suficiente sufrimiento por un día: Ordenaría a la formación redoblar el paso, girar hacia la salida y rompería filas sin pensar siquiera en detenerme para que el abanderado pudiera regresar la bandera. Como pudimos, nos enfilamos hacia el espacio que las tribunas dejaban libres, bastaría dar vuelta y estaríamos fuera de la cancha, fuera de la vista de los demás, ojalá fuera del planeta. Con los nervios destrozados y una desesperación que no había sentido antes me dispuse a dar la orden de girar: “Atención, escolta… flanco izquierdo… ¡Ya!”, dije con todas mis fuerzas esperando que ese fuera el útlimo grito del día. Lo que pasó entonces hizo historia en los concursos de escoltas escolares. Toda la escolta, como era esperado, dio vuelta a la izquierda, excepto yo. Por alguna razón que aun hoy no me explico, di vuelta a la derecha. ¡Yo mismo había dado la orden! ¡Y me equivoqué al seguirla! Me di cuenta hasta después de haber marchado unos 3 ó 4 pasos ¡solo! Obviamente, las carcajadas no se hicieron esperar. Sin quererlo, había practicado un procedimiento quirúrgico extremo y había dejado acéfala la escolta. Ni ellos tenían quién los dirigiera, ni yo tenía a quién dirigir. Aunque quisiera decir que allí acabó todo, eso no fue lo peor. En mi desesperación por tratar de hacer pensar a todos que no era yo quien se había equivocado sino que, por una especie de estupidez generalizada, eran los demás quienes estaban mal, me atreví a gritar “¡el otro izquierdo, pendejos!”. El siguiente recuerdo que tengo es que la bandera se dirigía hacia mi arrastrando por el piso. Era porque el abanderado salía corriendo de la cancha doblado de la risa. “Un aplauso para la escolta del 1o. ‘B’”, dijo el maestro de ceremonias por el micrófono tratando de contener la carcajada. Al menos los aplausos resultaron efusivos.

No es errado pensar que esa fue la última vez que participé en la escolta de la escuela. A decir verdad, fue la última vez que alguien me seleccionó pese a que mis calificaciones siguieron siendo de las mejores. Pero algo bueno saqué de aquella situación bochornosa (tal vez la más bochornosa que haya tenido en público): Nunca más volví a confundir la izquierda con la derecha. Enhorabuena.

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domingo, 21 de febrero de 2010

Anécdotas de Soporte Técnico – Parte III

Durante los muchos años que me he dedicado a dar soporte técnico me he encontrado con situaciones inverosímiles relacionadas con el uso de la tecnología. Específicamente, me refiero al uso de equipos de cómputo en todas sus variantes, desde la computadora personal, hasta complejos sistemas que impresionan con el solo hecho de contemplar su enorme tamaño. Uno pudiera pensar que la mayoría de las situaciones curiosas que un ingeniero de soporte se encuentra en su trabajo están relacionadas directamente con la inexperiencia del usuario que solicita la ayuda. Para sorpresa de muchos, son los usuarios más experimentados los que provocan más problemas y anécdotas para platicar. Esto incluye a los propios fabricantes de hardware y software.

Teclazos.
No me gusta mucho hacer notar que ya he estado mucho tiempo en estos asuntos, pero debo confesar que mi primer contacto con lo que alguien me presentó como una “computadora” fue algo realmente impresionante. Era un aparato mucho más grande a cualquier refrigerador que alguien pudiera tener en casa y que emitía más calor que cualquier calefactor que pudiera caber en la misma casa. Yo apenas estaba familiarizándome con aquellos aparatos “modernos” pues quería decidir a qué dedicarme en el futuro y el conocer ese tipo de “monstruos” tecnológicos formaba parte el recorrido que una escuela organizaba para atraer gente a sus filas. Por supuesto, no era el aparato más moderno de la época. Formaba parte de una especie de “museo” donde uno podía ir viendo la evolución que habían tenido los equipos de cómputo en esa escuela. “Como pueden ver, esta computadora no cuenta con un teclado para introducir los datos y las instrucciones”, comenzó diciendo nuestro guía. “Utiliza tarjetas perforadas donde se escriben los comandos y se van introduciendo. La computadora ‘lee’ la información y la procesa. Si alguna tarjeta contiene un error es necesario volver a realizarla y procesarla nuevamente. Es importante numerar las tarjetas ya que si se pierde el orden la información carecerá de sentido para la computadora y el resultado será imprevisible”, continuó con tono casi amenazador y después mencionó la frase que en aquellos tiempos no podía dejar de usar ningún informático que se respetase: “Garbage in. Garbage out”. Afortunadamente, las computadoras más avanzadas de esos tiempos ya contaban con teclados tipo ‘qwerty’ aunque todavía era raro encontrar uno en español. Eso facilitaba la labor del usuario y así había menos riesgo de caer en aquel fatídico principio de la basura que entra y la que sale. O al menos eso creía yo.
Conforme adquiría experiencia en el uso de las computadoras, me dí cuenta de que para efectuar aquella parte del “Garbage in” no era necesario tener un teclado. Literalmente. En una ocasión, una usuaria me llamó para decirme que su computadora marcaba un error al encenderla. Ella seguía las instrucciones que aparecían en pantalla y nada ocurría. Apagaba la computadora físicamente y, al volverla a encender, recibía el mismo mensaje. Decidí que era mejor ir a ver el problema en persona y subí al piso de arriba, donde estaba su lugar. Cuando llegué ella acababa de aparagar por enésima vez la computadora y se disponía a encenderla nuevamente. Mientras la computadora contaba y verificaba pacientemente todos los bytes de memoria que tenía disponibles, me percaté de que había un cable suelto por detras del CPU. Era precisamente el cable del teclado que posiblemente había sido desconectado por la gente de la limpieza a tratar de sacar el polvo tras la computadora. Después de verificar que la memoria estaba en buen estado, la computadora inició el proceso de reconocimiento de dispositivos e, inteligentemente, detecto la falta de teclado. Emitió varios ‘beep’ sonoros y puso en pantalla el inequívoco mensaje de “Missing Keyboard”. Hasta aquí, parecía todo lógico e incluso sorprendente, de no ser por el mensaje que se mostraba un poco más abajo: “Press F1 for help”. Efectivamente, por más que la usuaria presionaba la tecla F1 del teclado desconectado nada ocurría. “Ni el CTRL-ALT-DEL me hace caso”, dijo al tiempo que presionaba esas teclas tratando de probar que sabía de lo que hablaba. No quiero justificar a la usuaria pero ¿qué clase de mensaje era ese después de haber detectado que no había teclado? Apaqué la computadora, volví a conectar el teclado y, al encenderla nuevamente todo funcionó como era esperado. El “Garbage out” no necesariamente viene del procesamiento que hace una computadora, ya viene de paquete a veces.

Quizás el primer reporte de soporte técnico que me tocó atender en mi vida fue cuando recibí una llamada de una usuaria indicándome que tenía un problema con su información. A veces los usuarios no dicen exactamente lo que están haciendo sino sólo dan una explicación vaga, supongo yo, para no comprometerse demasiado si están haciendo algo mal. “Tengo un problema con mi máquina. Me está borrando todo lo que hice”, comenzó diciendo. Con mi poca experiencia, contesté lo primero que se me vino a la mente: “Interesante”. Dicen que si un conferencista, un médico o un ingeniero de soporte técnico dice frases como “interesante pregunta”, “está raro” o emite sin pensar alguna expresión tipo “wow”, “increíble” o alguna similar, inmediatamente se puede inferir que no tiene la más mínima idea de lo que se le está hablando y hay que preocuparse. Efectivamente, no tenía ni idea de lo que pudiera estar provocando el problema que me estaba describiendo la usuaria. “Mira, yo no doy soporte técnico, soy desarrollador pero ahorita que llegue Adán le digo que te marque”, fue mi excusa para no atender la llamada. “No creo que sea nada difícil”, insistió. Tratando de no quedar mal y teniendo en cuenta de que era nuevo en el trabajo y podía ganar ciertos puntos por ayudar, decidí hacer el intento. “¿Está borrando todo?”, pregunté tratando de disimular el miedo a estar enfrentándome a algo muy serio. “No todo, pero cada que intento hacer algo me borra lo que ya llevaba”, contestó.
-Déjame ver si entendí- dije casi afirmando que no- ¿Te está borrando archivos que ya tenías guardados?
-No los archivos, lo de adentro
-Lo de adentro…- repetí tratando de ganar algo de tiempo mientras pensaba si existía algún virus que borrara información “de adentro”.
-Sí, cada vez que escribo algo se borra lo que ya tenía.
-¿Estás usando el procesador de textos?
-¡Sí!
-¿Tienes algo ya escrito y cuando quieres insertar una palabra entre el texto que ya tenías, esa palabra va reemplazando las letras de las que ya estaban escritas?
-¡Sí!
-Ok, busca en la parte superior derecha de tu teclado una tecla que se llama ‘Insert’. Presiónala una vez y vuelve a intentar escribir.
-¡Brujo!- exclamó en un grito
Después de verificar que todo estaba funcionando bien y que mi solución había sido acertada me dijo “¿Ya ves? Eres bueno en esto. Deberías dedicarte a dar soporte”. No sé si aquello fue una maldición proferida por quien me había llamado “Brujo” a mí, pero desde entonces el soporte técnico ha estado relacionado a mis actividades más de lo que a veces quisiera. Y no todos los problemas se resuelven presionando una tecla.

Por los codos.
Hubo un tiempo en que surgieron muchísimas empresas que se dedicaron a dar servicios de Internet a los usuarios. Espero no recibir muchas burlas sobre lo que voy a decir a continuación pero, en ese entonces contar con un módem de 28.8 Kbps que ocupaba por completo la línea telefónica era todo un lujo. Como ya habrán podido deducir, no había redes inalámbricas comerciales y la forma más común de conectarse a Internet era conectando el cable del teléfono a la entrada RJ-11 del módem de la computadora, abrir el programa de conexión que pedía la cuenta de usuario, la contraseña y el número telefónico del proveedor de Internet (que podía ser marcado ya sea por tonos o por pulsos) y pulsando un botón que normalmente decía “Conectar”. Al hacerlo, una serie de pitidos en diversos tonos, ruidos como de cuando alguien sopla continuamente en un micrófono y otros surgían de la bocina del módem (o de la computadora, dependiendo el modelo). Después de este olvidado ritual, iniciaba la conexión y podía navegarse a una velocidad asombrosamente lenta que hoy no permitiría ni consultar un correo de forma decente.
Pero lo interesante de esa situación era conocer todo lo que había tras de aquel ruido y silbidos emitidos por el módem desde las casas de los usuarios. Obviamente, debía haber todo un sistema de módems en las instalaciones de los proveedores de Internet que contestaban cada una de las llamadas recibidas. Como parte de un equipo de soporte técnico en sitio un día me tocó acudir a una de estas instalaciones y finalmente conocería toda la tecnología empleada para dar servicio al cada vez más creciente número de usuarios de Internet. Lo que me encontré al llegar no fue tan sorprendente, sin embargo. No, al menos, en un sentido positivo. Había cerca de un centenar de módems encimados uno sobre otro, todos conectados a un servidor que hacía la función de conmutador y repartía la carga a cada uno de los dispositivos con los que contaba. Eso no era lo peor. El servidor era una ‘caja blanca’, es decir, un equipo sin marca, que había sido armado simplemente conectando cada componente sin importar si cada uno era compatible con los otros. Los módems, ya viéndolos de cerca, eran una imitación china de una marca comercial y, por comentarios del cliente, le habían costado mucho menos de la mitad que uno original. El sistema operativo en el servidor marcaba varios errores que indicaban que existían varios componentes no reconocidos en el sistema. Lo más agravante del caso era que el sistema de correo electrónico que se ofrecía a los clientes de esa compañía era administrado por un programa que habían bajado de Internet. Y no es que lo que todo lo que se baje de Internet sea malo, sino que el programa de correo electrónico era una copia de evaluación. Lo mismo ocurría con el sistema que administraba el acceso a los usuarios, porque en ese entonces existían planes de conexión por renta (donde el usuario pagaba una cantidad fija independientemente del tiempo que estuviera conectado) y planes de conexión por tiempo (donde el usuario pagaba sólo el tiempo que había estado conectado). Pero el programa que llevaba dicho control de acceso resultó ser también una copia de evaluación.
Para hacer todavía más preocupante la situación, la razón por la que mis compañeros y yo estábamos allí era porque este proveedor de Internet había decidido cambiar su enlace por otro mucho más barato que otra compañía le había ofrecido. Poco o nada habíamos escuchado mis compañeros y yo sobre dicha compañía. Pero según el cliente, era mucho más rápida, más confiable y, sobre todo, más económica. Como puede uno darse cuenta, algo importante para esta persona era ahorrar al grado de tomar decisiones únicamente por precio. No sólo eso, también exigía a sus proveedores (nosotros) como si hubiera pagado un servicio exclusivo y dedicado (cosa que nunca le hubiera pasado por la mente, a menos que fuera más barato que el servicio normal). Estuvimos trabajando horas redireccionando todos los servicios para que apuntaran hacia el nuevo proveedor del enlace, aunque los cambios no iban a reflejarse tan rápido para los usuarios, así que dejamos todo configurado y decidimos regresar al día siguiente para validar que todo funcionara correctamente.
Antes de lo esperado, el cliente ya había llamado a nuestro jefe para quejarse. Nuestro jefe no dejaba de enviarnos mensajes a nuestros localizadores para preguntar qué había pasado. “Quedamos en regresar hoy para validar los cambios”, le dije al reportarme. “Pues está enojadísimo porque dice que todo lo que hicimos no funcionó, que ningún cliente de su servicio de Internet puede navegar y que quiere que se deje funcionando todo como estaba”, fue el comentario de mi jefe. Cuando llegué a las oficinas del cliente mis compañeros ya estaban allí revisando todo. “Todo está bien”, dijeron tras revisar las configuraciones del día anterior. El cliente no dejaba de gritarnos a nuestras espaldas vociferando toda clase de insultos entre los que más resaltaban “incompetentes”, “ineptos” y, por supuesto, “estafadores”. Seguimos revisando por horas, arreglando, desarreglando, probando diferentes opciones. Nada parecía funcionar. No podíamos conectarnos a Internet. Uno de mis compañeros le solicitó al cliente que lo comunicara con el proveedor del enlace para confirmar algunos datos. Sin dejar de proferir insultos, le aventó una tarjeta donde venía el teléfono del proveedor del enlace. Al comunicarse, mi compañero habló largo rato con la gente responsable de darle el servicio al cliente. Todos los datos que teníamos eran correctos, razón por la que todo debía funcionar… excepto por un mínimo detalle. “No hemos recibido el pago por la apertura del servicio”, dijo al otro extremo de la línea telefónica el encargado. “No puedo activar el servicio del enlace hasta que reciba el depósito”, concluyó. Al comentar esto con el cliente, su primera reacción fue preguntar gritando “¿Cómo que no he pagado? Pásamelo”. Mi compañero le dio el teléfono y, poco a poco, vimos cómo su furia iba apagándose hasta convertirse en lo que optimistamente era vergüenza. Escuchamos cómo concluía la conversación diciendo “No recuerdo que en eso hubiéramos quedado pero en un momento te deposito y te mando el comprobante”. Tras girar unas instrucciones más a su secretaria volteó hacia donde nosotros estábamos sin saber qué más revisar. “En un momento me activan el servicio. No se vayan para que verifiquen que todo funcione en cuanto me confirmen la activación”, dijo ya en un tono mucho más relajado. Estuvimos más o menos una hora esperando sin poder reírnos a nuestras anchas porque su oficina estaba demasiado cerca y seguramente se hubiera quejado con nuestro jefe. Finalmente nos anunció que el enlace había sido activado y que empezáramos a probar. Efectivamente, todo funcionó inmediatamente a una velocidad que nunca habíamos visto. Era realmente rápido el acceso estando en sus instalaciones. El cuello de botella seguirían siendo los limitados módems pero aún así creo que el servicio mejoró. Pensamos que ya habíamos cumplido con nuestras actividades pero el cliente nos detuvo antes de poder cantar victoria. “Una última cosa”, me piden instalar este certificado en el sistema de correo electrónico para que la conexión sea segura. Requisitos del nuevo proveedor. Sin dudarlo mucho, instalamos el certificado e inmediatamente recibimos un error. No podía ser cierto, apenas librábamos un obstáculo se nos presentaba otro. “El certificado ha expirado” era el mensaje. Revisamos la caducidad del certificado y la fecha que indicaba el fin de la validez del certificado todavía no había ocurrido. Por un momento, dudamos del mensaje recibido. Pero después reaccioné: la fecha del servidor era incorrecta, estaba atrasada por unos 3 años (lo cual invalidaba el certificado que era por un solo año). Comentamos con el cliente la posibilidad de ajustar el reloj del servidor a la hora correcta pero brincó inmediatamente del susto. “¡No! Si ajustan la hora mis programas de evaluación expirarán”, dijo mientras se lanzaba a alejarnos de la consola. Sistemáticamente, el cliente iba atrasando el reloj del servidor para evitar que llegara la fecha de expiración de sus programas. Por unos momentos no supo qué hacer. Si ajustaba el reloj del servidor sus programas no seguirían funcionando, si no lo ajustaba no podría cumplir con los requerimientos de seguridad del nuevo proveedor, lo que implicaría regresar el enlace al proveedor antiguo. Sin embargo, era demasiado tarde, ya se había peleado con el proveedor anterior y no había forma de que le restauraran el servicio. Tuvo que tomar la dolorosísima decisión de pagar por los programas que estaba usando y evitar que expiraran.
Ya era noche cuando salimos y no habíamos comido todavía. En eso, antes de alcanzar la salida, escuchamos el temible grito de nuestro cliente: “¡Oigan! Esperen”. ´No reaccionamos a tiempo, por un momento quisimos correr y huir de allí pero tal vez el cansancio era tal que no pudimos hacerlo. “¿No han comido verdad?”, preguntó inesperadamente. Pensamos que, después de todo no era tan codo e insensible como aparentaba. Cuando pensamos que iba a invitarnos a algún lugar a cenar, simplemente dijo: “Bueno, ni modo. Gracias” Y regresó al interior de su oficina. Nos quedamos viendo unos a otros pero, lejos de molestarnos, todos soltamos una carcajada que realmente necesitábamos y nos dirigimos a algún lado a devorar la cena.

Sistemas seguros.
Siempre puede uno encontrarse con gente entusiasmada por la seguridad. Generalmente se les encuentra en dos modalidades: 1. los que creen que protegen eficientemente toda su infraestructura y 2. los que creen que pueden vulnerarla. En mi forma de ver las cosas, la única forma de asegurar de forma absoluta algo es dejándolo inservible. Es algo similar a la abstinencia sexual… pero no entraré en más detalles. Para no extenderme más de lo que ya lo he hecho, sólo diré que en una empresa donde yo administraba los servidores y el correo electrónico había una persona que se jactaba de que era tan meticuloso en la forma de resguardar su información que retaba a cualquiera a ‘hackear’ su sistema y robarle su información. No hablábamos de ningún tipo de acceso ilegal que rompiera ‘firewalls’ ni nada similar sino el simple ataque a una computadora en específico. Aceptamos el reto y le dimos todo un día para proteger lo mejor que pudiera su equipo. Por mi parte, comencé a revisar los trucos que había aprendido en un libro de ‘hackeo’ que asumía que el conocimiento adquirido se utilizaría para proteger, no para atacar. Nada más alejado de la verdad en este caso.
Cuando finalmente nuestro experto en seguridad nos indicó que podíamos iniciar con los ataques se desató la lucha. Teníamos un día completo para darle un listado de los archivos que se encontraban en su carpeta de documentos e imprimir el contenido de alguno. Unos intentaron bajar programas de Internet para aprovechar alguna vulnerabilidad, no era factible ya que había activado algunas funciones que “escondían” el equipo de la red aparentando que se encontraba apagado. Atacarlo vía remota no iba a ser una buena alternativa. Un compañero le instaló a escondidas un “Key logger” que es un dispositivo que guarda cada teclazo que el usuario da. De esta forma, podía buscar la secuencia de teclas CTRL-ALT-DEL que se presionan al inicio de la sesión y lo que seguiría a continuación sería su contraseña. Después de un rato de dejar funcionando el curioso dispositivo buscó la tan esperada secuencia de teclas pero nunca apareció. Buscó también si estaba su nombre de usuario registrado pero tampoco lo encontró. No había reglas ni límites para realizar el robo de la información, podíamos usar desde técnicas de fuerza bruta hasta ingeniería social, así que intentamos algo inusual. Pese a que teníamos el control de un sistema que podía reiniciar los equipos, el protector que él había instalado bloqueaba las instrucciones que le envíabamos; decidimos entonces utilizar algo menos ‘geek’. Investigamos cuáles eran los interruptores de energía de su oficina y, aunque sabíamos que íbamos a afectar a más usuarios, bueno, no nos importó. Bajamos el interruptor de los contactos eléctricos de su oficina (y las de otros 20 usuarios) y fuimos a ver cuál era su reacción. Aparte de estar echando pestes todos por que su equipo se había apagado de improviso, casi todos empezaron a salir de sus oficinas y empezaban a platicar. Llamaron a la gente de mantenimiento para revisar el problema y, en lo que esperaban, salieron a ‘estirar las piernas’. Era el momento que todos estábamos esperando. La gente de mantenimiento no tardaría mucho tiempo en darse cuenta que el interruptor estaba desconectado y, al volverlo a conectar, podríamos encender nuevamente su equipo y tendríamos algunos minutos antes de que regresara para intentar entrar al sistema. Íbamos bien armados. Llevábamos un disco de arranque que permite cambiar o eliminar la contraseña de un usuario local y con eso, podríamos intentar firmarnos y adquirir privilegios para obtener la información. Nos escabullimos sigilosamente a su oficina y permanecimos lo más ocultos que podíamos esperando que la energía fuera reconectada. Pasaron algunos minutos pero nada pasaba, todo seguía apagado. No era posible que los de mantenimiento no pudieran subir un interruptor que claramente estaba “botado”. Se nos estaba acabando la paciencia (y el tiempo) cuando repentinamente vimos cómo se encendían algunos dispositivos que estaban conectados. Inmediatamente encendimos la computadora. Con la torpeza que produce la ansiedad, insertamos el disco que nos brindaría el tan anhelado acceso al sistema. “Disco ilegible”, apareció en la pantalla. “¡¿Qué?¡”, dijimos todos a la vez. No era posible. ¿Acaso había instalado también algún sistema que bloqueara el uso de dispositivos de arranque diferentes al disco duro? Lo intentamos varias veces más, siempre con el mismo frustrante resultado: “Disco ilegible”. “Creo que tengo otra copia en mi lugar”, dijo mi compinche. “Corre, ve a traerla”, le dije apurándolo. Mientras esperaba a que regresara crecía mi desesperación porque sabía que nuestra “víctima” no tardaría en regresar y lejos de asombrarse con mi presencia le resultaría yo un blanco fácil de burlas al encontrarme allí escondido y, sobre todo, sin haber podido entrar al sistema. Nada parecía salvarme, mi compañero no regresaba y decidí aparentar que algún progreso tenía para que no resultara tan bochornoso el encuentro con el usuario. Me paré apurádamente y en mi desesperación tiré el teclado. Al levantarlo exclamé “No es posible”. Encendí la máquina, tecleé la contraseña, ingresé a su directorio, lo imprimí. Abrí uno de los archivos más pequeños que encontré e imprimí su contenido, justo antes de que el usuario entrara por la puerta. “Ve a la impresora de enfrente. Se acaba de imprimir el listado de tus archivos y el contenido de el primer archivo que me encontré”, dije con una sonrisa mientras, incrédulo, él se asomaba a su máquina para comprobar que, efectivamente, estaba yo accediendo a su información. En su afán por poner una contraseña demasiado compleja, usó un pedazo de ‘masking tape’ para escribirla y que no se le olvidara, la pegó bajo su teclado y nunca creyó que alguien la encontraría en el plazo estipulado.

Por supuesto, no intenten nada de esto en casa. Esto ha sido realizado por profesionales y ya bastante vergüenza ha sido que le pase a una persona como para que se vuelva a repetir. Hasta la próxima edición… o hackeo.