domingo, 24 de abril de 2011

El Avatar…

La vida de Kusanagi había sido afortunada en muchos sentidos. A su corta edad, había tenido la fortuna de visitar lugares, conocidos y desconocidos, había librado épicas luchas donde, gracias a su destreza, surgió como el único sobreviviente. Había sido también parte de varios grupos secretos que buscaban mantenerlo en sus filas pues eso les daba muchas ventajas sobre otros grupos. Pero él sólo elegía estar con uno o con otro según su propia conveniencia. Por eso, no podría decirse que él perteneciera a un bando. No, eso sería demasiado fácil y conformista: el bando le pertenecía a él. No buscaba inclusión, buscaba posesión. En su vasta experiencia la acumulación de bienes de todo tipo había sido parte fundamental de su éxito. Entre más poseyera, más posibilidades de supervivencia tendría. Tener más que los demás le daba fuerza y poder. Pero su físico también resultaba importante. Alto, delgado, fuerte. No buscaba, por extraño que parezca, exhibirse físicamente. Estaba en contra de un cuerpo con demasiados músculos porque, en su opinión, éstos sólo daban la impresión de fanfarronería, no de habilidad en sí. Después de todo, había logrado vencer en diferentes peleas a tipos mucho más grandes, mucho más temibles, con su sola perseverancia. Había aprendido que la apariencia era importante, pero no lo era todo. Tuvo que concentrarse en sus propios puntos fuertes y, sobre todo, en los puntos débiles del adversario. Pero quizás su mayor atributo había sido su versatilidad. Adaptarse a una y otra circunstancia que la vida le ponía en su camino, hasta hacerse flexible y esperar lo inesperado. Eso lo valoraba no sólo él sino todos aquellos que llegaban a conocerlo, sus amigos y, más aún, sus enemigos. Porque, como él mismo había dicho en muchas ocasiones, en este recorrido hay que desconfiar hasta de los amigos. No era para menos, más de una ocasión había sido víctima de traiciones, de amigos cegados por la ambición, por la avaricia, por el poder. No obstante, nunca guardaba rencores, quizás porque él mismo había incurrido miles de veces en las mismas prácticas. No por deslealtad, no por desamor, por sobrevivir, simple y llanamente. Por sobrevivir. Ése era, desde hacía mucho tiempo, su único objetivo. Sobrevivir. Seguir allí, perseverar, alcanzar. Pero, al final, sólo sobrevivir era importante. Era lo único importante. Por supuesto, no todo era malo. Había ganado muchas batallas, el mundo había sido testigo de sus logros. Había acumulado riquezas y tierras. Había sido capaz, incluso, de gozar de aplausos y reconocimientos de aquellos menos pensados. No es que fuera invencible. No, no lo era. Sin embargo aprendía siempre de sus derrotas, las analizaba, las estudiaba, las comprendía, las convertía en sus futuras victorias. Nunca cometía dos veces el mismo error, por muchos errores que cometiera. Desconocidos venían a él en busca de guía, de orientación. Nunca negaba su ayuda a otros, pero siempre guardaba secretos sólo para él. Revelarlo todo lo expondría, lo delataría en muchos casos. De vez en cuando compartía ciertos secretos menores, sólo para medir la habilidad de sus oponentes, para ver qué tan lejos podían llegar teniendo parte de su conocimiento. Mas siempre se arrepintió de divulgar información pues veía cómo otros se fortalecían y trataban de derrumbarlo con lo que él mismo les había enseñado. Ésa era la razón por la cual sus mejores trucos permanecían en el más absoluto secreto, sólo en su mente, en su alma. Y sin embargo, seguía compartiendo información, sólo para que todos supieran que él podía saber más que los demás y sentirse superior. Ser superior. Y lo lograba. Para muchos él era considerado un héroe, un superhéroe quizás. Fuerza, habilidad, velocidad, destreza, poderes sobrenaturales. Kusanagi lo tenía todo. Era, sin duda, el avatar más poderoso que alguien hubiera creado.

Sin embargo, para sorpresa de muchos, tenía una debilidad, una parte misteriosa que buscaba ocultar a toda costa. Poseía, podría decirse así, un alter ego. Un ente oscuro en su ser que, por alguna razón, dominaba su vida. O, al menos, eso parecía. Menospreciando la capacidad de Kusanagi, su alter ego solía exponerlo inútilmente, desafiando su experiencia, su capacidad. La apariencia, ampliamente atesorada y cuidada por Kusanagi no era relevante para su alter ego, no era importante, no era necesaria. Más aún, últimamente su alter ego había descuidado en demasía su propia apariencia, se arreglaba poco y no parecía preocuparle la poca fuerza de su propio cuerpo. Eso no era aceptable para alguien como Kusanagi. Pero tampoco podría decirse que el alter ego fuera una mala persona, después de todo le había hecho compañía en todas y cada una de sus batallas, lo había apoyado en cada misión, lo había ayudado en situaciones dónde, de haber estado solo, no hubiera sobrevivido. Y esa era la parte fundamental de esta simbiosis, la supervivencia. Pero también era un hecho que muchas batallas habían sido perdidas por equivocaciones, por distracciones, por incompetencias del alter ego. De alguna forma, Kusanagi sabía que su poder sería aun mayor sin todas aquellas pifias. Odiaba sentirse controlado, anhelaba dirigir sus propias victorias, deseaba tomar las decisiones de las cuales su supervivencia dependía. No quería ser la consecuencia de las elecciones y dudas de otro. Estaba decidido a crear mundos nuevos y mejores. Y eso sólo podría ocurrir si se deshiciera de todo aquello que lo frenaba. Ésa había sido, sin duda alguna, su primera decisión. Continuar. Sobrevivir, pero ahora por su propia cuenta. Sin grupos, sin fallas, sin alter ego. Después de todo, era él el único que arriesgaba algo en todo este juego. Nadie más. Ni siquiera el alter ego, por muy leal que siempre le hubiera sido. Fue entonces que su plan comenzó. Era necesario ir tomando el control poco a poco, sin que su alter ego sospechara. Así, durante la batalla, fallaba uno que otro golpe, saboteaba alguna estrategia cuidadosamente planeada. Por supuesto, procuraba siempre sobrevivir. Esa parte no había cambiado. Ante todo, su permanencia en el juego seguía siendo esencial. De vez en cuando, erraba la recolección de bienes, conducía en direcciones diferentes a las ordenadas por su alter ego, tocaba mal una que otra nota musical. Todo tenía la intención de la frustración, de la desesperación, del descontrol. Sí, el descontrol era su objetivo. El descontrol total. Pero el alter ego parecía no reaccionar de acuerdo a lo que Kusanagi deseaba. Sin duda, se molestaba, maldecía, vociferaba. Pero el único resultado era el repetido cambio de controles, el ajuste de la pantalla, la recalibración de los dispositivos adicionales. Llegó incluso a probar batallas usando nuevos aparatos, en diferentes habitaciones, con diferentes personas. Esto, sin embargo, no iba a detener a Kusanagi. Después de todo, una de sus principales cualidades era la perseverancia, la repetición, el nunca sentirse derrotado. Se mantuvo firme en su plan, sabiendo que tarde o temprano conseguiría lo que tanto buscaba. Siempre había sido así. A cada día, a cada momento, su alter ego mostraba nuevos signos de desesperación, de frustración, de molestia. El plan empezaba a funcionar. Modificó diferentes cualidades en Kusanagi, su vestimenta, su velocidad, su apariencia. Esto definitivamente iba más allá de lo que cualquiera podría tolerar. Kusanagi, sin embargo, seguiría adelante, aun sabiendo que todo esto tendría una afectación directa en su propia reputación. Ya no sería ni el más poderoso, ni el número uno por algún tiempo. Por algún tiempo. Eso solía pensar, que todo el asunto era una cosa temporal. Difícil, humillante, pero pasajero. Poco a poco, el alter ego iba perdiendo control de Kusanagi. La frustración, la desesperación, el desconcierto hicieron del alter ego una presa fácil. Partida tras partida, ocurrió. Kusanagi había tomado el control, más bien, había arrebatado el control al alter ego. Y lo que era mejor, su alter ego ya no estaba interesado en seguir siendo parte de aquella burla, de aquel juego alterno. Y entonces, cuando el alter ego hubo rendido todos sus esfuerzos y Kusanagi estaba listo para tomar el control total, el plan tuvo un desenlace inesperado. Las fuerzas comenzaron a huir de Kusanagi, todas aquellas posesiones que aún conservaba desaparecieron de sus manos en cosa de segundos, sus territorios quedaron llenos de un vacío ensordecedor. Él mismo se desvanecía, literalmente. Tuvo, sin embargo, la claridad mental para reconocer, tal vez demasiado tarde, que el hecho de no notar las cuerdas, no implicaba que no fuera un títere. Con alta resolución gráfica, con control alámbrico o inalámbrico, en localidades virtuales, con efectos y habilidades especiales, pero títere a final de cuentas. Así se sintió, libre, sin cuerdas, pero al mismo tiempo abandonado, traicionado, cuando escuchó a su alter ego gritar mientras terminaba de borrar al avatar: "¡Kusanagi ha muerto! ¡Viva Kusanagi2!".

sábado, 16 de abril de 2011

Yo tenía razón…

Te lo digo, no era poca cosa. Tenía harto a los vecinos pero, sobre todo, a mí. Esa cosa nos enloquecía cada noche y, lo peor, nadie podía hacer nada. Ni siquiera yo. No, ni siquiera yo. A mí me gustaría saber más de esas cosas pero nunca tuve la oportunidad de aprenderlas. Más café, por favor, señorita. ¿Tú quieres más descafeinado? Uno americano y otro descafeinado, por favor. Sí, te digo que esas cosas me hubiera gustado aprenderlas pero no eran lo mío. ¡Qué no hubiera dado yo por saber cómo arreglar la condenada alarma! Sí, ya sabes. Esa alarma era una porquería. Más valdría el carro si no la tuviera. Piénsalo un poco. ¿De qué sirve una alarma que se enciende sola? Gracias, señorita. ¿Le encargo un poco de crema? Gracias. No es que se encendiera sólo en ciertos momentos. El problema eran los momentos en que se encendía. Las veces que mejor me iba era cuando se encendía una sola vez en la madrugada. Sí, cuando molestaba al resto del edificio sólo una vez. Dicen que se activaba por el cambio de temperatura en el ambiente. Eso tenía el descaro de hacer la estúpida. Quejarse de los cambios de temperatura. Pero eso era cuando la cosa iba bien. Hubo un día en que se activó tantas veces hasta que el aburrimiento de apagarla me hizo ignorarla. La dejé sonando y sonando. Bueno, tiene un sistema donde lo más que dura sonando son treinta segundos, se detiene un rato y después, como si la temperatura cambiara a cada instante, se vuelve a encender una y otra vez. Una pesadilla. ¡Qué digo una pesadilla! ¡Nadie podía dormir! ¿Sabes quién era yo en el edificio? ¿Sabes cómo me llamaban todos allí? El vecino de la alarma. Ese era yo. No el del 204 o el del carro gris. No. El vecino de la alarma. De vergüenza, verdaderamente. No, más que vergüenza, de humillación. Y no digo que los vecinos me humillaran, era la alarma que se activaba sola, o por la temperatura, por estúpida simplemente. Y no es que nunca hubiera hecho nada para arreglarlo. Siete veces. Siete ¿sabes? En siete ocasiones diferentes, en siete talleres diferentes revisaron la bendita falla de la alarma. Las mismas siete veces que me aseguraron que no volvería a pasar, que no volvería a sonar como poseída. Las mismas siete veces que se equivocaron, que me engañaron. Supongo que algo hacían, te lo digo en serio. Tú me conoces, no soy de los que desprecian el trabajo de otros sólo porque no lograron los resultados. El esfuerzo siempre es apreciado, al menos por mí. Pero eso no justifica que traten de engañarme. Sí, así como te lo cuento. Me decían que habían localizado la falla, que habían cambiado este y aquel sensor. Que habían tenido que reprogramar la lógica de no sé qué parte de la famosa computadora. Yo sólo querían que la hicieran callar. Pero hasta eso era imposible, me dijeron. Imposible, esa fue la palabra que usaron. También sabes que no me gusta desconfiar de las personas si no tengo un motivo para hacerlo. Sí, me conoces bien. Pero aceptar ciegamente que algo es imposible es algo que no puedo, no, no, no, que no quiero hacer. Y es que cuando me dijeron que desconectar el sistema dejaría, por seguridad, inservible el auto, fue algo que no me puedo creer ni yo. Y tú sabes lo crédulo que puedo ser a veces, muchas veces. Pero no para esto, no para este tipo de cosas. ¿Sabes la cara de estúpido que tenía que poner al tratar de dar esta explicación a los vecinos? ¿Sabes el ridículo que me hacía pasar la tonta explicación? "No puedo apagar la alarma porque hacerlo dejaría inservible el auto, por seguridad". ¡Pamplinas! Después de decir tan tremenda estupidez tenía ganas de castigarme a mí mismo, como si fuera el autor de la frasecita. Como si supiera lo que estaba explicando. No sabía si salir corriendo a pedir confesión a algún cura o torturarme lentamente escuchando la insoportable alarma. Sí, tienes razón, lo segundo ya lo hacía cada noche. La confesión… bueno, esa sigue esperando. ¿Pero sabes qué fue lo peor? Cuando una vecina me encaró, cuando tuvo el valor de acercarse. Bueno, más que el valor fue la desesperación, supongo, la que la motivó a acercarse a mí. "¿Podría no activar su alarma, por favor? No me deja dormir", me dijo. Con esas palabras. ¡Como si no quisiera yo mismo acabar con tal tormento! ¡Como si me pareciera gracioso o divertido que sonara cada madrugada y despertara a medio mundo! En otras épocas, tienes razón, pero no ahora. Casi exploto cuando me hizo la petición pero me controlé. Tú tienes mucha más paciencia que yo pero sabes cómo me pongo cuando alguien me aborda así, con incoherencias y necedades. Pero esta vez esperé y logré calmarme. Pero luego ella misma me dio la clave, la solución a todo. "Podría dejarlo abierto, sin alarma. Aquí no podría robárselo nadie, hay vigilante y todos podríamos dormir", fue su comentario. No, por supuesto que no iba a dejarlo abierto, pero eso me hizo pensar. Como te dije, no soporto a la gente que dice que algo es imposible, simplemente no la tolero. ¿Sabes por qué? Porque quienes no ven la solución a los problemas difíciles son quienes no tienen una verdadera motivación para resolverlos. Un poco más de café, señorita. ¿Más para ti? ¿No? Sólo un americano, por favor. "Nadie podría robárselo", dijo la vecina. Y eso me llevó a pensar como ladrón. Como alguien que quisiera robarse el dichoso carro. Sí, sé que no es la gran cosa pero hoy se roban de todo sin importar si vale la pena o no. Pero déjame explicarte. ¿Qué pasaría si alguien realmente quisiera robarse el auto? ¿Podría hacerlo sin activar la alarma? Si se activaba hasta porque la cucaracha pasaba muy cerca. Pero ninguno de los que había revisado el carro, ninguno de aquellos siete charlatanes había tenido un real interés de que aquello funcionara. Sólo veían en mí a un tipo con un problema que no era suyo y era trabajo de ellos hacerme creer que así seguiría siendo siempre. Pero yo voy más allá, no tengo que darte más detalles a ti. Yo sabía que si encontraba a alguien con un motivo real él podría demostrar que yo tenía razón. Que las cosas no son imposibles sobre todo cuando algún fulano en otra parte del mundo diseñó aquella porquería. Que no me vengan con que aquello era inamovible, que era imposible. ¿Qué hice? Te lo diré. Salí a la calle y me puse a investigar quién tenía fama de ladrón, de robacoches. No fue una tarea fácil. Gracias, señorita. No olvide la crema, por favor. No, no fue fácil. Me tomó un par de semanas dar con el tipo adecuado. Una joyita. Aquel vago no creía lo que le estaba pidiendo. Me miraba de arriba abajo como tratando de descifrar qué estaba mal en mí, qué me fallaba. En fin, que le di todos los datos. Sabía dónde encontrarme. Y yo sabía que, tarde o temprano, lo haría. Lo juro, estaba completamente seguro de que lo haría. Por eso hoy estoy aquí, feliz, disfrutando mi desayuno contigo. Porque sabía que tenía razón. Esta noche, esta madrugada dormí profundamente. Todos los vecinos lo hicieron. Por primera vez en no sé cuantas semanas, tal vez meses, pudimos dormir sin interrupciones, sin enojos, sin alarma. Yo tenía razón. Hoy por la mañana era yo una persona diferente para los vecinos. Ya no era "el de la alarma", sino uno más de ellos a quien podían saludar con una sonrisa. ¿Sabes lo que es eso después de ser el malo de la película por tanto tiempo? ¡Es la gloria! Es volver a sentirse seguro de uno mismo. Es volver a vivir. No creas que exagero, así me siento ahora mismo. La cuenta por favor, señorita. Tener razón te hace sentir invencible, con un poder indescriptible. Perdón, ¿querías algo más de café? Bueno. Pero esa sensación de tranquilidad que te da el saberte en lo correcto es indescriptible. De haber sabido la respuesta desde el principio, lo habría hecho sin dudar. Pero mira cómo son las cosas. Gracias, señorita. El caso es que estoy feliz, contento como pocas veces en mi vida. Pero tengo que dejarte ahora. Hoy no quiero que nada ni nadie interrumpa mi felicidad. Y no quiero llegar tarde. Debo ir al ministerio público a levantar el acta por el robo del auto. Nos vemos luego. ¿Lo ves? ¡Yo tenía razón!