lunes, 21 de marzo de 2011

Primavera

"¿Qué se celebra el 21 de marzo, papá?", fue la inocente pregunta de mi hermano hace ya varios años. Siendo él todavía un niño, tenía razón en preguntar: algo importante debía ocurrir para no tener que ir a la escuela al día siguiente. "Pues es el día en que inicia la primavera", contestó aún más inocentemente mi padre sin dejar de cortar la carne que conformaba su cena. "¡Aaaahhh!", fue la exclamación que todos esperábamos de mi hermano al encontrar respuesta a su duda. Aparentemente, la noche transcurriría sin mayores incidentes y todos nos dedicaríamos a ver las tan clásicas series de televisión para pasar un rato en familia. "¿En primavera llegan los marcianos?", preguntó de repente mi hermano. "No seas tonto, los marcianos no existen", me apresuré a decir en cumplimiento de mi deber como hermano mayor. "¡Dijeron en la tele!", replicó inmediatamente. "¿Verdad que no es cierto, mamá?", pregunté más queriendo tener la razón que queriendo saber la verdad. Mi papá soltó una pequeña risa tratando inútilmente de que no se notara y miró pícaramente a mi madre intrigado por saber cuál sería su respuesta. "¿Dijeron en la tele que venían los marcianos?", preguntó mi madre mirando tiernamente a mi hermano. La sonrisa de ella contrastaba con el enojo de él al sentirse desafiado por mí. "¡Dijeron que el año pasado las personas vieron OVNIs en las pirámides cuando fue primavera!", dijo con voz fuerte y segura mi hermano tratando de dar validez a su comentario. "¿Cuáles pirámides?", pregunté yo, sin tener idea de qué estaba hablando y desacreditándolo inmediatamente con mi pregunta. "Bueno, a veces la gente cree ver cosas que no existen", contestó tranquilamente mi mamá. "¿Cuáles pirámides?", volví a preguntar. "¡Yo los vi! ¡Los pasaron en la tele! ¡Eran dos, uno blanco y otro negro!", gritó mi hermano. Mi madre guardó silencio y sólo lanzó una mirada a mi padre que él inmediatamente interpretó: era su turno de intervenir y contestar. Haciendo a un lado su plato, puso los codos sobre la mesa y, asumiendo posición de quien trata de dar una explicación clara, entrelazó los dedos de ambas manos frente a su cara. "En Primavera mucha gente va a las pirámides, que son construcciones enormes muy antiguas, se suben a ellas y reciben la energía del Sol para recargar energías. Dicen que la forma de las pirámides ayuda a concentrar la energía en ciertos puntos y muchos esperan que esa energía los ayude a sentirse mejor, a tener más fuerzas y un mayor optimismo. Es gracias a esa energía que las plantas florecen y todo se ve más bello", fue su discurso tratando, infructuosamente, de que cesaran las preguntas. "¿Y los marcianos?", pregunté ahora yo. "Los marcianos no existen", dijo secamente. "¡Quiero ir a las pirámides!", dijo emocionado mi hermano. "¡Yo también!", respondí casi gritando inmediatamente. No entendía que era eso de "recargar energías", pero definitivamente era una buena oportunidad de ir a ver a los marcianos, aunque pensara que no existían. Y en el muy remoto caso que existieran, sabía que los OVNIs negros serían mis favoritos. Comenzó entonces la discusión entre mis padres de si en Primavera iba mucha gente, que el calor era insoportable, que la experiencia sería buena para todos y que, finalmente, tenía mucho que no salíamos de paseo. No es que mi madre ganara todas las discusiones, era sólo que nunca podíamos recordar cuando mi padre lo hacía. Y, siendo ella la que apoyaba la idea de visitar las pirámides, estaba todo dicho: el próximo 21 de marzo iríamos a Teotihuacán a visitar las pirámides, recargar energías y, de paso, buscar OVNIs.

No entendí aquello de la pureza cuando mi madre nos obligó, a mi hermano y a mí, a vestirnos con ropa blanca justo el día en que salíamos a las pirámides. A mí no me gustaba aquel pantalón que utilizaba en las ceremonias de la escuela porque tenía uno de los bolsillos rotos y, en mi distracción y olvido, siempre sentía cómo las monedas destinadas a comprar mi almuerzo recorrían mi pierna en su frío recorrido hacia abajo. Lo que sí me gustó fue el poder usar aquella gorra de beisbolista que casi nunca tenía oportunidad de lucir. Era de los Dodgers de Los Ángeles y me hacía sentir como si, al mirarme, la gente pudiera reconocer a una futura estrella del juego de pelota, así nada más, sólo con verme. Mi hermano parecía menos emocionado: habiéndonos levantado tan de madrugada aquel día, su trabajo consistió en mantenerse de pie mientras llegábamos al coche. Pero del sueño pasamos a la pesadilla. Una fila interminable de autos buscaba llegar a las tan famosas pirámides. No sé cuánto tiempo pasamos formados. Avanzábamos tan lentamente que, más de una ocasión, pensé que la primavera, la energía y los marcianos se habrían ido para cuando nosotros llegáramos. Ni siquiera estaba seguro de que las pirámides siguieran allí al arribar. En mi esperanza de niño, soñaba con que aquel día, y ante los ojos de todos, llegara alguna nave espacial (blanca o negra, no importaba) y secuestrara con un inmenso rayo succionador la pirámide más alta. Pero eso sólo lo sabría al llegar. Cosa que no ocurrió después de varias vueltas en el auto buscando lugar de estacionamiento.

Efectivamente, el calor era insoportable, la cantidad de gente era impresionante, la presencia de las pirámides impresionante y la ausencia de los OVNIs frustrante. Recorrimos lentamente el sitio arqueológico, no tanto por detenernos a admirarlo sino porque, gracias a la marea blanca formada por la muchedumbre, no podíamos avanzar más aprisa. Ansiaba llegar rápidamente a la cima de aquella lejana pirámide, recargar las famosas energías, mentarle su madre a los inexistentes marcianos y largarnos inmediatamente a descansar. Se dice fácil pero, a cada paso que dábamos, la pirámide parecía aumentar de tamaño, el camino se hacía más largo y el calor era incesante. Finalmente nos encontramos justo en la base de la pirámide del Sol. Viendo hacia la cima de tan colosal estructura, me di cuenta de que el trayecto difícil estaba apenas por comenzar. Aun así, pensé que podría resultar divertido. A los primeros treinta escalones deseché cualquier intento por divertirme. Me concentré sólo en subir esquivando a quienes, agotados por el insaciable Sol (que se suponía estaba encargado de dar energía), se quedaban descansando a mitad del ascenso. Todo sudoroso, vi con alegría el último tramo de escalones y, entonces sí, la energía volvió a mí y apresuré el paso para llegar al lugar prometido. Lo que vi allí me impresionó: No había nada. La tan prometida "energía" no se veía en ningún lado. Sólo gente mirando. Hacia arriba o hacia abajo, pero sólo mirando. Algunos alzaban los brazos como buscando alcanzar o recibir la energía de algún modo. Otros, con ambas rodillas en tierra, agachaban la cabeza como si fueran a recibir algún nombramiento real. Algunos más sólo cerraban los ojos tratando de sentir el momento justo de recibir la fuerza. Siendo un tanto escéptico, sin conocer el objetivo de todo aquello, decidí tomar una posición imparcial: puse una rodilla en tierra, cerré los ojos, alcé los brazos, abrí la boca, mantuve la cabeza derecha y apreté los puños en mi propia versión para re-energizarme. Así duré un par de minutos. Esperando. Sintiendo. Estaba a punto de rendirme, cuando algo pasó. Sentí cómo algo chocaba contra mi cuerpo, cómo hacía retroceder todo mi ser. No, no era la tan anhelada energía. No era el Sol que enviaba sus rayos a fortalecerme. Desafortunadamente, tampoco eran los marcianos tratando de secuestrar la pirámide. Era una ráfaga de viento que, intempestivamente, me arrancó la gorra de beisbolista de mi cabeza y la arrojó al vacío. Corrí tras de ella intentando desesperadamente de recuperarla. Traté de encontrarla con la mirada, intentando adivinar la trayectoria que había seguido. Pero esa gorra, la de los Dodgers, desapareció entre la multitud que se aferraba a las paredes de la pirámide.

El trayecto hacia la casa resultó descorazonador. La gorra no había aparecido y, entre promesas de comprar una nueva, de tratar de tomar la experiencia como algo positivo, yo lloraba la irreparable pérdida. Mi mamá se esmeró preparando la cena, cocinando mis platillos favoritos y animándome contándome las historias que sabía eran mis preferidas. Nada podía animarme, no en esos momentos. Entonces mi hermano, en un arranque de inspiración, sugirió: "Tal vez tu gorra no desapareció. Tal vez los marcianos se la llevaron con su rayo". Pensándolo un momento, sólo un breve instante, con todo el hastío que mi carácter me permitió, contesté: "Hoy no fuimos a la escuela porque se celebra el natalicio de Benito Juárez". Y todos seguimos cenando.

4 comentarios:

  1. Una historia encantadora. ¡Es tanta la inocencia que esconde el corazón de un niño! que uno no puede más que empaparse de ella cuando recuerda algún acontecimiento feliz de su niñez.. Porque quiero pensar que fue un feliz día, pese a la pérdida de tan fantástica gorra.

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  2. Sí, la visita a las pirámides de Teotihuacán resulta toda una experiencia, para locales como para extranjeros. Hay gente que cree en la energía, hay quienes creen más en la fascinación de subir una pirámide construída hace cientos de años sin usar maquinaria alguna. En ciertas horas del día, la sombra de las escaleras forma la figura de una serpiente cuya cabeza se encuentra en la base de aquellas pirámides y, mientras el sol se mueve, da la impresión de que la serpiente va bajando. La cabeza de la serpiente pertenece a Quetzalcóatl (serpiente emplumada) que era considerado un dios azteca. Hay tantas y tantas historias alrededor de las pirámides que se han escrito libros y libros al respecto.

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  3. Que bonita historia de cuando eras pequeño Julito :-)
    Y bueno, pues eso de la pureza espero que ya lo tengas comprendido ........... o acaso ya hasta se te volvió a olvidar ???jejeje
    Sigue escribiendo que a mi me encanta leer tus chocoaventuras :-0
    Seguiré esperando por el libro !!!!!

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  4. Gracias, Paty (o Patty). Si, algun dia hare un libro pero todavia no se pa' cuando. Pronto, pronto...

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