martes, 25 de octubre de 2011

Cuando sueño contigo

No me ocurre todas las noches pero hay ocasiones en que mi noche se llena con un sueño. Y, a veces, el sueño se vuelve anhelo.

Cuando sueño contigo, tu voz pronuncia palabras que en tu sonrisa puedo interpretar.

Cuando sueño contigo, recuerdo lo que no hemos vivido para no llegarlo a olvidar.

Cuando sueño contigo, mi alma descansa, mi cuerpo se exalta y mi corazón te abraza.

Cuando sueño contigo, mis esperanzas se colman, mis miedos se pierden, mis lágrimas se borran.

Cuando sueño contigo, tu risa me regocija, me sosiega, me levanta.

Cuando sueño contigo, tus brazos me abarcan, me hacen tuyo, nos vuelven uno.

Cuando sueño contigo, tus lágrimas me arrastran, tu llanto me ahoga, tu mirada me salva.

Cuando sueño contigo, la calma me seduce, la serenidad me provoca, el miedo fracasa.

Cuando sueño contigo, la vida se renueva, la belleza aflora, la maldad se sofoca.

Cuando sueño contigo, sabiéndote por siempre ausente, la pesadilla del despertar me destroza.

Y hoy soñé contigo, papá.

martes, 21 de junio de 2011

Pacto de sangre

Escucho en el altavoz las monótonas instrucciones para ajustar mi cinturón de seguridad, las órdenes para poner en posición vertical mi asiento y para colocar la charola de alimentos en su lugar. No necesité acatar una sola de ellas pues alguien más se había hecho cargo ya. Escucho lo que, supongo, son las mismas instrucciones y órdenes pero en un idioma que no comprendo. Supongo, una vez más, que es inglés. Increíble que la monotonía de las palabras sea independiente del idioma en que son pronunciadas. El viaje está por comenzar. Dos emociones surgen de las profundidades de mi ser cuando el avión inicia su lento recorrido hacia la pista: Fascinación y terror. Es mi primer viaje en avión y tengo la curiosidad de saber qué se siente dejar de tocar el piso y de moverse a velocidades enormes por los cielos. Después de un recorrido casi fúnebre, el avión llega a lo que parece ser el inicio de la pista y se detiene por completo. La ansiedad comienza a apoderarse de mí cuando, sin saber por qué, quiero que el avión avance y, al mismo tiempo, imagino que se ha detenido por alguna falla mecánica y entonces deseo que siga sin moverse. Aún no logro decidirme sobre qué opción prefiero cuando una fuerza invisible me arroja repentinamente hacia atrás manteniéndome pegado al respaldo de mi asiento. El avión ha iniciado su carrera a toda velocidad por la pista y se dispone a, lentamente (esa impresión me dio), ir abandonando la seguridad del piso. Conforme vamos ascendiendo, mi estómago se reduce a su mínima expresión pues, en varias ocasiones, siento como si cayéramos al vacío. Mis brazos están tensos y un súbito sudor recorre las palmas de mis manos, quizás otras partes de mi cuerpo también. Recuerdo que las experiencias que he logrado vivir a mis siete años de edad han sido todas con mis pies aferrados a la tierra (lo más que he podido), por lo que puedo decir que la fascinación que sentía acabó justo durante el despegue y sólo ha quedado el terror. Después de un buen rato de sacudidas y de las tan mentadas "turbulencias" (que las asistentes del vuelo insisten en nombrar como "normales"), el avión se ha mantenido estable y he comenzado a tranquilizarme y a pensar que las casi cinco horas que le restan al viaje van a ser poco menos que eternas. Visto el mundo desde donde estoy, desde mi ventanilla, el avión da la impresión de ir avanzando muy despacio. Por cierto, mi nombre es Octavio y, según me han dicho (aunque nadie tenía que aclarármelo), soy un "menor que viaja solo". O al menos así me han identificado a bordo. Supongo que se refieren a que ninguna de las personas con las que comparto el aeroplano es familiar mío. Esa parte es cierta, ni mi madre, ni mi padre, ni ninguna otra persona que yo conozca viaja conmigo. Pero no, lo menos que estoy es solo. Y no lo digo refiriéndome a toda la gente que me acompaña en el avión. Ni siquiera porque la señora gorda con vestido de flores que se encuentra sentada a mi lado haya intentado hacerme la conversación en más de una ocasión. Tampoco lo digo porque la niña que hoy viaja sentada al otro lado del pasillo me haya parecido agradable y que, en un par de ocasiones, me haya lanzado miradas de curiosidad a las que yo respondí con una tímida sonrisa. No, la soledad no me acompaña este día pues su lugar dentro del avión lo ha ocupado el recuerdo silencioso de una de las personas que más quiero en este mundo (y en cualquier otro, supongo). Me refiero al Abuelo, a quien no quiero catalogar como un familiar, ni como un amigo, ni como un compañero, sino como lo que en realidad es: un cómplice. Mi cómplice.

Desde que mi memoria ha podido hacer conscientes los recuerdos que mis neuronas protegen celosamente cerca de algún surco de mi cerebro (creo que lo leí en alguna enciclopedia infantil), el Abuelo ha vivido en la casa de mis padres (en la mía, por supuesto). Desafortunadamente, también desde que recuerdo, el Abuelo se ha mantenido casi inmóvil recostado en una cama en su propia habitación, siendo como un mueble más. Nunca he sabido qué enfermedad es la que lo mantiene postrado todo el tiempo, ni por qué, durante años, todo el mundo lo ha llamado así, Abuelo. Hasta donde tengo entendido, el único social y familiarmente habilitado para llamarlo así soy yo, pues soy, legítimamente (ilegítimamente también), su único nieto. Pero tanto mi madre (hija del Abuelo), mi padre, mis tíos y todos los que hoy sé que pertenecen a la familia, lo llaman Abuelo. Ignoro si este apodo sea de su agrado total pero no puede hacer nada al respecto. Muchos doctores han ido a revisarlo, le han aplicado cientos (tal vez miles) de exámenes y ninguno ha podido aclarar por qué el Abuelo no habla. Unos han tratado de explicar que una parálisis parcial ha afectado su habla, otros lo han atribuido a problemas neurológicos. Nada ha sido concluyente. Pero un hecho contundente es que, desde hace como nueve años, cuando él tenía 65, el Abuelo no volvió a pronunciar palabra. He escuchado versiones familiares que lo atribuyen a que la Abuela, su compañera de toda la vida (a quien no tuve la oportunidad de conocer), dejó este mundo y lo dejó a él también. Desde entonces, dicen quienes parecen saber, él no encontró ya ninguna razón para expresar lo que sentía, lo que quería, lo que pensaba. Simplemente, ya no tenía motivos para hablar. Sea como fuere, su salud fue decayendo con el paso de tiempo. A su mutismo se sumó la falta de apetito, la incapacidad para caminar, la debilidad general de su cuerpo y un aspecto tétrico producido por el creciente hundimiento de sus ojos. No quisiera que él se enterara, pero su cara me daba miedo. Y no son las arrugas que corroen insistentemente su rostro las que me asustaban, sino que, viéndolo con detenimiento, mirando no con los ojos, sino con algo que pudiera llamarse "el espíritu", veía la muerte. No la muerte física, sino una muerte que, mostrándose "de espíritu a espíritu", deja ver sus dientes chuecos en señal de triunfo.

En cuanto a sus cuidados, cada semana lo visita un enfermero que, hábil y cuidadosamente, lo baña sin bajarlo de la cama. Aunque no dice nada, el Abuelo parece disfrutar estos momentos. Cada paso de aquella esponja enjabonada y la sensación refrescante que le produce el agua al retirar suavemente el jabón de su cuerpo marchito, parecen ser los únicos placeres que actualmente puede tener. Como si, al remover mugre y células muertas, su existencia se sintiera también limpia y viva, o, al menos, no tan muerta. Por supuesto, no puede alimentarse solo. Esta capacidad la fue perdiendo poco a poco, conforme yo (en mis primeros años) la adquiría a mi vez, y daba la impresión de que mi madre, habiendo pasado tantas horas alimentándome pacientemente con las papillas envasadas en frascos desinfectados y cerrados al vacío, sólo hubiera tenido que cambiar de boca al dirigir la cuchara una vez que yo aprendí a sostenerla por mí mismo. A veces, algunos han llegado a pensar que su vida se encuentra en un estado casi vegetal, medio respirando, medio alimentándose, medio moviéndose. Pero lo cierto es que su nivel de conciencia es muy elevado, mayor quizás que el de muchos más jóvenes. Con esto quiero decir que el Abuelo entiende todo lo que se le dice, lo que le indican los doctores, lo que le platican sus familiares. Que él conteste u obedezca es totalmente otra historia.

Recuerdo que, un fin de semana, hace unos dos meses, me encontraba viendo un capítulo nuevo de mi programa favorito en la televisión y mis padres decidieron salir para comprar los víveres de la semana al almacén comercial. Aparte de que a mí siempre me han aburrido aquellas salidas, no quería perderme el resto del capítulo nuevo e insistí fervientemente en quedarme en casa. Inesperadamente (nunca pensé que aquello fuera posible), en una situación fuera de lo común, mis padres accedieron a que me quedara "solo" en la casa. Solo, con el Abuelo. Claro, la condición fue que limpiara mi cuarto, hiciera mi tarea y, por supuesto, cuidara del Abuelo. "Si ves que se pone inquieto, me llamas, por favor", me instruyó mi madre. "Y no hagas mucho desorden", ordenó mi padre. Por supuesto, prometí que haría todos aquellos menesteres, juré que no los defraudaría y aseguré que no había nada de qué preocuparse (todo ello, sin apartar por un solo segundo la mirada de la televisión). El caso es que, habiéndome salido con la mía, me quedé frente a la televisión mucho más tiempo después de que el capítulo nuevo hubo terminado. Posiblemente los programas que le siguieron no eran tan de mi agrado pero resultaban lo suficientemente interesantes para mantenerme en una especie de trance televisivo, lo mismo para ver programas infantiles, que para memorizar todos los cortes comerciales. Por insólito que parezca, un grito me tomó por sorpresa. No provenía de la televisión, sino del interior de la casa. Específicamente, de la habitación del Abuelo. Me quedé quieto, rogando silenciosamente que aquello hubiera sido producto de mi muy desarrollada imaginación. Nuevamente, escuché algo que pareció ser una voz, aunque esta vez no pude identificar si se trataba de un grito o un gran suspiro. Me acerqué en silencio, tratando de no ser notado, intentando que aquella voz, aquel suspiro o lo que fuera, no supiera que estaba allí. Conforme la distancia entre la habitación del Abuelo y mi miedo se hacía más pequeña, me di cuenta que aquellos ruidos en realidad eran palabras. Bueno, más que palabras, eran versos. Más que versos, parecía ser una canción. ¡El Abuelo cantaba! ¡Qué digo cantaba! ¡Podía hablar! Debió ser tanto mi asombro, mi emoción que no oculté mi alegría y entré corriendo a su cuarto. "Puedes hablar, Abuelo", dije como notificándole algo que él mismo no supiera, como si no hubiera notado que aquella voz grave le pertenecía. El Abuelo me miró con ojos grandes, más abiertos por sorpresa que por emoción. Guardó silencio un momento, quizás queriendo anticipar más sorpresas. "¿Estás solo?", me preguntó con cierto temor. "Sí, Abuelo. Mis papás fueron de compras", dije todavía emocionado por la repentina mejoría de la que había sido testigo. "¿Cómo lo hiciste, Abuelo? ¿Cómo puedes hablar?", pregunté contento al percatarme de que el solo hecho de oírle pronunciar palabras le daba un rango distinto, lo sacaba de aquella categoría en la que inconscientemente lo había clasificado y lo ponía, súbitamente, en la de "vivo". "Siempre he podido hablar", me dijo con voz áspera pero clara. "Pero desde hace mucho tiempo que nadie escucha mis palabras, tal vez no las dirijo a nadie en realidad", agregó.

—Mi mamá se va a alegrar mucho cuando sepa que…

—No, nadie puede enterarse de que puedo hablar.

—¿Ni mi mamá?

—No

—Pero…

—Desde hace muchos años perdí la ilusión de la plática, la capacidad de la comunicación, la necesidad de expresión. Por una u otra razón, ya nadie me escuchaba. Yo sólo dejé de querer que me escucharan. Porque ¿quién quiere escuchar las palabras necias de un viejo?

—Yo, Abuelo. Yo quiero.

—¡Ja! ¿Tú quieres? ¿Por qué?

—Mmmm. No sé. Me gusta oírte hablar.

Quizás no fue la mejor explicación que uno puede darle a alguien para convencerlo de que interrumpiera su tan prolongado silencio, pero fue lo único que se me ocurrió allí. Él se quedó pensando, meditando mi respuesta, o tal vez la suya, quizás ambas. Posiblemente pensó que, de no acceder, corría el riesgo de que yo revelara su secreto. Aunque, pensándolo bien, ¿quién podría creerle a un niño que siempre había sido acusado de poseer una imaginación caricaturesca? Finalmente, regresando su mirada hacia mis ojos, dijo: Está bien.

—¿Vas a volver a hablar?

—Sí, pero sólo cuando estés tú. A nadie más. Y nadie puede enterarse de que puedo hablar.

—¿Nadie?

—Nadie. Pero no creas que tú no obtendrás nada. A cambio de que tú guardes el secreto yo te contaré un cuento cada vez que nos quedemos solos. Serán cuentos nuevos, cuentos que sólo existen o existirán en mi mente, en mi imaginación.

Yo sabía que el Abuelo había dedicado muchos años de su vida a escribir, a la construcción de historias fantásticas, y me pareció una oportunidad que no podía dejar pasar.

—De acuerdo.

—Ese será nuestro pacto. ¿Podrás respetarlo?

Yo no respondí pero, queriendo reforzar mi compromiso y mi credibilidad, salí corriendo de la habitación por un momento y regresé con una navaja de afeitar, un trozo de algodón y una botellita de alcohol. "Haremos un pacto de sangre", dije. Tomando la navaja de afeitar (previamente desinfectada con alcohol, por supuesto), hice una pequeña incisión en mi muñeca izquierda permitiendo que breves gotas de sangre formaran lentamente un pequeño camino rojo. Repetí la misma operación en la muñeca izquierda del Abuelo y finalmente, para sellar aquel pacto, uní nuestras heridas y, durante algunos pocos segundos, nuestra sangre corrió junta, como una sola. Por un instante, en mi mente se creó la ilusión de que su sangre recorría mis venas y mi sangre recorría las suyas, formando una especie de circuito en donde ambos compartíamos más que tiempo y espacio: compartíamos vida. Posiblemente el Abuelo sintió algo parecido porque, justo en el momento en que nuestras heridas se tocaban y se sanaban mutuamente, él sonrió. Nunca lo había visto sonreír. Nunca hubiera creído que tuviera la capacidad de mostrar el mínimo nivel de felicidad. Tras el compromiso adquirido mediante aquel acto, tomé un trozo de algodón y lo impregné con un poco de alcohol. Cuidadosamente, limpié la sangre, que ya lucía algo seca, y desinfecté ambas heridas. Ninguna de ellas sangraba ya, ninguna dolía, ninguna se veía. Sólo los dos sabíamos que existían, que vivían, que nos unían. Sólo para ambos tenían un significado.

—¿Cuándo será el primer cuento? —pregunté.

—Podría contarte uno ahora mismo, pero temo que lo improvisaría y no sería tan bueno. Ven mañana a verme, cuando no haya nadie. Ya habré inventado algo para entonces.

Y la imaginación del Abuelo resultó mucho más prolífica que la mía. No era caricaturesca como la que a mí me tocó sino llena de emoción, de intriga, de diversión. Desde el momento que escuché el primer cuento quedé prendido a los inventos de su mente, a los delirios de su palabra, al ingenio descubierto en su voz. Esa voz que nadie más escuchaba, que nadie más conocía en esos días, que nadie más disfrutaba, pero que en el hilado de frases me incitaba al llanto, a la risa, a la admiración. Y es que, finalmente, cada historia se convertía en algo agradable, en un nuevo placer. Un placer que sus palabras me provocaban como si deliberadamente me sedujeran, me atraparan, me esclavizaran. ¡Qué no darían mis padres por sentirse absortos en sus pausas, en sus cadencias, en sus formas de narrar! Me sentí privilegiado entre los humanos hasta el grado de sentirme especial, divino, casi inmortal. Y agrego el "casi" sólo porque el Abuelo había dejado claro en una de sus narraciones que la vida es así, finita, fugaz.

Tampoco resultaba posible que el Abuelo y yo platicáramos (o que él me platicara) todos los días. No siempre existía la oportunidad de encontrarnos solos en la casa. Pero el pacto de sangre que habíamos hecho siempre estuvo vigente, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Siempre ha estado vigente. Por mi parte, nunca he mencionado a alguien la capacidad del Abuelo para hablar, por más ilusiones que despierte en mí el hecho de compartir sus cuentos, sus historias, a veces su vida. No, es un pacto de sangre y se debe respetar hasta la muerte, hasta el final. Tampoco él ha fallado en su compromiso: dedica su tiempo, sus horas, sus minutos, su existencia, a crear cada nueva historia. Como si crear una historia nueva fuera su destino, su objetivo, su razón de estar. Hemos llegado al punto en que él tiene ya en mente dos o tres relatos pendientes por contar. Pero sólo me cuenta uno a la vez, como fue nuestro acuerdo, respetando el pacto que ambos llevamos no sólo en la memoria, sino en nuestro cuerpo, en nuestra sangre, en nuestro mismo ser.

Pero eso fue hasta que mis padres decidieron mandarme de vacaciones, a visitar a un tío lejano. Y con "lejano" me refiero a que él vivía en Detroit y nosotros en la Ciudad de México. Aunque también resultaba lejano porque nunca lo había yo conocido, como si no hubiera sido él hijo del Abuelo. Lo único que sabía de él es que vivía en otro país donde hablaban un idioma diferente al mío. No me emocionaba el hecho de salir de la casa y dejar al Abuelo solo, con mis padres. Pero ellos insistieron en que sería una buena oportunidad de conocer a mis primos y tíos extranjeros y de aprender un poco de inglés. Creo que lo único fascinante del viaje era poder regresar a mi casa y contarle al Abuelo todo lo que hubiera visto o aprendido, relatarle cómo los gringos habrían pronunciado mi nombre de forma chistosa o cómo se las ingeniaban para comer sin tortillas. Por supuesto, no es que yo supiera eso por adelantado sino que el propio Abuelo me lo había platicado en alguno de sus cuentos. Yo sólo quería complementar aquella historia y darle mi propia versión, mi propia aportación. En cuanto supe que saldría fui a despedirme del Abuelo. "Sólo serán dos semanas, Abuelo. Eso te dará tiempo para inventar nuevas historias y yo me encargo de platicarte todo lo que vea en Detroit. Le daré tus saludos a mi tío". El Abuelo sonrío con mirada un tanto triste y sólo me dijo "Te espero en dos semanas con nuevas historias". "Mientras tanto, nuestro pacto sigue: no cambia porque yo no esté aquí", le aseguré y el me miró conforme, con orgullo, podría decirse.

Así que aquí estoy, a punto de aterrizar en el Detroit Metro Airport, según avisó el capitán del avión, o al menos eso me dijeron que dijo, porque no entendí más que "Detroit" y "Thank you". En la ventanilla, las casas, carreteras, y uno que otro automóvil comienzan a aparecer debajo de aquellas espesas nubes que mantenían un constante y aburrido paisaje blanco desde hacía ya varios minutos. Siento el descenso del avión directamente en la boca del estómago y, en varias ocasiones, mis pies dejan de tocar el piso dándome la impresión de que sólo porque llevo puesto el cinturón de seguridad no he ido a chocar contra el techo del avión. Sí, lo sé, es otra turbulencia "normal" y por eso entiendo que el miedo a volar de varias personas sea también "normal". Pero pensándolo bien, a mí no me dio miedo el vuelo, lo que me asustó fue el despegue y, ahora, el aterrizaje, donde el piloto, capitán, o chofer, lo que sea, va dando vueltas tan pronunciadas que puedo ver algunos autos al mirar por la ventanilla que se encuentra al otro lado del pasillo, donde la niña agradable lucha por no voltear a ver y, en cambio, fija su mirada en mí. Yo vuelvo a sonreírle y procuro parecer tranquilo, sin miedo, valiente. Por primera vez en todo el vuelo, ella me sonríe también. Es una suerte que con su mirada no logre captar el sudor que nuevamente recorre mis manos y que evidencian mi nerviosismo mientras el avión va acercándose a la pista de aterrizaje. Poco a poco, las figuras que aparecen en la ventanilla van cobrando su tamaño normal y eso me indica que estamos a segundos de tocar el piso. Una fuerte sacudida acompañada de un breve ruido de cosas moviéndose y el leve gritito de la señora gorda de vestido de flores marcan un aterrizaje exitoso. Mientras el avión recorre la pista y se acerca a la sala donde desembarcaremos (¿se dice desembarcar pese a que nos bajamos de un avión, no de un barco?), todos respiramos profundamente ahora, de alivio, aunque (igual, todos) aparentamos que es de cansancio. Una asistente me indica sonriente que debo esperar a que todos los demás bajen. La niña del otro lado del pasillo recibe la misma indicación y ambos esperamos pacientemente. Finalmente, nos indican que podemos salir y nos llevan a donde nuestros familiares nos esperan.

Un hombre que reconozco gracias a las muchas fotos que mis padres me mostraron antes de salir me saluda: "Hi, Octavio". No sé qué contestar pero de mi boca sale espontáneamente un "Hola". Haciendo mucho esfuerzo por recordar las palabras en español, aquel hombre, mi tío, toma una bocanada de aire y me dice: "Me alegro que hayas llegado bien. Me comentaron tus padres que preferían que yo te explicara la situación en cuanto estuvieras aquí. Buscando que tengas un mejor nivel educativo, tus padres decidieron que sería más provechoso para ti estudiar en Estados Unidos. El inglés es muy importante para salir adelante hoy en día y estudiar un par de años aquí te abrirá muchas puertas y te garantizará un mejor futuro. Ellos no quisieron decírtelo allá en México porque sabían lo apegado que eres al Abuelo y no hubieras querido dejarlo. Él se enteró un poco antes que tú, justo cuando saliste rumbo al aeropuerto. Como siempre, no dijo nada, ya sabes que no puede hablar, pero seguro que se entristeció por no verte pronto. No te preocupes, va a estar bien". Repentinamente, mis oídos se ensordecen, mi pensamiento se nubla y sólo quiero gritar. Gritar que nada de esto es justo, que he sido engañado, agredido, ultrajado en mi alma. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Agradecer? ¿Aceptar? ¡Qué demonios! ¡Me separaron del Abuelo! Y no lloro porque yo lo extrañe ya, sino porque sé que su vida acabo justo cuando se enteró que yo me iba. Su única razón de vivir era mantener aquel pacto que habíamos hecho en casa. Él honraba nuestro pacto con cada historia que narraba, con cada cuento que inventaba. Hoy, repentinamente, le han quitado lo único que lo mantiene vivo. Quiero gritar que el Abuelo puede hablar, que me habla a mí, que se mantiene vivo gracias a eso, pero hacerlo violaría nuestro pacto, el pacto que ambos juramos respetar por toda la vida. ¡Abuelo, resiste! ¡Resiste a mi regreso! ¡Eso es lo que quiero gritar como si él pudiera escucharme! Maldigo, lloro, rasguño, pero no rompo el pacto. Mi propia sangre me lo impide. A lo lejos, la niña del avión me observa. Ya no me importa que ella vea mis lágrimas, que vea mi enojo, que escuche mis gritos de dolor. Ya no me importa nada. Sé que el Abuelo tenía cuentos listos para ser contados en su mente, unos 5 o 10 de ellos. Hoy sé que esos 5 o 10 cuentos no podrán ser escuchados porque él también mantendrá el pacto que hicimos, guardará silencio sabiendo que lo único que puede decir debe ser para mí. Y yo sé que él no resistirá, que la tristeza lo abatirá, que no aguantará a mi regreso, y que esos cuentos que hoy sólo existen en su mente se los llevará consigo, a la tumba, al cielo, o quizás a ningún lado.

A la memoria de M. B.

sábado, 11 de junio de 2011

No matarás

Estaba en la sala de su propia casa, de pie, inmóvil. Un hombre yacía muerto frente a él, sobre la alfombra. Augusto no pudo identificar quién era aquel desdichado pero tenía claro que su muerte acababa de ocurrir. Esta certeza la obtuvo de dos fuentes inequívocas: de la sangre que aún corría dispersándose por el resto de la alfombra y del olor a pólvora quemada que emanaba, aparentemente, del arma que Augusto empuñaba en su mano derecha. Con la mirada recorrió lentamente el lugar. Muebles rotos o movidos, cuadros y otros adornos tirados en el piso, papeles, juguetes y otros objetos formando un desorden. Y dentro de todo ese gran desorden, la posición estática de aquel desconocido sin vida, proporcionaba a la escena un cierto toque de calma. Aún no lograba hilar todos los pensamientos que lo invadían cuando escuchó tras de sí unos pasos que parecían querer esconder su sonido. Instintivamente, sujetó aún con más fuerza el revólver y se giró rápidamente alargando el brazo para apuntar hacia donde provenían los pasos. "¿Qué pasó?", dijo una voz infantil. Augusto se esforzó y pudo contener el disparo al reconocer la figura de Pedro, su hijo de ocho años. Después de un enorme suspiro de alivio bajó el arma y trató de que sus latidos y su respiración volvieran a su ritmo normal. Más pensamientos volvieron a agolparse en su cabeza en un intento de descifrar lo que estaba pasando. Intentó concentrarse sujetando su cabeza entre ambas manos pero no logró más que darse cuenta de que el cañón del arma aún estaba caliente. "¿Lo mataste, papá?", preguntó Pedro sin poder creer lo que estaba presenciando. Augusto no supo qué contestar, no sólo por las posibles consecuencias de la respuesta, sino porque, en realidad, no lo recordaba.

Como si el tiempo hubiera quedado detenido precisamente en ese momento, Augusto sintió que todo a su alrededor quedaba inmóvil, en pausa. Trató de recordar cómo había llegado a aquel escenario, cómo el destino lo había puesto ante aquella macabra situación donde la posibilidad de matar a un hombre parecía no haber resultado tan nula como siempre lo aseguró. Paradójicamente, pasaron ante sus ojos diversas escenas de su vida. Recordó, por ejemplo, todas aquellas lecciones en que su religión lo instaba a construir, no a destruir. "No matarás", repitió muchas veces como parte de su aprendizaje, de su entrenamiento, de su fe. El respeto a la vida y al derecho de todos a vivir constituyó un fuerte pilar en su propia existencia. Vinieron a su mente aquellos momentos en que, incluso, decidió volverse vegetariano, no por salud, sino como una forma de limpiar su conciencia ante la matanza de animales, de reafirmar su respeto a la vida, diría él. Luchó activamente contra la pena de muerte y repudió abiertamente a aquellos políticos, funcionarios y comunicadores que llegaban a velar apenas la idea de promover dicho castigo. Incluso temas como el aborto, la eutanasia, la guerra y otros donde la vida pudiera verse amenazada, servían de plataforma para exponer con fervor aquel bien aprendido mandato: "no matarás".

Sí, siempre estuvo en contra de acortar una vida, de arrebatarla, de robarla. No sólo por fe y convicción religiosa, sino por convicción personal también. ¿Qué pasó entonces? ¿Cómo responder a aquella simple (y a la vez compleja) pregunta que hacía ahora su hijo?: "¿Lo mataste, papá?".

Recordó aquella misma sala unos minutos antes. Aún se encontraba todo en su lugar, en impecable orden. Pedro se encontraba en su habitación viendo caricaturas en la televisión y devorando un paquete de frituras. Augusto revisaba en el sofá algunos documentos que daban la impresión de ser recibos y cuentas por pagar. Afuera, en el jardín, todo permanecía en calma. En una extraña e intranquila calma. Notó por debajo de la puerta de entrada una sombra en movimiento. Al principio no pudo determinar si se trataba simplemente de alguna nube que en su paso tapaba momentáneamente la luz del sol. Pensó que quizás se trataba de un gato callejero que estaba en busca de comida y acercaba su nariz a la puerta tratando de localizar con el olfato algún bocadillo. Enseguida notó que ninguna de estas explicaciones era correcta: la perilla de la puerta comenzó a moverse. No esperaba a nadie. Su instinto le advirtió con un torrente de adrenalina corriendo por su cuerpo que algo andaba mal. Sin decir una palabra, soltó descuidadamente los documentos que tenía en las manos, se puso de pie con más rapidez de lo que nunca imaginó que podía moverse y se dirigió hacia su escritorio. Empleando una pequeña llave, abrió uno de los cajones inferiores. Allí estaba el arma que su propia esposa le había regalado años atrás y que había sido, en varias ocasiones, motivo de discusiones, de peleas, de separaciones. Él accedió a conservar aquel revólver siempre con la condición de mantenerlo bajo llave y sin cargar. Quizás en realidad accedió a conservarlo cuando la muerte de su esposa lo motivó a cumplirle un último deseo. Como sea que haya ocurrido, el arma estaba allí pero descargada, justo como Augusto había acordado consigo mismo. Mientras buscaba las balas en otro cajón, deseó que el movimiento en la perilla hubiera cesado, pero al levantar la vista se dio cuenta de que los forcejeos eran ahora más violentos y descarados. Con manos temblorosas, colocó torpemente cada una de las seis balas en la cámara del revólver. No es que pensara usar el mortal artefacto: a lo más serviría para asustar al intruso con sólo mostrarlo o, menos probablemente, se vería obligado a hacer algún disparo al aire para hacerlo huir. Lo que fuera necesario, no para defenderse él, sino para defender a Pedro, a su amado hijo. En caso necesario, ¿sería capaz de matar por defender a su hijo? Esperaba no tener que llegar a decidir. Justo terminaba de armar el revólver cuando el intruso logró romper la cerradura y abrir ruidosamente la puerta. Era un sujeto robusto, de aspecto cruel y rostro desalmado. "¡Alto!", ordenó, casi suplicó, Augusto con voz temblorosa. Aquel invasor, al ver el arma con la que le apuntaba, dudó en seguir avanzando. Pero como si la tan arraigada frase aprendida años atrás ("no matarás") se viera reflejada en la mirada de Augusto, el tipo supo que no corría peligro y, esbozando una ligera sonrisa, se lanzó furiosa y confiadamente hacia él. Había tenido razón: Augusto no pudo disparar. Al recibir el impacto del criminal contra su cuerpo, Augusto cayó de espaldas sobre una pequeña mesa haciéndola añicos instantáneamente. Para su propio asombro, no soltó la pistola y golpeó con ella, usando todas las fuerzas con que disponía, la cabeza de su agresor. Esto lo liberó temporalmente y, apenas pudo levantarse, gritó desesperadamente: "¡Pedro, cierra la puerta de tu habitación y no salgas! ¡No salgas!". Pedro no alcanzó a distinguir la instrucción y asomó la cabeza fuera de su cuarto. "¿Qué pasó?", gritó el niño. "¡Cierra la puerta! ¡Cierra la puerta!", gritó Augusto desgarrándose la voz en su desesperación. Pero un fuerte golpe ahogó su grito y lo lanzó contra la pared, haciendo que varios cuadros cayeran. En una reacción inesperada, Augusto tomó todo lo que tenía a su alcance y comenzó a lanzarlo hacia el agresor. No tuvo suerte. Ninguno de los objetos alcanzó su objetivo. Una alarma comenzó a sonar en una casa vecina, quizás alguien había notado lo ocurrido y trataba de ayudar. Como si aquel salvaje quisiera acabar de una vez por todas con la oposición que estaba encontrando, sacó inesperadamente una pistola que traía oculta en la parte trasera del pantalón y apuntó hacia Augusto. Asustado, sorprendido, Augusto levantó también su arma y la dirigió a su atacante. Entonces se escuchó el disparo.

"¿Lo mataste, papá?", volvió a preguntar Pedro. Augusto levantó la mirada hacia su hijo y trató de encontrar las palabras correctas para explicarle, para justificar sus actos, para convencerlo de que no era un asesino. Sin embargo, Pedro parecía no querer mirarlo, parecía querer ignorarlo. Sin entender qué estaba pasando, Augusto vio cómo su hijo echó a correr y se lanzó con desesperación hacia el cuerpo inerte que yacía en la alfombra. "¡Papá! ¡Papá!", gritó envuelto en lágrimas. Fue en ese momento que Augusto comprendió que había sido su atacante quien había realizado el mortal disparo. ¿Pero cómo? Miró el arma que sostenía en la mano y notó que las seis balas aún se encontraban en la cámara del revólver, sin usar. Lo que antes había creído ser el cañón caliente de su arma era, en realidad, el calor de la bala alojada en su cráneo. Al escuchar la alarma en la casa vecina, el intruso había decidido huir corriendo, cual cobarde era. Augusto echó un último vistazo a su hijo mientras abrazaba llorando su cuerpo sin vida. Pensó que, efectivamente, había cumplido su cometido de proteger a su hijo pero hubiera querido ser capaz, ahora, de responder su pregunta.

viernes, 3 de junio de 2011

Sin todo respeto…

Dicen que en México los caballeros ya no existen. Por supuesto, esto lo dicen las mujeres. Existen, pero no como los de antes, es la respuesta de los varones. Se dice (y esto no sé si lo digan los hombres o las mujeres) que los últimos dos caballeros mexicanos (como los "de antes") existieron en los años cincuentas. Sus nombres (ficticios sólo por cuestión práctica) eran Eulogio Montaño y Manuel Othón. Ambos caballeros habían sido educados bajo las más estrictas normas del respeto, la cortesía, las buenas costumbres y los buenos modales. Don Eulogio, sin embargo, estaba especializado en la vestimenta: su impecable traje de tres piezas era combinado y coordinado hasta el más mínimo detalle con el resto de sus prendas, que podían incluir guantes, sombrero alto (o bajo, dependiendo), bastón, reloj (de bolsillo, por supuesto), zapatos, calcetines y pañuelo, todo muy acorde a la ocasión para la que se hubiera vestido. Don Manuel, por su parte, era ampliamente reconocido por el correcto uso que hacía de las palabras, cómo las entrelazaba ingeniosamente y elaboraba con ellas frases llenas de inteligencia, de coherencia y hasta de pasión. Las mujeres parecían petrificadas al escucharlo hablar, siempre con total propiedad y respeto, enunciando encantos y piropos sin cesar. El poeta caballero lo solían llamar. El caballero poeta, insistía él que lo llamaran, porque para él era importante hablar bien, pero antes que poeta, antes que recitador, era caballero, con toda la honra con que podía y debía serlo.

Como podía esperarse, Don Eulogio y Don Manuel se conocían, y se conocían bastante bien. Desde la infancia fueron amigos entrañables y, conforme fueron creciendo y madurando, fueron depurando aquel bello arte de la caballerosidad. Constantemente tenían discusiones sobre protocolos de etiqueta, de comportamiento, de alimentación, de expresión, siempre con aprendizaje para ambos, con orgullo para todos. En diversas ocasiones fueron requeridos para organizar algún banquete, una que otra premiación, algún homenaje a un distinguido personaje. Sobra decir que siempre dejaron una buena impresión. Aunque, quizás, los invitados más impresionados eran aquellos que visitaban las residencias de tan distinguidos caballeros. Orden, control, ceremonia. Todo cabía en aquellas habitaciones que conformaban su hogar.

Sin embargo, no siempre lograban ponerse de acuerdo en todos los aspectos. A Don Eulogio no le parecía correcto que Don Manuel, empleando su facilidad para encantar damas con sus versos, hubiera alcanzado ya la fama de seductor, de incitador a la pasión, al deseo, al amor. Don Manuel sólo reía al escuchar tales reclamos, respondiendo que simplemente brindaba a aquellas féminas la oportunidad de conocer mejor sus habilidades lingüísticas. En cambio, Don Manuel, lejos de hacer reclamos a Don Eulogio, le gustaba burlarse amablemente de él. "Deberías hacer lo mismo, aunque comprendo tu inapetencia para quitarte la ropa ante una dama, pues seguro te ha llevado todo el día elegir qué vestir", solía decirle con su clásica sonrisa pícara. "Inapetencia me daría volver a vestir a la mayoría de las damas de por aquí, que no logran combinar nada ni usando un solo color", contestaba Don Eulogio sin perder la postura. Al final, ambos reían y permanecían como amigos de tradición y abolengo.

Pero las cosas cambiaron con el paso del tiempo. En una ocasión, teniendo ya más de cuarenta años cada uno, llegó a los oídos de Don Eulogio que Don Manuel había estado seduciendo a una bella jovencita. Esto no causó mayor sorpresa a Don Manuel, quien permaneció inalterable al recibir la noticia. Su rostro, sin embargo, se transformó al enterarse que aquella bella jovencita era su hermana menor. "¿Lucrecia? ¿Mi hermana?", preguntó sabiendo ya la respuesta. Haciendo los arreglos pertinentes en su vestimenta para poder salir a la calle, Don Eulogio recorrió con furia las veinte calles que le separaban de la residencia de su "amigo". Llamó con propiedad a la puerta (dando tres golpes suaves pero firmes) y espero pacientemente a que Don Manuel abriera.

—¿Sí? —preguntó Don Manuel al abrir la puerta y sin dejar de notar la mirada furibunda de Don Eulogio.

—He querido venir a confirmar personalmente la veracidad o falsedad de cierta noticia que ha pasado a ser de mi conocimiento y que te involucra a ti y a Lucrecia, mi hermana.

—¿Y qué noticia es ésa?

—Que tú, abusando de la inocencia de mi pequeña hermana, la has seducido y has estado llevando una relación clandestina con ella.

—Absolutamente falso.

—¿Falso?

—Totalmente. En ningún momento ha sido clandestina nuestra relación.

—¿¡Qué!?

—Y tampoco he abusado de la inocencia de Lucrecia —aclaró Don Manuel— ¡Ella no es nada inocente!

Este último comentario hizo que Don Eulogio casi brincara sobre su interlocutor. Pero, como lo exigen los altos estándares de caballerosidad, guardó la compostura y se contuvo de arrancarle la cabeza.

—¡Eres un desgraciado impertinente! —dijo, por fin, Don Eulogio.

—¿Ah sí? Pues si esa es su opinión, le pido respetuosamente que no ose tutearme nuevamente. Ya no puedo considerarlo mi amigo.

—Pues si esa es su decisión, así será: ¡Es Usted un desgraciado impertinente!

De esta forma, inició la ruptura de aquella amistad tan legendaria, tan respetuosa y formal. Y, pese a que el origen de aquella separación había sido Lucrecia, ésta no dudó, en la primera oportunidad que tuvo, en escaparse con un antiguo novio a un pueblo lejano, dejando abandonados y enemistados a tan ilustres caballeros.

Nunca volvieron a entablar una plática. Nunca volvieron a asistir a una reunión donde supieran que posiblemente estaría el otro. Nunca volvieron a frecuentar los lugares de costumbre para evitar la pena, la amargura de volver a verse. Así transcurrieron los años, en medio de rencores no olvidados, en medio de odios reforzados. Sin embargo, como suele pasar de vez en cuando, el destino suele jugar (jugarnos) algunas bromas. Tanto Don Eulogio como Don Manuel, lucían escasas pero blancas cabelleras, caminaban pesadamente con la ayuda de bastón (ya no por elegancia sino por perseverancia) y las arrugas habían invadido vorazmente sus rostros. Nunca, por otro lado, habían abandonado sus modales, sus costumbres de caballeros que habían subsistido firmes pese al paso batiente de los años. En un inusual paseo (uno desde el parque, el otro hacia él), ambos caballeros se encontraron en la calle frente a frente. Los dos caminaban sobre la acera pegados a la pared de un edificio colonial para cubrirse del sol. Dicta la costumbre que, al encontrarse de frente con otra persona, un caballero debe ceder la acera, es decir, debe alejarse de la pared y dejar pasar al otro, en señal de respeto y admiración. Pero entre estos caballeros, una de las tantas cosas que no existían era el respeto, menos la admiración. Su caballerosidad tampoco les permitía empujar al otro para ganarse violentamente el paso, eso sería deshonroso. Así que allí quedaron, inmóviles, sin apartar la mirada el uno de la del otro, sin avanzar. La gente que presenciaba aquella escena pasaba asustada cediendo inmediatamente la acera, sin pestañear, siguiendo desde lo lejos los acontecimientos aunque no aconteciera nada. Habían pasado ya unos quince minutos y ninguno cedía la acera, ninguno cedía el paso, ninguno podía pasar. Fue entonces que Don Eulogio, ajustándose un poco el sombrero inició la conversación:

—Sepa usted, caballero, que yo no le cedo la acera a ningún estúpido.

Don Manuel, entrecerrando los ojos y con calma inédita, le contestó:

—¡Pues yo sí! —Y le cedió la acera haciéndose a un lado.

Se dice que, al día siguiente, ambos caballeros fallecieron. Uno de vergüenza, el otro de humillación. No se sabe cuál de cuál.

lunes, 30 de mayo de 2011

Ese beso…

El día que Ella apareció fue especialmente difícil para mí. Podría enumerar todas y cada una de las inconveniencias que viví, pero creo que basta mencionar que estaba yo muriendo. Debo admitir que, cuando la vi acercarse, supuse que Ella también quería lastimarme. Y uso el "también" no porque yo quisiera lastimarla a Ella, sino porque otros compañeros suyos me habían propinado ya mucho sufrimiento a mí. Era gracias a ellos que yo agonizaba en esos momentos. Al principio traté de repeler su compañía pero no tenía ya fuerzas con qué luchar, ni motivos para hacerlo. Me encontraba yo tendido en una banqueta, golpeado, maltratado, abatido. Mis ojos deseaban, a manera de consuelo, expulsar alguna lágrima que desahogara mis lamentos. Pero ni para eso alcanzaban mis fuerzas ya. Ella se acercó y con cara de desesperación revisó mis heridas, mis golpes, mis fracturas. Las lágrimas que no podía yo producir las derramó ella en abundancia. No entendí sus palabras, hablaba siempre en un idioma incomprensible para mí, pero sus gestos, sus caricias en mi cabeza, su mirada, me indicaron que, a diferencia de los otros, Ella intentaba ayudarme. Cerré involuntariamente mis ojos y el dolor cesó.

La siguiente vez que mis ojos pudieron abrirse por sí mismos yacía yo en una especie de cama pequeña. La habitación que me albergaba lucía blanca y brillante todo el tiempo, tan brillante que su propia luz lastimaba mis pupilas. Todo parecía poco nítido ante mí, pero para mi sorpresa, una lágrima corrió en cada ojo al tratar de combatir la luz y eso fue suficiente para aclarar mi visión. Estaba solo. No sabía cómo había llegado a aquel lugar ni por cuánto tiempo había estado en él. Lo único que sabía es que no estaba muerto. Y no lo sabía porque fuera yo catador de sensaciones de ultratumba, sino porque conocía perfectamente las sensaciones terrenales: tenía hambre. Hambre y dolor, los únicos indicadores de mi supervivencia. Así estuve un buen rato, inmóvil, pero vivo. Hambriento, pero vivo. Dolorido, pero vivo. Tal vez lo único que no me resultaba tan normal era la parte de la inmovilidad. Pero entonces Ella volvió a aparecer e, instintivamente, todos aquellos síntomas desaparecieron (quizás sólo se hicieron imperceptibles para mí). Comencé a moverme tratando de incorporarme pero ella me detuvo. Aunque no entendí una sola palabra de las muchas que pronunció, entendí que ella no quería que me levantara, sino, por el contrario, deseaba que me quedara recostado. Así lo hice. Yo intenté hablarle, agradecerle, pero de mi boca emanó sólo un fuerte silbido. Estaba muy débil aún. La máxima movilidad me la daba mi visión, que lentamente recorrió mi cuerpo, mostrándome todos aquellos vendajes y tablillas que mantenían rígida cada parte que antes podía flexionar. Ella siguió hablando y hablando, segura de que yo la entendía y, sin embargo, no esperaba mi respuesta. Acarició suavemente mi cabeza y en mis ojos debió haber notado algo porque los suyos se abrieron grandes repentinamente. Salió corriendo de la habitación y, en aquel lenguaje extranjero para mí, pronunció a gritos algunas palabras. No pasó mucho tiempo cuando regresó en compañía de un hombre alto y fornido, quien, con poca delicadeza, revisó mi cara, mis ojos, mis extremidades. Sentí en mi pecho el frío desprendido del aparato que Él colocó para escuchar mis latidos, mi respiración, mis suspiros, quizás mis delirios. En mi costado izquierdo sentí calor, que se tornaba frío inmediatamente. Una especie de líquido comenzó a emerger casi a borbotones. Los tres miramos con ojos enormes, sólo ellos dos hablaban, yo quería gritar. Sentí un pinchazo en la pierna que no me inmutó en lo más mínimo, pero mis ojos desistieron en su esfuerzo de mantenerse abiertos. Otra vez, el dolor cesó.

Fueron varios días de sufrimiento, no sólo para mí: Ella mostraba también un nivel considerable de dolor en su rostro. Un rostro que no se hacía menos bello cuando se llenaba de lágrimas pero que, cuando sonreía, podía iluminar aún más la habitación, el mundo entero. Poco a poco, recuperé la movilidad y comencé a caminar nuevamente. Por supuesto, Ella me acompañó a cada nuevo paso. Incluso comer fue un nuevo aprendizaje para mí. Después de tanto tiempo de sólo ingerir líquidos, aquellos primeros trozos de comida (no sé qué eran) me supieron a gloria. Mi voz cambió, al menos esa impresión me daba al principio, mi propia apariencia se transformó. En algunas épocas, había sido grande y robusto, ahora me sentía pequeño, débil, insignificante. Claro, así me sentía, pero supongo que ésa era la imagen que reflejaba hacia los demás. Y, sin embargo, a los ojos de Ella era yo hermoso, fuerte, triunfador. Claro, no lo decía (al menos yo no lo entendía) pero ésa era la imagen que Ella reflejaba hacia mí. Mientras más me reponía Ella sonreía más y yo me sentía orgulloso de provocar aquella reacción. Feliz. Orgulloso y feliz.

Pero también, mientras me recuperaba, encontraba yo en sus ojos cierta melancolía, algunas gotas de tristeza. No importaba cuánto pudiera yo moverme, gritar, saltar, Ella siempre reía pero, al final, su sonrisa desaparecía sin dejar de mirarme. Era como si supiera que algo estaba por suceder y no pudiera hacer nada al respecto. Yo no sabía nada. Vivía feliz en mi desconocimiento, en mi ignorancia, en sus momentos de innegable felicidad. Quizás su sonrisa llegaba a apagarse por las discusiones que, cada vez más frecuentemente, tenía con aquel hombre robusto que siempre venía a revisarme y me alimentaba. De forma personal, agradecía sus cuidados, sus atenciones, pero no soportaba que se mostrara agresivo con Ella. Aunque no era muy seguido, de vez en cuando las discusiones se tornaban en peleas. Cuánto me habría gustado entender aquello por lo que siempre discutían y, a veces, peleaban. Pero sus actitudes eran inconfundibles: se miraban entre ellos, hablaban fuerte, volvían a mirarse y, repentinamente, sus miradas se fijaban en mí, allí comenzaban los gritos de Él seguidos, casi instantáneamente, por los gritos de Ella. Una ocasión, en mi desesperación, en mi incomodidad al escucharlos gritar, en mi apoyo incondicional hacia Ella, me levanté y le grité a Él. Lo insulté, lo maldije, la disculpé. No creo que hubieran entendido mis palabras pues, al escucharme, Él sólo me señaló con su dedo pero siguió gritándole a Ella, ignorándome por completo. Ella vino hacia mí y me devolvió a mi habitación, hablándome suavemente, con suma ternura, contrastando con los gritos que recién acababa de proferir. Me quedé quieto, sabiendo que eso era lo que ella quería. Ella, al notarme calmado, me dijo algo, varias palabras que, en su estructura, no dijeron nada pero, en su esencia, lo dijeron todo: tenía que tranquilizarme, Ella estaba bien y sólo tenía que arreglar algunas cosas antes de que todo volviera a estar bien para todos. Asentí, como creando un pacto, como aceptando un destino del cual no tenía certeza alguna. Ella, en cambio, sonrió y me abrazó. Sentí sus brazos rodeando mi cuello y permanecí con esa sensación mucho tiempo después de que ella hubo salido de mi habitación.

Yo ya estaba completamente recuperado y salir a pasear en el auto me cayó divinamente. Sentir el aire que se colaba por las ventanas no sólo refrescaba mi rostro sino que purificaba mi espíritu y mi reacción instintiva ante aquella caricia fue abrir grandemente la boca y saborear su suavidad. Tanto Ella como Él rieron al verme desde los asientos delanteros, a grandes carcajadas, sin poder parar. Yo me reí también y, durante todo el camino, no dejé de sonreír contemplando el paisaje campestre. Después de un largo recorrido, llegamos a una casa vieja, algo descuidada, aunque con grandes jardines. Todos bajamos del auto y nos dirigimos a la entrada. Los jardines eran tan bonitos que despertaban en mí ganas de correr por ellos y recorrerlos una y otra vez. El dueño de la casa abrió la puerta y, tras de él, salieron dos pequeños niños corriendo atropelladamente. Todos se veían alegres y contentos, sobre todos ellos, los niños, que no dejaban de verme asombrados. Yo también les sonreí. Ella habló animosamente con el dueño y constantemente fijaba su mirada en mí y me regalaba una que otra caricia, pese al ánimo celoso de Él. Noté, repentinamente, que la atención de todos estaba fija en mí. No entendía la razón, no encontraba los motivos. Yo permanecí firme junto a Ella, sin despegarme, sin abandonarla, sin abandonarme. Entonces Ella, ignorando al resto del grupo, se dirigió a mí. Me miró fija y tiernamente. Sus palabras sonaron en mis oídos una vez más pero no logré entender nada. Sentí su cariñoso abrazo que duró más tiempo que ningún otro que me hubiera dado antes, regresó su mirada a mis ojos y me besó la boca. Yo reaccioné sin importar que Él estuviera allí y devolví el beso usando, quizás inapropiadamente, mi lengua. Ella sonrió y dejó que yo la siguiera besando, prolongando el beso por varios segundos. Algo mágico ocurrió entonces, pues su lenguaje se volvió claro para mí, como si con aquel beso Ella hubiera logrado enseñarme la forma en la que hablaba. Sus palabras cobraron sentido una a una y entendí perfectamente cuando me dijo: "Esta es tu nueva familia, los niños son adorables y te querrán tanto como yo te he querido desde que te encontré lastimado en la calle. Desde ese momento supe que eras especial y te cuidé, te brindé mi hogar mientras pude y, cuando ya no pude, te busqué un nuevo hogar con gente maravillosa. Vendré a verte cada vez que pueda. Te lo prometo. Me hubiera gustado poder tenerte conmigo más tiempo pero no puedo, mi situación no me lo permite. Eres un buen perro, una gran mascota, una excelente compañía. Ahora ve a jugar con los niños, te van a hacer muy feliz y, seguramente, tú a ellos también". Obedecí porque eran los deseos de Ella y nunca dejaría de cumplir su voluntad, así, fielmente. No pude, sin embargo, aullar de tristeza al verla partir, al ver sus ojos humedecerse cuando me lanzó una última mirada.

Desde entonces, he vivido una vida llena de felicidad, de amistad correspondida con mi nueva familia. Y, aunque nunca volví a comprender las palabras de los humanos como lo hice en aquel mágico momento, nunca olvidaré sus palabras, sus cuidados, su ayuda desinteresada. Ese beso que Ella me dio, que yo devolví, que juntos disfrutamos es el mejor recuerdo de mi vida. Porque sí, como cualesquiera otros animales, los perros tenemos recuerdos, sentimientos y voluntad. Lo sé, gracias a Ella.

miércoles, 18 de mayo de 2011

El observador…

Cada mañana Paco se levanta exactamente a las 6:32 de la mañana, justo después de que ha dejado sonar su despertador por cuatro segundos. Este comportamiento más que originado por una superstición o costumbre, está basado en la observación, como él mismo lo ha llamado. Observación que, bajo su propio concepto, consiste en determinar una forma segura de hacer las cosas, de forma consciente y programada, con el único objetivo de poder llevarlas a cabo inconscientemente y sin programas. No era raro, por ejemplo, verlo abotonando y desabotonando su camisa, una y otra vez, de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, usando pulgar e índice, pulgar y medio, pulgar e índice y pulgar, todo para determinar la mejor forma de hacerlo, de abotonar y desabotonar su camisa, y para medir el tiempo que requería para hacerlo. Cuando se convencía de tener el resultado más predecible posible, su mente lo aprobaba, su cuerpo irremediablemente lo aprendía. Despertar a las 6:32 de la mañana no era una cuestión de azar, era el momento preciso en que su cuerpo había mostrado la mayor disposición a salir del ambiente onírico al que su mente lo guiaba cada noche.

Así, una vez levantado, cada mañana estira hacia arriba ambos brazos en un par de ocasiones (había observado que un par era "necesario y suficiente" para deshacerse de la modorra), se calza las sandalias de baño (primero la izquierda, luego la derecha) y se dirige hacia la ducha contando los 20 pasos que lo separan de ella. Meticulosamente, sigue el orden en que lava cada parte de su cuerpo, de forma que no pierde tiempo repasando alguna de ellas por no recordar si ya la había tallado con el jabón. Sale del baño recién duchado y, una vez secado su cuerpo, toma el control remoto y enciende la televisión en el canal de las noticias. Elije siempre el noticiario donde presentan cada noticia y reportaje como si llevaran prisa, pues le conviene enterarse rápido ya que sólo cuenta con 28 minutos para escucharlas (no está en sus planes voltear a ver la imagen), aunque no le gusta mucho el hecho de que su televisor no lo deje programar el apagado automático en ese tiempo y tiene que ajustarlo a 30 minutos. Mientras se entera de los acontecimientos del día anterior, se viste rápidamente con el traje correspondiente al día de la semana, que siempre consiste de un traje de tres piezas, camisa blanca y zapatos negros. La corbata, obviamente, está asociada al traje en turno. El nudo doble ha demostrado ser el más conveniente ya que es fácil de ajustar en caso de ser necesario. No desayuna, al menos no en casa, ya que no está en su lista de tareas el lavado de los trastes y utensilios que pudiera requerir para preparar el desayuno. No importa, lo pedirá por teléfono al llegar a la oficina. Sale del domicilio y, metódicamente, da vuelta a cada una de las cerraduras que resguardan las puertas. Aunque tiene auto, no lo usa pues considera ineficiente y poco predecible la forma en que se consume el combustible pues es dependiente del clima, el tráfico y la forma de manejo. La forma de manejo es controlable, los otros dos no. Se dirige hacia la parada de autobús y espera pacientemente a que llegue el transporte público. Afortunadamente para él, ésta es la primera estación del autobús y siempre logra conseguir un asiento libre. Llega al edificio donde labora y lo hace dentro del rango de tiempo que tiene calculado, entre 19 y 28 minutos, y mentalmente se prepara para subir las 47 escaleras que lo separan del cuarto piso. Tampoco usa los elevadores, no porque los considere ineficientes sino simplemente porque no le gusta compartir los espacios reducidos con mucha gente. Además, no le gusta regresar el saludo a cada persona que encuentra y que, inexplicablemente, se muestra alegre por las mañanas.

Cuando llega al cuarto piso siente que ha entrado en un segundo hogar donde cada situación, en mayor o menor grado, está controlada. Hace una pausa planeada al final de los 47 escalones recién subidos y mira por una de las ventanas interiores del edificio. Hay una especie de patio en el centro del edificio, lo que da la impresión de que el inmueble estuviera hueco. Siempre consideró un desperdicio aquel espacio sin utilizar ya que, por su existencia, debe recorrer gran parte del piso para llegar a su oficina. Es cierto, el único pasillo que existe conecta todas las oficinas y forma una especie de circuito en ese piso. Ese pasillo representa la máxima aberración de su jornada, el más grande insulto a su control e inteligencia puesto que no hay forma de esquivarlo, de brincarlo, sólo de caminarlo. Una vez recuperado el aire tras la subida, lo cual le toma 154 segundos exactamente, gira hacia su derecha e inicia el recorrido por el odiado pasillo. Baja la mirada y la enfoca hacia el piso. "Setenta y cinco baldosas negras", piensa mientras avanza. Se refiere a los cuadrados negros distribuidos a todo lo largo del camino y que forman el decorado del piso, que en su mayoría es blanco. Y efectivamente, son precisamente setenta y cinco cuadrados los que separan a Paco de su oficina. No pierde el tiempo volteando a ver al resto de la gente que va llegando a sus lugares, tampoco le da importancia a las plantas y letreros que pretenden decorar el lugar, su atención está fija en el largo conteo de las aburridas baldosas negras. Ha notado (observado, diría él), que dando zancadas suficientemente largas, podría pisar una baldosa negra con cada paso, sin tocar el espacio blanco. Pero hacerlo así lo forzaría a caminar de forma ridícula, casi impropia. Piensa en la enorme conveniencia que le traería el tener piernas más largas ya que podría, al mismo tiempo, llevar la cuenta de las baldosas como la de sus propios pasos. Se resigna y, con la experiencia que da el conteo diario, recorre (y cuenta) las 75 baldosas con los mismos 98 pasos de costumbre y entra a su oficina.

Con la misma precisión con la que un neurocirujano realiza una operación, Paco coloca su saco en la percha, acomoda el portafolio en su reducido escritorio, enciende la computadora y levanta el auricular del teléfono para pedir su desayuno. Al terminar de marcar, reconoce con agrado la voz de la mujer que todos los días le toma la misma orden, da la impresión de ser una buena persona, agradece y, como siempre, sugiere que no tarden mucho en llevarle su comida. Después de todo esto, revisa su reloj sólo para confirmar que aún está a tiempo para que Don Raymundo, el lustrador de calzado, logre hacer relucir sus zapatos que no han logrado mantenerse limpios durante el trayecto. Don Raymundo, sin embargo, no ha aparecido todavía. Mientras espera, Paco revista la lista de pendientes que preparó el día anterior antes de ir a casa. Debe localizar al responsable de la mesa de ayuda que acaba de asignarle incorrectamente un incidente. Descuelga el teléfono y hace la llamada. Aún está escuchando los tonos de llamada en el teléfono cuando Don Raymundo aparece y, sin decir palabra, se alista para lustrar los zapatos de su cliente. La llamada es contestada del otro lado de la línea y, con la máxima propiedad con que es capaz de comunicarse, Paco le hace saber a su interlocutor que aquello a lo que se ha clasificado como "incidente" no es tal. "Un incidente, de acuerdo a las definiciones de varias metodologías como ITIL, es un evento que no forma parte del desarrollo habitual del servicio y que provoca, o puede provocar, una interrupción o degradación del mismo", comienza diciendo. "Lo que me están solicitando es la asignación de permisos a una cuenta correspondiente a un usuario nuevo, Fernando Salazar, lo cual no representa una posible interrupción o degradación de ningún servicio, es sólo parte de la operación", continuó. Don Raymundo pasa de un zapato a otro y, sin inmutarse por el creciente ánimo en las palabras de Paco, sigue aplicando la cera color negro. "No entiendo cómo alguien que se dedica a esto puede cometer tan brutales errores de clasificación y no puedo quedarme callado ante tal irresponsabilidad", dijo Paco ya algo alterado y sabiéndose poseedor de la razón. "No, escúcheme usted primero. No es la primera vez que esto ocurre. De hecho es la sexta ocasión que algo así pasa en los últimos 23 días y no estoy dispuesto a soportar tanta incompetencia. Así que, siguiendo las reglas establecidas, tendré que reportarlo a sus superiores y demandar una sanción", dijo firmemente aunque se notaba cierto indicio de temblor en su voz. "Por favor, dígame su nombre para poder proceder con el reporte", ordenó y esperó pacientemente la respuesta ya con bolígrafo en mano para anotar. "¿Perdón? ¿Fernando Salazar? ¿Es usted el usuario?", preguntó asombrado. Súbitamente, su sorpresa se transformó en vergüenza. "Lo siento, me confundí. Fue un malentendido. Sí, sí. Claro. Me encargaré de tener listos los permisos que está solicitando en un momento. Sí, perdone la molestia". Para este momento, los zapatos de Paco brillaban como con luz propia, contrastando con la desilusión emanada de la mirada de su dueño. "No puedo creer que me haya equivocado de esta forma", dijo para sí pero sin importarle que Don Raymundo lo escuchara.

Quedó un rato meditabundo y, algunos minutos después, reaccionó ante el ademán de Don Raymundo que, evidentemente, le cobraba la boleada del calzado. Metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón (era allí donde siempre guardaba las monedas) y le pagó al lustrador. Don Raymundo guardó sus cosas y se dispuso a salir, pero justo antes de abrir la puerta de salida, volteó hacia donde estaba Paco y le dijo: "¿Me permite hacerle una observación?". Esta pregunta desconcertó del todo a Paco pues, para él, la observación había sido su especialidad, su modus vivendi, era lo que le había permitido llegar al lugar en el que actualmente se encontraba. ¿Cómo se atrevía alguien a hacerle una observación a él, el observador? Sin embargo, intrigado y lleno de curiosidad ante semejante propuesta, Paco asintió. "Mire, sé que a mucha gente le parece irrelevante lo que hago, pero he desarrollado ciertas habilidades a raíz de mi trabajo. Por el tipo de zapatos que usa una persona puedo descubrir rasgos de su personalidad. ¿Sabía que aquellos que quienes usan zapatos sin agujetas son más directos, menos apegados al orden y más prácticos? Aquellos que prefieren las agujetas tienen personalidades de acuerdo al tipo de nudo que utilizan: sencillo, doble, corto o largo. El color de calcetines y su forma de combinarlos dice mucho también de la gente. Usted tiene un modo directo, frío, calculador. Intenta controlar al mundo a través de su propio control. Pero usted observa una sola cosa a lo largo del día, en cada minuto, en cada segundo: sólo se observa a usted mismo. En contraste, mi trabajo depende de observar más allá de mí mismo, de observar a los demás. Por el tipo de calzado de cada persona identifico a los que dan buenas propinas, a los que les gusta la pulcritud, a los que valoran el trabajo duro. También soy calculador, no se crea, pero lo hago para determinar el número de boleadas que haré en el día, para pronosticar los ingresos que tendré y para aprovechar el tiempo evitando a las personas que, evidentemente, no querrán lustrar sus zapatos en cada día. Ante cada persona, elijo el tema de conversación que emplearé dependiendo de las observaciones que hago a cada momento. Puedo determinar si una persona prefiere una boleada rápida o si debo aparentar tomarme mi tiempo para lograr un mayor brillo. Y, por supuesto, lo he observado a usted. Cada mañana sigue la misma rutina, camina los mismos pasos. Es un cliente predecible y seguro. Lo necesite o no, siempre boleará sus zapatos simplemente porque está dentro de su agenda, de las actividades que le dan seguridad. Eso está bien, pero se lo digo en serio, para ir más allá hay que levantar la mirada y notar lo que hay más allá de nuestro propio ser. No puedo decir que lo conozco simplemente por observarlo, pero sé que si pusiera la suficiente atención notaría que las cosas pueden hacerse mejor de forma diferente. Todas las mañanas, por ejemplo, si después de subir los 47 escalones que lo traen al cuarto piso y después de descansar durante 157 segundos, usted decidiera girar hacia la izquierda y no hacia la derecha, podría notar que, en lugar de 75, tendría que recorrer sólo 33 baldosas negras de aquel pasillo que tanto le disgusta. Acuérdese, es un circuito. Pero hay que voltear, enfocar la mirada en todo lo que nos rodea para poder interactuar de forma eficiente y decidir a dónde queremos ir, dónde queremos estar y con quién. Espero que esto que le digo no lo moleste pues lo hago con buena intención, porque lo he observado". Finalizó su frase con una seña de despedida y salió de la oficina hacia el pasillo. Paco quedó inmóvil y callado. Tal vez pensando, reflexionando, observando. Tras una pausa de varios minutos, tomó el auricular de su teléfono y marcó rápidamente. Esperó a que contestaran y, después de identificarse, dijo: "Señorita, por favor cancele el envío de mi desayuno: hoy iré a su tienda, desayunaré allí y la conoceré a usted".

martes, 10 de mayo de 2011

De esta y otras madres…

Antes de dar inicio a este breviario cultural, quiero aclarar y afirmar solemnemente que lo que a continuación escribo no es, en mayor ni menor parte, invención mía y que lo hago con todo el respeto que las madres me merecen. Como ya mencioné, es un breviario de la cultura latina, al menos mexicana, y que me ha parecido interesante documentar dadas las contradicciones que pueden encontrarse al respecto de tan singular palabra: madre.

Empezando con la palabra en sí, madre es aquella mujer (o hembra en caso de los animales sin habla) que ha concebido al menos un hijo o hija. Madre también es utilizado en mujeres religiosas, también conocidas como monjas, hayan o no concebido hijos.

Sin embargo, madre también puede hacer referencia a cosas. Decir "esa madre" es equivalente a decir "esa cosa" o en tono un poco más despectivo "esa porquería". Una "madrecita" es referida a algo de tamaño minúsculo, insignificante, y generalmente se acompaña de un ademán que consiste en mostrar el pulgar y el índice muy pegados el uno al otro mientras los demás dedos permanecen encogidos. No es importante, es cualquier "madre". Una "madresota", no obstante, es todo lo contrario. Y cuando se quiere hacer referencia a una cantidad abundante, tal vez excesiva, se dice que es un "madral".

Estar "hasta la madre" tiene varias concepciones (usos, digamos). La más común se refiere a un sentimiento de hartazgo, de frustración, pero también denota saturación de trabajo, de actividades. En un sentido similar, un lugar o un camino están "hasta la madre" cuando se encuentran repletos de personas, que normalmente están "hasta la madre", por frustración quizás. Pero también, si una persona ha bebido demasiado alcohol, en cualquiera de sus graduaciones etílicas, y se ha emborrachado, también se dice que se puso "hasta la madre" o "hasta su madre", dependiendo de la cantina. En ocasiones, cuando el borracho tiene que manejar hasta su casa y ésta se encuentra muy lejos se dice también que vive "hasta su madre", o "hasta su puta madre" si es mucho muy lejos.

"No tener madre" significa varias cosas también. Cuando una persona "no tiene madre" es porque se le considera un desgraciado, un patán y desvergonzado. Pero decir que una película, un videojuego, un libro, un auto o cualquier otra cosa "no tiene madre" indica que es muy buena, muy interesante, o es considerada la mejor quizás. De aquí se deriva que, en caso de que la madre no esté del todo ausente, se use la expresión "de poca madre". Se aplica en el mismo sentido que la anterior, para expresar admiración y aprobación por las cosas. "La plática estuvo de poca madre", significa que fue interesante, divertida, amena. A diferencia de "no tener madre", una persona "de poca madre" es una persona agradable, simpática, alegre, interesante (ese amigo es "de poca madre"). Cosa que indica que vale más tener poca que no tener en absoluto. Sin embargo, la expresión "¡qué poca madre!" indica desprecio, resentimiento, rencor, haciendo notar que la persona o personas a las que está dirigida la expresión, en realidad, "no tienen madre". Pero cuando la ausencia está ausente, es decir, cuando sí hay madre, no solo mucha sino toda, surge la expresión "a toda madre". Una persona que es "a toda madre" es aquella que nos ayuda, que nos brinda su apoyo y es agradable, aparte de todo. Pasársela "a toda madre" quiere decir que nos la estamos pasando increíblemente bien, "con madre" dirían en el norte.

Si, por ejemplo, uno revisa el trabajo que hizo un compañero de trabajo y encuentra que todo está mal, que nada checa, que el trabajo es muy malo, se dice que el trabajo está "de la madre". Si un compañero revisa un trabajo nuestro también puede decir lo mismo, así que cuidado. Por cierto, "hijo de su madre" no necesariamente es redundante y tierno, sino, por el contrario, puede corresponder a un insulto que muchas veces va adornado con otras palabras más floridas para aumentar el entusiasmo de la relación.

Los olores y sabores tienen su parte maternal también. Cuando algo huele (o sabe) mal, se dice que huele (o sabe) a "madres". Si un lugar está "hasta la madre" de gente, por ejemplo, seguramente también huele a "madres" después de un rato. Siguiendo con el plural de la palabra, "ni madres" significa que no, una negativa rotunda y firme, que no acepta objeciones. Aunque también es posible escuchar "ni madres" como sinónimo de "nada": No se ve "ni madres", no tiene "ni madres", no sabe "ni madres". Nada. Así que si algo sabe a "madres" puede ser porque quien cocinó no sabía "ni madres" de comida y el comensal puede decir que, definitivamente, no lo comerá. No, "ni madres". "¡Madres!", sin embargo, indica sorpresa generalmente producida por algún golpe, por un accidente, o por alguna situación con estrépito.

Cuando uno se encuentra ante una situación perdida, en que ya no hay mucho o nada qué hacer para hacerla positiva, se dice que es una situación que ya "valió madre", o "valió madres". Al referirse con la misma expresión a una persona, "Juan ya valió madres", se indica que esa persona está jodida, condenada, fregada, casi desahuciada, muerta tal vez. Por otro lado, cuando a alguien no le importa una situación o le importa muy poco, se dice que "le vale madres". Puede ocurrir también, que una persona repentinamente recuerde que debía entregar algún pendiente o hacer algo urgente, al momento de recordarlo es común que su expresión sea "¡en la madre!", lo cual denota desesperación.

"Darle en su madre" a algo significa descomponerlo, romperlo, destruirlo. "Darle en su madre" a alguien quiere decir golpearlo, atacarlo, agredirlo. "Romperle la madre" a algo o a alguien es un equivalente a "darle en su madre". En ocasiones, cuando alguien se entera de que le quieren "romper su madre", consideran conveniente salir corriendo lo más rápido posible, a toda prisa, "hechos la madre". "Madriza" es la golpiza que les dan si no corren tan rápido. Pero "madriza" también se aplica a alguna humillación recibida.

"Madrear" a alguien significa golpearlo o agredirlo. Estar "madreado" se refiere a sentir algún tipo de dolor o inconveniencia física, en caso de las personas. Cuando una cosa está "madreada" significa que está descompuesta o que alguien la descompuso por la mala, a "madrazos", es decir, a golpes. Aunque un "madrazo" también puede referirse a una cantidad importante de dinero que se pagó (le deposité un "madrazo"). Hacer algo rápidamente, como reacción inmediata, quiere decir que se hizo "de madrazo", no necesariamente bien hecho.

"Echar desmadre" equivale a divertirse, a convivir relajadamente, sin muchos límites. "Tener un desmadre" indica tener desorden, poco cuidado, un caos. "Desmadrar" algo significa descomponerlo, "darle en su madre", desarmarlo sin orden.

Y así como éstas, pueden encontrarse muchas más expresiones referidas a la madre, pero el tiempo y mi poca memoria me impiden escribirlas en estos momentos. Así que cuando escuchen aquella famosa frase de que "madre sólo hay una", no le crean ni madres. Si alguien recuerda otras dignas de mencionar por favor anéxenlas en los comentarios.

¡Feliz día a todas las… mamás!

domingo, 24 de abril de 2011

El Avatar…

La vida de Kusanagi había sido afortunada en muchos sentidos. A su corta edad, había tenido la fortuna de visitar lugares, conocidos y desconocidos, había librado épicas luchas donde, gracias a su destreza, surgió como el único sobreviviente. Había sido también parte de varios grupos secretos que buscaban mantenerlo en sus filas pues eso les daba muchas ventajas sobre otros grupos. Pero él sólo elegía estar con uno o con otro según su propia conveniencia. Por eso, no podría decirse que él perteneciera a un bando. No, eso sería demasiado fácil y conformista: el bando le pertenecía a él. No buscaba inclusión, buscaba posesión. En su vasta experiencia la acumulación de bienes de todo tipo había sido parte fundamental de su éxito. Entre más poseyera, más posibilidades de supervivencia tendría. Tener más que los demás le daba fuerza y poder. Pero su físico también resultaba importante. Alto, delgado, fuerte. No buscaba, por extraño que parezca, exhibirse físicamente. Estaba en contra de un cuerpo con demasiados músculos porque, en su opinión, éstos sólo daban la impresión de fanfarronería, no de habilidad en sí. Después de todo, había logrado vencer en diferentes peleas a tipos mucho más grandes, mucho más temibles, con su sola perseverancia. Había aprendido que la apariencia era importante, pero no lo era todo. Tuvo que concentrarse en sus propios puntos fuertes y, sobre todo, en los puntos débiles del adversario. Pero quizás su mayor atributo había sido su versatilidad. Adaptarse a una y otra circunstancia que la vida le ponía en su camino, hasta hacerse flexible y esperar lo inesperado. Eso lo valoraba no sólo él sino todos aquellos que llegaban a conocerlo, sus amigos y, más aún, sus enemigos. Porque, como él mismo había dicho en muchas ocasiones, en este recorrido hay que desconfiar hasta de los amigos. No era para menos, más de una ocasión había sido víctima de traiciones, de amigos cegados por la ambición, por la avaricia, por el poder. No obstante, nunca guardaba rencores, quizás porque él mismo había incurrido miles de veces en las mismas prácticas. No por deslealtad, no por desamor, por sobrevivir, simple y llanamente. Por sobrevivir. Ése era, desde hacía mucho tiempo, su único objetivo. Sobrevivir. Seguir allí, perseverar, alcanzar. Pero, al final, sólo sobrevivir era importante. Era lo único importante. Por supuesto, no todo era malo. Había ganado muchas batallas, el mundo había sido testigo de sus logros. Había acumulado riquezas y tierras. Había sido capaz, incluso, de gozar de aplausos y reconocimientos de aquellos menos pensados. No es que fuera invencible. No, no lo era. Sin embargo aprendía siempre de sus derrotas, las analizaba, las estudiaba, las comprendía, las convertía en sus futuras victorias. Nunca cometía dos veces el mismo error, por muchos errores que cometiera. Desconocidos venían a él en busca de guía, de orientación. Nunca negaba su ayuda a otros, pero siempre guardaba secretos sólo para él. Revelarlo todo lo expondría, lo delataría en muchos casos. De vez en cuando compartía ciertos secretos menores, sólo para medir la habilidad de sus oponentes, para ver qué tan lejos podían llegar teniendo parte de su conocimiento. Mas siempre se arrepintió de divulgar información pues veía cómo otros se fortalecían y trataban de derrumbarlo con lo que él mismo les había enseñado. Ésa era la razón por la cual sus mejores trucos permanecían en el más absoluto secreto, sólo en su mente, en su alma. Y sin embargo, seguía compartiendo información, sólo para que todos supieran que él podía saber más que los demás y sentirse superior. Ser superior. Y lo lograba. Para muchos él era considerado un héroe, un superhéroe quizás. Fuerza, habilidad, velocidad, destreza, poderes sobrenaturales. Kusanagi lo tenía todo. Era, sin duda, el avatar más poderoso que alguien hubiera creado.

Sin embargo, para sorpresa de muchos, tenía una debilidad, una parte misteriosa que buscaba ocultar a toda costa. Poseía, podría decirse así, un alter ego. Un ente oscuro en su ser que, por alguna razón, dominaba su vida. O, al menos, eso parecía. Menospreciando la capacidad de Kusanagi, su alter ego solía exponerlo inútilmente, desafiando su experiencia, su capacidad. La apariencia, ampliamente atesorada y cuidada por Kusanagi no era relevante para su alter ego, no era importante, no era necesaria. Más aún, últimamente su alter ego había descuidado en demasía su propia apariencia, se arreglaba poco y no parecía preocuparle la poca fuerza de su propio cuerpo. Eso no era aceptable para alguien como Kusanagi. Pero tampoco podría decirse que el alter ego fuera una mala persona, después de todo le había hecho compañía en todas y cada una de sus batallas, lo había apoyado en cada misión, lo había ayudado en situaciones dónde, de haber estado solo, no hubiera sobrevivido. Y esa era la parte fundamental de esta simbiosis, la supervivencia. Pero también era un hecho que muchas batallas habían sido perdidas por equivocaciones, por distracciones, por incompetencias del alter ego. De alguna forma, Kusanagi sabía que su poder sería aun mayor sin todas aquellas pifias. Odiaba sentirse controlado, anhelaba dirigir sus propias victorias, deseaba tomar las decisiones de las cuales su supervivencia dependía. No quería ser la consecuencia de las elecciones y dudas de otro. Estaba decidido a crear mundos nuevos y mejores. Y eso sólo podría ocurrir si se deshiciera de todo aquello que lo frenaba. Ésa había sido, sin duda alguna, su primera decisión. Continuar. Sobrevivir, pero ahora por su propia cuenta. Sin grupos, sin fallas, sin alter ego. Después de todo, era él el único que arriesgaba algo en todo este juego. Nadie más. Ni siquiera el alter ego, por muy leal que siempre le hubiera sido. Fue entonces que su plan comenzó. Era necesario ir tomando el control poco a poco, sin que su alter ego sospechara. Así, durante la batalla, fallaba uno que otro golpe, saboteaba alguna estrategia cuidadosamente planeada. Por supuesto, procuraba siempre sobrevivir. Esa parte no había cambiado. Ante todo, su permanencia en el juego seguía siendo esencial. De vez en cuando, erraba la recolección de bienes, conducía en direcciones diferentes a las ordenadas por su alter ego, tocaba mal una que otra nota musical. Todo tenía la intención de la frustración, de la desesperación, del descontrol. Sí, el descontrol era su objetivo. El descontrol total. Pero el alter ego parecía no reaccionar de acuerdo a lo que Kusanagi deseaba. Sin duda, se molestaba, maldecía, vociferaba. Pero el único resultado era el repetido cambio de controles, el ajuste de la pantalla, la recalibración de los dispositivos adicionales. Llegó incluso a probar batallas usando nuevos aparatos, en diferentes habitaciones, con diferentes personas. Esto, sin embargo, no iba a detener a Kusanagi. Después de todo, una de sus principales cualidades era la perseverancia, la repetición, el nunca sentirse derrotado. Se mantuvo firme en su plan, sabiendo que tarde o temprano conseguiría lo que tanto buscaba. Siempre había sido así. A cada día, a cada momento, su alter ego mostraba nuevos signos de desesperación, de frustración, de molestia. El plan empezaba a funcionar. Modificó diferentes cualidades en Kusanagi, su vestimenta, su velocidad, su apariencia. Esto definitivamente iba más allá de lo que cualquiera podría tolerar. Kusanagi, sin embargo, seguiría adelante, aun sabiendo que todo esto tendría una afectación directa en su propia reputación. Ya no sería ni el más poderoso, ni el número uno por algún tiempo. Por algún tiempo. Eso solía pensar, que todo el asunto era una cosa temporal. Difícil, humillante, pero pasajero. Poco a poco, el alter ego iba perdiendo control de Kusanagi. La frustración, la desesperación, el desconcierto hicieron del alter ego una presa fácil. Partida tras partida, ocurrió. Kusanagi había tomado el control, más bien, había arrebatado el control al alter ego. Y lo que era mejor, su alter ego ya no estaba interesado en seguir siendo parte de aquella burla, de aquel juego alterno. Y entonces, cuando el alter ego hubo rendido todos sus esfuerzos y Kusanagi estaba listo para tomar el control total, el plan tuvo un desenlace inesperado. Las fuerzas comenzaron a huir de Kusanagi, todas aquellas posesiones que aún conservaba desaparecieron de sus manos en cosa de segundos, sus territorios quedaron llenos de un vacío ensordecedor. Él mismo se desvanecía, literalmente. Tuvo, sin embargo, la claridad mental para reconocer, tal vez demasiado tarde, que el hecho de no notar las cuerdas, no implicaba que no fuera un títere. Con alta resolución gráfica, con control alámbrico o inalámbrico, en localidades virtuales, con efectos y habilidades especiales, pero títere a final de cuentas. Así se sintió, libre, sin cuerdas, pero al mismo tiempo abandonado, traicionado, cuando escuchó a su alter ego gritar mientras terminaba de borrar al avatar: "¡Kusanagi ha muerto! ¡Viva Kusanagi2!".

sábado, 16 de abril de 2011

Yo tenía razón…

Te lo digo, no era poca cosa. Tenía harto a los vecinos pero, sobre todo, a mí. Esa cosa nos enloquecía cada noche y, lo peor, nadie podía hacer nada. Ni siquiera yo. No, ni siquiera yo. A mí me gustaría saber más de esas cosas pero nunca tuve la oportunidad de aprenderlas. Más café, por favor, señorita. ¿Tú quieres más descafeinado? Uno americano y otro descafeinado, por favor. Sí, te digo que esas cosas me hubiera gustado aprenderlas pero no eran lo mío. ¡Qué no hubiera dado yo por saber cómo arreglar la condenada alarma! Sí, ya sabes. Esa alarma era una porquería. Más valdría el carro si no la tuviera. Piénsalo un poco. ¿De qué sirve una alarma que se enciende sola? Gracias, señorita. ¿Le encargo un poco de crema? Gracias. No es que se encendiera sólo en ciertos momentos. El problema eran los momentos en que se encendía. Las veces que mejor me iba era cuando se encendía una sola vez en la madrugada. Sí, cuando molestaba al resto del edificio sólo una vez. Dicen que se activaba por el cambio de temperatura en el ambiente. Eso tenía el descaro de hacer la estúpida. Quejarse de los cambios de temperatura. Pero eso era cuando la cosa iba bien. Hubo un día en que se activó tantas veces hasta que el aburrimiento de apagarla me hizo ignorarla. La dejé sonando y sonando. Bueno, tiene un sistema donde lo más que dura sonando son treinta segundos, se detiene un rato y después, como si la temperatura cambiara a cada instante, se vuelve a encender una y otra vez. Una pesadilla. ¡Qué digo una pesadilla! ¡Nadie podía dormir! ¿Sabes quién era yo en el edificio? ¿Sabes cómo me llamaban todos allí? El vecino de la alarma. Ese era yo. No el del 204 o el del carro gris. No. El vecino de la alarma. De vergüenza, verdaderamente. No, más que vergüenza, de humillación. Y no digo que los vecinos me humillaran, era la alarma que se activaba sola, o por la temperatura, por estúpida simplemente. Y no es que nunca hubiera hecho nada para arreglarlo. Siete veces. Siete ¿sabes? En siete ocasiones diferentes, en siete talleres diferentes revisaron la bendita falla de la alarma. Las mismas siete veces que me aseguraron que no volvería a pasar, que no volvería a sonar como poseída. Las mismas siete veces que se equivocaron, que me engañaron. Supongo que algo hacían, te lo digo en serio. Tú me conoces, no soy de los que desprecian el trabajo de otros sólo porque no lograron los resultados. El esfuerzo siempre es apreciado, al menos por mí. Pero eso no justifica que traten de engañarme. Sí, así como te lo cuento. Me decían que habían localizado la falla, que habían cambiado este y aquel sensor. Que habían tenido que reprogramar la lógica de no sé qué parte de la famosa computadora. Yo sólo querían que la hicieran callar. Pero hasta eso era imposible, me dijeron. Imposible, esa fue la palabra que usaron. También sabes que no me gusta desconfiar de las personas si no tengo un motivo para hacerlo. Sí, me conoces bien. Pero aceptar ciegamente que algo es imposible es algo que no puedo, no, no, no, que no quiero hacer. Y es que cuando me dijeron que desconectar el sistema dejaría, por seguridad, inservible el auto, fue algo que no me puedo creer ni yo. Y tú sabes lo crédulo que puedo ser a veces, muchas veces. Pero no para esto, no para este tipo de cosas. ¿Sabes la cara de estúpido que tenía que poner al tratar de dar esta explicación a los vecinos? ¿Sabes el ridículo que me hacía pasar la tonta explicación? "No puedo apagar la alarma porque hacerlo dejaría inservible el auto, por seguridad". ¡Pamplinas! Después de decir tan tremenda estupidez tenía ganas de castigarme a mí mismo, como si fuera el autor de la frasecita. Como si supiera lo que estaba explicando. No sabía si salir corriendo a pedir confesión a algún cura o torturarme lentamente escuchando la insoportable alarma. Sí, tienes razón, lo segundo ya lo hacía cada noche. La confesión… bueno, esa sigue esperando. ¿Pero sabes qué fue lo peor? Cuando una vecina me encaró, cuando tuvo el valor de acercarse. Bueno, más que el valor fue la desesperación, supongo, la que la motivó a acercarse a mí. "¿Podría no activar su alarma, por favor? No me deja dormir", me dijo. Con esas palabras. ¡Como si no quisiera yo mismo acabar con tal tormento! ¡Como si me pareciera gracioso o divertido que sonara cada madrugada y despertara a medio mundo! En otras épocas, tienes razón, pero no ahora. Casi exploto cuando me hizo la petición pero me controlé. Tú tienes mucha más paciencia que yo pero sabes cómo me pongo cuando alguien me aborda así, con incoherencias y necedades. Pero esta vez esperé y logré calmarme. Pero luego ella misma me dio la clave, la solución a todo. "Podría dejarlo abierto, sin alarma. Aquí no podría robárselo nadie, hay vigilante y todos podríamos dormir", fue su comentario. No, por supuesto que no iba a dejarlo abierto, pero eso me hizo pensar. Como te dije, no soporto a la gente que dice que algo es imposible, simplemente no la tolero. ¿Sabes por qué? Porque quienes no ven la solución a los problemas difíciles son quienes no tienen una verdadera motivación para resolverlos. Un poco más de café, señorita. ¿Más para ti? ¿No? Sólo un americano, por favor. "Nadie podría robárselo", dijo la vecina. Y eso me llevó a pensar como ladrón. Como alguien que quisiera robarse el dichoso carro. Sí, sé que no es la gran cosa pero hoy se roban de todo sin importar si vale la pena o no. Pero déjame explicarte. ¿Qué pasaría si alguien realmente quisiera robarse el auto? ¿Podría hacerlo sin activar la alarma? Si se activaba hasta porque la cucaracha pasaba muy cerca. Pero ninguno de los que había revisado el carro, ninguno de aquellos siete charlatanes había tenido un real interés de que aquello funcionara. Sólo veían en mí a un tipo con un problema que no era suyo y era trabajo de ellos hacerme creer que así seguiría siendo siempre. Pero yo voy más allá, no tengo que darte más detalles a ti. Yo sabía que si encontraba a alguien con un motivo real él podría demostrar que yo tenía razón. Que las cosas no son imposibles sobre todo cuando algún fulano en otra parte del mundo diseñó aquella porquería. Que no me vengan con que aquello era inamovible, que era imposible. ¿Qué hice? Te lo diré. Salí a la calle y me puse a investigar quién tenía fama de ladrón, de robacoches. No fue una tarea fácil. Gracias, señorita. No olvide la crema, por favor. No, no fue fácil. Me tomó un par de semanas dar con el tipo adecuado. Una joyita. Aquel vago no creía lo que le estaba pidiendo. Me miraba de arriba abajo como tratando de descifrar qué estaba mal en mí, qué me fallaba. En fin, que le di todos los datos. Sabía dónde encontrarme. Y yo sabía que, tarde o temprano, lo haría. Lo juro, estaba completamente seguro de que lo haría. Por eso hoy estoy aquí, feliz, disfrutando mi desayuno contigo. Porque sabía que tenía razón. Esta noche, esta madrugada dormí profundamente. Todos los vecinos lo hicieron. Por primera vez en no sé cuantas semanas, tal vez meses, pudimos dormir sin interrupciones, sin enojos, sin alarma. Yo tenía razón. Hoy por la mañana era yo una persona diferente para los vecinos. Ya no era "el de la alarma", sino uno más de ellos a quien podían saludar con una sonrisa. ¿Sabes lo que es eso después de ser el malo de la película por tanto tiempo? ¡Es la gloria! Es volver a sentirse seguro de uno mismo. Es volver a vivir. No creas que exagero, así me siento ahora mismo. La cuenta por favor, señorita. Tener razón te hace sentir invencible, con un poder indescriptible. Perdón, ¿querías algo más de café? Bueno. Pero esa sensación de tranquilidad que te da el saberte en lo correcto es indescriptible. De haber sabido la respuesta desde el principio, lo habría hecho sin dudar. Pero mira cómo son las cosas. Gracias, señorita. El caso es que estoy feliz, contento como pocas veces en mi vida. Pero tengo que dejarte ahora. Hoy no quiero que nada ni nadie interrumpa mi felicidad. Y no quiero llegar tarde. Debo ir al ministerio público a levantar el acta por el robo del auto. Nos vemos luego. ¿Lo ves? ¡Yo tenía razón!

miércoles, 30 de marzo de 2011

Café cargado de recuerdos…

Hoy no he querido cenar. Mi apetito se interrumpe cuando mi mente intenta procesar tantas noticias, tantos deberes, tantos sentires. El calor, sin embargo, despierta mi sed y provoca que me sienta inquieto. A mi mente llega el comentario de Luis que, apenas en la tarde, había expresado: "Mi suegro, que vive en Veracruz, se quita el calor tomando café. Y sí funciona". No es que tuviera muchas ganas de probar aquella teoría de que el calor con calor se combate, pero no pude resistir el impulso de prepararme una taza. Mientras lo hago, en mi mente aparecen varios rostros. Unos me indican que tal vez caliento demasiada agua, otros me hacen pensar que es demasiado poca. Pruebo el café sintiendo cuidadosamente su temperatura y recibo la primera dosis de cafeína. "Muy cargado", pienso al principio. "No, está perfecto", corrijo enseguida y disfruto el pequeño sorbo que cubre con su sabor mi boca. "A ella le gusta cargado también", recuerdo mientras en mi mente se fija la imagen de una sola persona. "Pero ella lo toma dulce y con crema", pienso mientras mi boca dibuja una sonrisa espontánea. Así lo había comprobado la última vez que me permitió preparar su bebida cuyo sabor mereció amplios halagos cuando ella la bebía. No sé si realmente le agradó el café pero a mí me encantó su rostro al degustarlo. Ahora me encantaba al recordarlo.

Sin notar la transición, mi mente visitó aquella mesa donde varias veces platicamos, donde tantas veces nos miramos, donde tantas veces nuestros labios se humedecieron al deleitarse con aquello que recuerdo como café pero que muy probablemente haya sido algo más. Veo, sin embargo, con suma claridad mi propia sonrisa, reflejo inequívoco de mi saciedad. Y es que en esos momentos no deseo nada más. Acaso, tiempo, más tiempo. O quizás, por el contrario, que no hubiera tiempo que contar. A cada sorbo, noto más claramente el fondo de aquella taza cuya temperatura empieza a bajar, contrastando con la nuestra, que no deja de aumentar. Después la mesa, quizás sólo mi mente, nos transporta a otro lugar, a viejas pláticas, a otra realidad. El sabor del café se transforma sin perder su intensidad. Hace frío pero el calor de aquel pocillo reconforta con placer mis manos que no se apartan de él. Nuevamente está su mirada, su sonrisa, su gracia al beber. Inesperadamente, ella se levanta y se va; yo, sin poder moverme, lamento su voluntad. Ante su ausencia, mis músculos se contraen violentamente y, ante quienes miran, mi cuerpo muestra escalofríos fingidos. Quiero tenerla, que regrese inmediatamente. El café se vuelve más amargo cuando no está. Ella regresa, muchas veces. A veces contenta, a veces indiferente. La vez en que más recuerdo su regreso fue cuando, enojada, me pidió que me marchara. Sin aparente motivo, sin ninguna razón. Sin terminar mi café. Todo volvió a cambiar: la temperatura, la intensidad, el sabor. Sobre todo el sabor. Como si lo salado de las lágrimas pudieran haberse combinado con lo amargo del café. Quise romper aquel vaso que lo contenía, hacer añicos la intención de seguir bebiendo. Me puse de pie e intenté terminar con aquellos impulsos. Bebí hasta el final aquella bebida triste. Al menos eso acabaría con ella, al menos eso me haría olvidar. O, por lo menos, no recordar. Cerré los ojos mientras tragaba a fuerzas cada gota, como si al no ver lo que tomaba, no sintiera su sabor. Pero al abrir nuevamente los ojos todo se había transformado frente a mí. No supe cómo, no supe cuándo, pero el café había vuelto a aparecer, como si nunca se hubiera ido. Ella también. Su sonrisa provocó la mía. Su mirada endulzó mi café. Nuevamente platicamos y reímos. Nuevamente disfrutamos el café. Ahora era su risa la que predominaba, la que llenaba mi ser. Sin usar un solo grano de azúcar, su presencia endulzó mi vida. Volvimos y nos sentamos a la mesa, a disfrutar de todo aquel placer producido, no por el café, sino por nuestros propios sueños.

Di el último trago, el calor había desaparecido. La teoría, sin intención de comprobarse, había sido comprobada. El calor con calor se combate. No porque el calor ya no exista, sino porque el cuerpo lo ha asimilado. Pero sigue allí, como la pasión, como el amor. Latente. Sin irse, aunque parezca ausente. Igual pasa con los recuerdos que pasan por mi mente al beber café. Quizás los aparte de mi mente, no los puedo apartar de mi café.

lunes, 21 de marzo de 2011

Primavera

"¿Qué se celebra el 21 de marzo, papá?", fue la inocente pregunta de mi hermano hace ya varios años. Siendo él todavía un niño, tenía razón en preguntar: algo importante debía ocurrir para no tener que ir a la escuela al día siguiente. "Pues es el día en que inicia la primavera", contestó aún más inocentemente mi padre sin dejar de cortar la carne que conformaba su cena. "¡Aaaahhh!", fue la exclamación que todos esperábamos de mi hermano al encontrar respuesta a su duda. Aparentemente, la noche transcurriría sin mayores incidentes y todos nos dedicaríamos a ver las tan clásicas series de televisión para pasar un rato en familia. "¿En primavera llegan los marcianos?", preguntó de repente mi hermano. "No seas tonto, los marcianos no existen", me apresuré a decir en cumplimiento de mi deber como hermano mayor. "¡Dijeron en la tele!", replicó inmediatamente. "¿Verdad que no es cierto, mamá?", pregunté más queriendo tener la razón que queriendo saber la verdad. Mi papá soltó una pequeña risa tratando inútilmente de que no se notara y miró pícaramente a mi madre intrigado por saber cuál sería su respuesta. "¿Dijeron en la tele que venían los marcianos?", preguntó mi madre mirando tiernamente a mi hermano. La sonrisa de ella contrastaba con el enojo de él al sentirse desafiado por mí. "¡Dijeron que el año pasado las personas vieron OVNIs en las pirámides cuando fue primavera!", dijo con voz fuerte y segura mi hermano tratando de dar validez a su comentario. "¿Cuáles pirámides?", pregunté yo, sin tener idea de qué estaba hablando y desacreditándolo inmediatamente con mi pregunta. "Bueno, a veces la gente cree ver cosas que no existen", contestó tranquilamente mi mamá. "¿Cuáles pirámides?", volví a preguntar. "¡Yo los vi! ¡Los pasaron en la tele! ¡Eran dos, uno blanco y otro negro!", gritó mi hermano. Mi madre guardó silencio y sólo lanzó una mirada a mi padre que él inmediatamente interpretó: era su turno de intervenir y contestar. Haciendo a un lado su plato, puso los codos sobre la mesa y, asumiendo posición de quien trata de dar una explicación clara, entrelazó los dedos de ambas manos frente a su cara. "En Primavera mucha gente va a las pirámides, que son construcciones enormes muy antiguas, se suben a ellas y reciben la energía del Sol para recargar energías. Dicen que la forma de las pirámides ayuda a concentrar la energía en ciertos puntos y muchos esperan que esa energía los ayude a sentirse mejor, a tener más fuerzas y un mayor optimismo. Es gracias a esa energía que las plantas florecen y todo se ve más bello", fue su discurso tratando, infructuosamente, de que cesaran las preguntas. "¿Y los marcianos?", pregunté ahora yo. "Los marcianos no existen", dijo secamente. "¡Quiero ir a las pirámides!", dijo emocionado mi hermano. "¡Yo también!", respondí casi gritando inmediatamente. No entendía que era eso de "recargar energías", pero definitivamente era una buena oportunidad de ir a ver a los marcianos, aunque pensara que no existían. Y en el muy remoto caso que existieran, sabía que los OVNIs negros serían mis favoritos. Comenzó entonces la discusión entre mis padres de si en Primavera iba mucha gente, que el calor era insoportable, que la experiencia sería buena para todos y que, finalmente, tenía mucho que no salíamos de paseo. No es que mi madre ganara todas las discusiones, era sólo que nunca podíamos recordar cuando mi padre lo hacía. Y, siendo ella la que apoyaba la idea de visitar las pirámides, estaba todo dicho: el próximo 21 de marzo iríamos a Teotihuacán a visitar las pirámides, recargar energías y, de paso, buscar OVNIs.

No entendí aquello de la pureza cuando mi madre nos obligó, a mi hermano y a mí, a vestirnos con ropa blanca justo el día en que salíamos a las pirámides. A mí no me gustaba aquel pantalón que utilizaba en las ceremonias de la escuela porque tenía uno de los bolsillos rotos y, en mi distracción y olvido, siempre sentía cómo las monedas destinadas a comprar mi almuerzo recorrían mi pierna en su frío recorrido hacia abajo. Lo que sí me gustó fue el poder usar aquella gorra de beisbolista que casi nunca tenía oportunidad de lucir. Era de los Dodgers de Los Ángeles y me hacía sentir como si, al mirarme, la gente pudiera reconocer a una futura estrella del juego de pelota, así nada más, sólo con verme. Mi hermano parecía menos emocionado: habiéndonos levantado tan de madrugada aquel día, su trabajo consistió en mantenerse de pie mientras llegábamos al coche. Pero del sueño pasamos a la pesadilla. Una fila interminable de autos buscaba llegar a las tan famosas pirámides. No sé cuánto tiempo pasamos formados. Avanzábamos tan lentamente que, más de una ocasión, pensé que la primavera, la energía y los marcianos se habrían ido para cuando nosotros llegáramos. Ni siquiera estaba seguro de que las pirámides siguieran allí al arribar. En mi esperanza de niño, soñaba con que aquel día, y ante los ojos de todos, llegara alguna nave espacial (blanca o negra, no importaba) y secuestrara con un inmenso rayo succionador la pirámide más alta. Pero eso sólo lo sabría al llegar. Cosa que no ocurrió después de varias vueltas en el auto buscando lugar de estacionamiento.

Efectivamente, el calor era insoportable, la cantidad de gente era impresionante, la presencia de las pirámides impresionante y la ausencia de los OVNIs frustrante. Recorrimos lentamente el sitio arqueológico, no tanto por detenernos a admirarlo sino porque, gracias a la marea blanca formada por la muchedumbre, no podíamos avanzar más aprisa. Ansiaba llegar rápidamente a la cima de aquella lejana pirámide, recargar las famosas energías, mentarle su madre a los inexistentes marcianos y largarnos inmediatamente a descansar. Se dice fácil pero, a cada paso que dábamos, la pirámide parecía aumentar de tamaño, el camino se hacía más largo y el calor era incesante. Finalmente nos encontramos justo en la base de la pirámide del Sol. Viendo hacia la cima de tan colosal estructura, me di cuenta de que el trayecto difícil estaba apenas por comenzar. Aun así, pensé que podría resultar divertido. A los primeros treinta escalones deseché cualquier intento por divertirme. Me concentré sólo en subir esquivando a quienes, agotados por el insaciable Sol (que se suponía estaba encargado de dar energía), se quedaban descansando a mitad del ascenso. Todo sudoroso, vi con alegría el último tramo de escalones y, entonces sí, la energía volvió a mí y apresuré el paso para llegar al lugar prometido. Lo que vi allí me impresionó: No había nada. La tan prometida "energía" no se veía en ningún lado. Sólo gente mirando. Hacia arriba o hacia abajo, pero sólo mirando. Algunos alzaban los brazos como buscando alcanzar o recibir la energía de algún modo. Otros, con ambas rodillas en tierra, agachaban la cabeza como si fueran a recibir algún nombramiento real. Algunos más sólo cerraban los ojos tratando de sentir el momento justo de recibir la fuerza. Siendo un tanto escéptico, sin conocer el objetivo de todo aquello, decidí tomar una posición imparcial: puse una rodilla en tierra, cerré los ojos, alcé los brazos, abrí la boca, mantuve la cabeza derecha y apreté los puños en mi propia versión para re-energizarme. Así duré un par de minutos. Esperando. Sintiendo. Estaba a punto de rendirme, cuando algo pasó. Sentí cómo algo chocaba contra mi cuerpo, cómo hacía retroceder todo mi ser. No, no era la tan anhelada energía. No era el Sol que enviaba sus rayos a fortalecerme. Desafortunadamente, tampoco eran los marcianos tratando de secuestrar la pirámide. Era una ráfaga de viento que, intempestivamente, me arrancó la gorra de beisbolista de mi cabeza y la arrojó al vacío. Corrí tras de ella intentando desesperadamente de recuperarla. Traté de encontrarla con la mirada, intentando adivinar la trayectoria que había seguido. Pero esa gorra, la de los Dodgers, desapareció entre la multitud que se aferraba a las paredes de la pirámide.

El trayecto hacia la casa resultó descorazonador. La gorra no había aparecido y, entre promesas de comprar una nueva, de tratar de tomar la experiencia como algo positivo, yo lloraba la irreparable pérdida. Mi mamá se esmeró preparando la cena, cocinando mis platillos favoritos y animándome contándome las historias que sabía eran mis preferidas. Nada podía animarme, no en esos momentos. Entonces mi hermano, en un arranque de inspiración, sugirió: "Tal vez tu gorra no desapareció. Tal vez los marcianos se la llevaron con su rayo". Pensándolo un momento, sólo un breve instante, con todo el hastío que mi carácter me permitió, contesté: "Hoy no fuimos a la escuela porque se celebra el natalicio de Benito Juárez". Y todos seguimos cenando.