miércoles, 30 de marzo de 2011

Café cargado de recuerdos…

Hoy no he querido cenar. Mi apetito se interrumpe cuando mi mente intenta procesar tantas noticias, tantos deberes, tantos sentires. El calor, sin embargo, despierta mi sed y provoca que me sienta inquieto. A mi mente llega el comentario de Luis que, apenas en la tarde, había expresado: "Mi suegro, que vive en Veracruz, se quita el calor tomando café. Y sí funciona". No es que tuviera muchas ganas de probar aquella teoría de que el calor con calor se combate, pero no pude resistir el impulso de prepararme una taza. Mientras lo hago, en mi mente aparecen varios rostros. Unos me indican que tal vez caliento demasiada agua, otros me hacen pensar que es demasiado poca. Pruebo el café sintiendo cuidadosamente su temperatura y recibo la primera dosis de cafeína. "Muy cargado", pienso al principio. "No, está perfecto", corrijo enseguida y disfruto el pequeño sorbo que cubre con su sabor mi boca. "A ella le gusta cargado también", recuerdo mientras en mi mente se fija la imagen de una sola persona. "Pero ella lo toma dulce y con crema", pienso mientras mi boca dibuja una sonrisa espontánea. Así lo había comprobado la última vez que me permitió preparar su bebida cuyo sabor mereció amplios halagos cuando ella la bebía. No sé si realmente le agradó el café pero a mí me encantó su rostro al degustarlo. Ahora me encantaba al recordarlo.

Sin notar la transición, mi mente visitó aquella mesa donde varias veces platicamos, donde tantas veces nos miramos, donde tantas veces nuestros labios se humedecieron al deleitarse con aquello que recuerdo como café pero que muy probablemente haya sido algo más. Veo, sin embargo, con suma claridad mi propia sonrisa, reflejo inequívoco de mi saciedad. Y es que en esos momentos no deseo nada más. Acaso, tiempo, más tiempo. O quizás, por el contrario, que no hubiera tiempo que contar. A cada sorbo, noto más claramente el fondo de aquella taza cuya temperatura empieza a bajar, contrastando con la nuestra, que no deja de aumentar. Después la mesa, quizás sólo mi mente, nos transporta a otro lugar, a viejas pláticas, a otra realidad. El sabor del café se transforma sin perder su intensidad. Hace frío pero el calor de aquel pocillo reconforta con placer mis manos que no se apartan de él. Nuevamente está su mirada, su sonrisa, su gracia al beber. Inesperadamente, ella se levanta y se va; yo, sin poder moverme, lamento su voluntad. Ante su ausencia, mis músculos se contraen violentamente y, ante quienes miran, mi cuerpo muestra escalofríos fingidos. Quiero tenerla, que regrese inmediatamente. El café se vuelve más amargo cuando no está. Ella regresa, muchas veces. A veces contenta, a veces indiferente. La vez en que más recuerdo su regreso fue cuando, enojada, me pidió que me marchara. Sin aparente motivo, sin ninguna razón. Sin terminar mi café. Todo volvió a cambiar: la temperatura, la intensidad, el sabor. Sobre todo el sabor. Como si lo salado de las lágrimas pudieran haberse combinado con lo amargo del café. Quise romper aquel vaso que lo contenía, hacer añicos la intención de seguir bebiendo. Me puse de pie e intenté terminar con aquellos impulsos. Bebí hasta el final aquella bebida triste. Al menos eso acabaría con ella, al menos eso me haría olvidar. O, por lo menos, no recordar. Cerré los ojos mientras tragaba a fuerzas cada gota, como si al no ver lo que tomaba, no sintiera su sabor. Pero al abrir nuevamente los ojos todo se había transformado frente a mí. No supe cómo, no supe cuándo, pero el café había vuelto a aparecer, como si nunca se hubiera ido. Ella también. Su sonrisa provocó la mía. Su mirada endulzó mi café. Nuevamente platicamos y reímos. Nuevamente disfrutamos el café. Ahora era su risa la que predominaba, la que llenaba mi ser. Sin usar un solo grano de azúcar, su presencia endulzó mi vida. Volvimos y nos sentamos a la mesa, a disfrutar de todo aquel placer producido, no por el café, sino por nuestros propios sueños.

Di el último trago, el calor había desaparecido. La teoría, sin intención de comprobarse, había sido comprobada. El calor con calor se combate. No porque el calor ya no exista, sino porque el cuerpo lo ha asimilado. Pero sigue allí, como la pasión, como el amor. Latente. Sin irse, aunque parezca ausente. Igual pasa con los recuerdos que pasan por mi mente al beber café. Quizás los aparte de mi mente, no los puedo apartar de mi café.

lunes, 21 de marzo de 2011

Primavera

"¿Qué se celebra el 21 de marzo, papá?", fue la inocente pregunta de mi hermano hace ya varios años. Siendo él todavía un niño, tenía razón en preguntar: algo importante debía ocurrir para no tener que ir a la escuela al día siguiente. "Pues es el día en que inicia la primavera", contestó aún más inocentemente mi padre sin dejar de cortar la carne que conformaba su cena. "¡Aaaahhh!", fue la exclamación que todos esperábamos de mi hermano al encontrar respuesta a su duda. Aparentemente, la noche transcurriría sin mayores incidentes y todos nos dedicaríamos a ver las tan clásicas series de televisión para pasar un rato en familia. "¿En primavera llegan los marcianos?", preguntó de repente mi hermano. "No seas tonto, los marcianos no existen", me apresuré a decir en cumplimiento de mi deber como hermano mayor. "¡Dijeron en la tele!", replicó inmediatamente. "¿Verdad que no es cierto, mamá?", pregunté más queriendo tener la razón que queriendo saber la verdad. Mi papá soltó una pequeña risa tratando inútilmente de que no se notara y miró pícaramente a mi madre intrigado por saber cuál sería su respuesta. "¿Dijeron en la tele que venían los marcianos?", preguntó mi madre mirando tiernamente a mi hermano. La sonrisa de ella contrastaba con el enojo de él al sentirse desafiado por mí. "¡Dijeron que el año pasado las personas vieron OVNIs en las pirámides cuando fue primavera!", dijo con voz fuerte y segura mi hermano tratando de dar validez a su comentario. "¿Cuáles pirámides?", pregunté yo, sin tener idea de qué estaba hablando y desacreditándolo inmediatamente con mi pregunta. "Bueno, a veces la gente cree ver cosas que no existen", contestó tranquilamente mi mamá. "¿Cuáles pirámides?", volví a preguntar. "¡Yo los vi! ¡Los pasaron en la tele! ¡Eran dos, uno blanco y otro negro!", gritó mi hermano. Mi madre guardó silencio y sólo lanzó una mirada a mi padre que él inmediatamente interpretó: era su turno de intervenir y contestar. Haciendo a un lado su plato, puso los codos sobre la mesa y, asumiendo posición de quien trata de dar una explicación clara, entrelazó los dedos de ambas manos frente a su cara. "En Primavera mucha gente va a las pirámides, que son construcciones enormes muy antiguas, se suben a ellas y reciben la energía del Sol para recargar energías. Dicen que la forma de las pirámides ayuda a concentrar la energía en ciertos puntos y muchos esperan que esa energía los ayude a sentirse mejor, a tener más fuerzas y un mayor optimismo. Es gracias a esa energía que las plantas florecen y todo se ve más bello", fue su discurso tratando, infructuosamente, de que cesaran las preguntas. "¿Y los marcianos?", pregunté ahora yo. "Los marcianos no existen", dijo secamente. "¡Quiero ir a las pirámides!", dijo emocionado mi hermano. "¡Yo también!", respondí casi gritando inmediatamente. No entendía que era eso de "recargar energías", pero definitivamente era una buena oportunidad de ir a ver a los marcianos, aunque pensara que no existían. Y en el muy remoto caso que existieran, sabía que los OVNIs negros serían mis favoritos. Comenzó entonces la discusión entre mis padres de si en Primavera iba mucha gente, que el calor era insoportable, que la experiencia sería buena para todos y que, finalmente, tenía mucho que no salíamos de paseo. No es que mi madre ganara todas las discusiones, era sólo que nunca podíamos recordar cuando mi padre lo hacía. Y, siendo ella la que apoyaba la idea de visitar las pirámides, estaba todo dicho: el próximo 21 de marzo iríamos a Teotihuacán a visitar las pirámides, recargar energías y, de paso, buscar OVNIs.

No entendí aquello de la pureza cuando mi madre nos obligó, a mi hermano y a mí, a vestirnos con ropa blanca justo el día en que salíamos a las pirámides. A mí no me gustaba aquel pantalón que utilizaba en las ceremonias de la escuela porque tenía uno de los bolsillos rotos y, en mi distracción y olvido, siempre sentía cómo las monedas destinadas a comprar mi almuerzo recorrían mi pierna en su frío recorrido hacia abajo. Lo que sí me gustó fue el poder usar aquella gorra de beisbolista que casi nunca tenía oportunidad de lucir. Era de los Dodgers de Los Ángeles y me hacía sentir como si, al mirarme, la gente pudiera reconocer a una futura estrella del juego de pelota, así nada más, sólo con verme. Mi hermano parecía menos emocionado: habiéndonos levantado tan de madrugada aquel día, su trabajo consistió en mantenerse de pie mientras llegábamos al coche. Pero del sueño pasamos a la pesadilla. Una fila interminable de autos buscaba llegar a las tan famosas pirámides. No sé cuánto tiempo pasamos formados. Avanzábamos tan lentamente que, más de una ocasión, pensé que la primavera, la energía y los marcianos se habrían ido para cuando nosotros llegáramos. Ni siquiera estaba seguro de que las pirámides siguieran allí al arribar. En mi esperanza de niño, soñaba con que aquel día, y ante los ojos de todos, llegara alguna nave espacial (blanca o negra, no importaba) y secuestrara con un inmenso rayo succionador la pirámide más alta. Pero eso sólo lo sabría al llegar. Cosa que no ocurrió después de varias vueltas en el auto buscando lugar de estacionamiento.

Efectivamente, el calor era insoportable, la cantidad de gente era impresionante, la presencia de las pirámides impresionante y la ausencia de los OVNIs frustrante. Recorrimos lentamente el sitio arqueológico, no tanto por detenernos a admirarlo sino porque, gracias a la marea blanca formada por la muchedumbre, no podíamos avanzar más aprisa. Ansiaba llegar rápidamente a la cima de aquella lejana pirámide, recargar las famosas energías, mentarle su madre a los inexistentes marcianos y largarnos inmediatamente a descansar. Se dice fácil pero, a cada paso que dábamos, la pirámide parecía aumentar de tamaño, el camino se hacía más largo y el calor era incesante. Finalmente nos encontramos justo en la base de la pirámide del Sol. Viendo hacia la cima de tan colosal estructura, me di cuenta de que el trayecto difícil estaba apenas por comenzar. Aun así, pensé que podría resultar divertido. A los primeros treinta escalones deseché cualquier intento por divertirme. Me concentré sólo en subir esquivando a quienes, agotados por el insaciable Sol (que se suponía estaba encargado de dar energía), se quedaban descansando a mitad del ascenso. Todo sudoroso, vi con alegría el último tramo de escalones y, entonces sí, la energía volvió a mí y apresuré el paso para llegar al lugar prometido. Lo que vi allí me impresionó: No había nada. La tan prometida "energía" no se veía en ningún lado. Sólo gente mirando. Hacia arriba o hacia abajo, pero sólo mirando. Algunos alzaban los brazos como buscando alcanzar o recibir la energía de algún modo. Otros, con ambas rodillas en tierra, agachaban la cabeza como si fueran a recibir algún nombramiento real. Algunos más sólo cerraban los ojos tratando de sentir el momento justo de recibir la fuerza. Siendo un tanto escéptico, sin conocer el objetivo de todo aquello, decidí tomar una posición imparcial: puse una rodilla en tierra, cerré los ojos, alcé los brazos, abrí la boca, mantuve la cabeza derecha y apreté los puños en mi propia versión para re-energizarme. Así duré un par de minutos. Esperando. Sintiendo. Estaba a punto de rendirme, cuando algo pasó. Sentí cómo algo chocaba contra mi cuerpo, cómo hacía retroceder todo mi ser. No, no era la tan anhelada energía. No era el Sol que enviaba sus rayos a fortalecerme. Desafortunadamente, tampoco eran los marcianos tratando de secuestrar la pirámide. Era una ráfaga de viento que, intempestivamente, me arrancó la gorra de beisbolista de mi cabeza y la arrojó al vacío. Corrí tras de ella intentando desesperadamente de recuperarla. Traté de encontrarla con la mirada, intentando adivinar la trayectoria que había seguido. Pero esa gorra, la de los Dodgers, desapareció entre la multitud que se aferraba a las paredes de la pirámide.

El trayecto hacia la casa resultó descorazonador. La gorra no había aparecido y, entre promesas de comprar una nueva, de tratar de tomar la experiencia como algo positivo, yo lloraba la irreparable pérdida. Mi mamá se esmeró preparando la cena, cocinando mis platillos favoritos y animándome contándome las historias que sabía eran mis preferidas. Nada podía animarme, no en esos momentos. Entonces mi hermano, en un arranque de inspiración, sugirió: "Tal vez tu gorra no desapareció. Tal vez los marcianos se la llevaron con su rayo". Pensándolo un momento, sólo un breve instante, con todo el hastío que mi carácter me permitió, contesté: "Hoy no fuimos a la escuela porque se celebra el natalicio de Benito Juárez". Y todos seguimos cenando.