La fiesta apenas comenzaba y Leandro ya se sentía mal. Por
un lado, se alegraba de estar ahí, en compañía de personas que habían sido sus
amigos en otros tiempos. En los tiempos de su infancia para ser precisos. Pero,
por otra parte, la nostalgia era un sentimiento que solía deprimirlo con
facilidad. Pasaba ya de los cincuenta y no era la primera vez que se sentía
acabado, inútil, viejo.
Aunque el lugar le parecía familiar y conocido, los rostros
de sus antiguas amistades le resultaban completamente ajenas. Recordaba los
nombres, las anécdotas, los gestos, las risas, pero el tiempo se había
encargado de corroer las caras que él conocía y las había deformado a tal grado
que se sentía rodeado de extraños. ¿Acaso treinta o cuarenta años le bastaban a la vida
para transfigurar así a una persona? ¿Tan cruel resultaba el tiempo? ¿Habría
cambiado él con la misma rapidez, con el mismo encono?
Ricardo, el organizador de la reunión, había tenido la idea
de que cada invitado portara un gafete con su nombre pegado sobre el pecho. El
resultado fue decepcionante: aparte de no recordar las caras, Leandro notó que
había nombres que jamás había escuchado, ¿o sí? Allí estaba la voluminosa mujer
con pantalones ajustados y exceso de maquillaje que le sonreía a todo el mundo.
“Aseret”, se leía en su gafete. ¿Aseret?, se preguntó varias veces Leandro en
silencio. No recordaba a nadie con ese nombre. Pero ella actuaba con
naturalidad frente a todos los invitados, como si los reconociera a todos, como
si nunca hubiera dejado de frecuentarlos. Lo peor que le podría ocurrir a
Leandro es que la tal Aseret se le acercara para hacerle la plática. No se
sentía con ganas de fingir que recordaba o que reconocía a la desconocida. No
quería, sobre todo, pasar como un desconocido (el único quizás) ante la vista
de la alegre mujer. No quería que ella notara sus movimientos titubeantes, su
rostro inundado de arrugas, su inminente vejez. Y no es que le importara lo que
aquella extraña pensara o dijera de él, sino que él mismo confirmara sus
propios pensamientos.
—Hola, Leandro —dijo Aseret alegremente—. ¿Te acuerdas de
mí?
Leandro se sorprendió de haber sido llamado por su
nombre, pero enseguida recordó el gafete
que llevaba pegado a la camisa. Trató de conservar la calma y repitió el nombre
que ya había leído.
—Aseret, qué gusto verte.
—¿Sí te acuerdas de mí, entonces?—Bueno, no mucho —dijo Leandro—. Creo que sí.
Aseret miró fijamente a Leandro y sus labios dibujaron una rojísima
sonrisa.
—No, no te acuerdas.
—No —dijo Leandro soltando un respiro—, la verdad no.
Aceptar el olvido le produjo alivio a Leandro y le otorgó la
libertad de sonreír como muestra de su culpabilidad.
La mirada de la mujer se tornó pícara. Con cadencia ensayada,
Aseret tomó su propio gafete y lo puso de cabeza.
—¿Qué dice? —le preguntó a Leandro.
Él no comprendió la pregunta, pero el dedo seductor de
Aseret apuntaba insistentemente hacia su pecho, forzándolo a posarse sobre las
letras volteadas. Tras analizarlo un poco, los ojos de Leandro se abrieron con
sorpresa.
—¡Teresa!
—¡Sí! —dijo ella riendo ruidosamente—. ¡Soy Teresa!—¡No lo puedo creer! ¡Claro que te recuerdo! Sólo que antes eras…
Las palabras de Leandro se apagaron en ese momento tratando
de darle paso a la adecuada, a aquella capaz de decir “bonita” sin que el resto
de sus palabras la hicieran sonar insultante.
—¿Era qué, Leandro? —preguntó curiosa Teresa.
—Pelirroja —dijo finalmente él.—¡Sí! ¿Te acuerdas? Eso me gustó mucho mientras duró. Pero cuando las canas llegaron, quise experimentar con otros colores. ¿Te gusta así?
Leandro alzó la vista para darle soporte a su respuesta y,
aunque no pudo distinguir exactamente el color de la cabellera, asintió y
sonrió al mismo tiempo.
A partir de ese momento, la plática se situó en sus
infancias. La forma en que se conocieron en la primaria, las veces en que ella
lo había invitado a su casa a hacer la tarea y las mismas veces en que él había
rechazado la invitación. Recordaron que solían jugar juntos en la hora del
recreo. Teresa rio al hacerle notar que la mayoría de los juegos eran “para
niñas”, pero que él nunca se quejó. Al principio, Leandro trató de rebatir la
idea, de decir que no había sido así, que eran también “para niños”. Sin
embargo, sabía perfectamente que no tenía razón y confesó rápidamente que lo
hacía para estar con ella.
—¿En serio? —preguntó ella, algo sorprendida.
—Sí, en serio.
Teresa dio un espontáneo abrazo a Leandro y se alegró de
saber la historia.
—No tenía idea —dijo Teresa, conmovida.
—Pues sí, así fue…
Leandro no pudo decir más pues, súbitamente, quedó absorto
en sus pensamientos, en los recuerdos de aquellos lejanos días. Como en un
sueño, se vio a sí mismo corriendo alrededor de Teresa y sus amigas, justo a la
hora del recreo en la escuela. Recordaba que reía, que sus ojos se posaban en
ella. Pero, luego, notaba que no era sólo a Teresa a quien seguía. Entre sus
amigas, Leandro pudo distinguir a la niña tímida, a la de aspecto descuidado y
cabellera opaca y oscura. Sí, ahí estaba la razón por la que él se acercaba.
Ahí estaba Mónica, la mejor amiga de Teresa. Si bien Mónica no la resultaba tan
intimidante como Teresa, Leandro no había sabido cómo acercarse a ella sin
ahuyentarla. Temía que si Mónica se enteraba que era ella la que le gustaba a
Leandro, correría tan rápido y con tanto miedo que parecería una gacela
asustadiza, y él no podría alcanzarla nunca. Por eso decidió aprovechar la
facilidad con que se acercaba a Teresa y, así, estar cerca de Mónica.
—Oye, ¿y qué sabes de Mónica? —preguntó el, saliendo de su
trance.
—¿Mónica? ¡Ah, Mónica! ¡La pobretona!
Ese comentario hizo sentir incómodo y molesto a Leandro,
pero lo ocultó bajando la cabeza y asintiendo lentamente.
—Pues no sé —continuó Teresa—. Dicen que le dio alguna
enfermedad rara cuando estaba estudiando la carrera. No sé. Dicen que se murió.
Teresa lo dijo sin darle mucha importancia al asunto, pero
Leandro pareció afectado al escuchar la noticia.
—¿Se murió?
—No sé. Eso dicen.—Pero ¿no era tu amiga? ¿No seguiste viéndola?
—¿Yo amiga de ésa? ¿Cómo crees? ¿Platicamos de otra cosa?
Una sensación de vacío viajó desde el estómago de Leandro y
se alojó en su cerebro, haciéndolo tambalearse en medio de un mareo. Sin decir
palabra, se alejó de Teresa y se sentó en un espacio vacío de un sillón cercano.
Sintió náuseas y quiso combatirlas respirando hondo, levantando su rostro para
evitar el ambiente enfermizo que lo rodeaba. Entre tanta gente, experimentó una
intensa soledad. No obstante, deseó estar lejos de aquellos que representaban
su pasado. ¿De qué servía recordar si lo único que quedaba de sus recuerdos era
tan desagradable? ¿Por qué la vida se empeñaba tanto en quitarle lo que valía
la pena, lo que él mismo no había sabido valorar?
Se levantó en un rápido movimiento y salió del lugar sin
despedirse. Nadie pareció notarlo. Sólo Teresa lo había seguido con la mirada,
pero no hizo el menor intento de detenerlo.
Leandro regresó a su solitario departamento. Estaba envuelto
en miedo y desesperación. De alguna forma, no se sentía viejo ya; se sentía
abandonado. Corrió hacia su vieja cama y se sentó sobre ella para tratar de
tranquilizarse. La noticia sobre Mónica lo había alterado irreversiblemente.
Por varios minutos, quedó inmóvil, con la mente vagando entre miles de
recuerdos, entre millones de imágenes, con una sola esperanza. Con la mano
temblando, sacó de uno de sus bolsillos un viejo papel doblado. Lo puso frente
a sus ojos y comenzó a desdoblarlo torpemente. Una lágrima dificultó la lectura
del papel, pero él tenía memorizada la
carta. Era la declaración de amor que el niño que había sido le había escrito a
Mónica, la niña que él había querido en secreto. Nunca tuvo el valor de
entregársela pues tenía miedo de que ella lo rechazara. Por años, había
guardado sólo para él aquella declaración. Quizás tenía la esperanza de vencer su
temor un día y dársela, pero luego sólo la olvidó. Después, cuando se enteró de
aquella reunión de amigos de la infancia, le pareció casi una increíble coincidencia
que la carta hubiera aparecido nuevamente al hurgar unos viejos muebles. Tenía
que dársela. Tenía que hacerle saber lo que había sido su sentimiento de niño.
La carta temblaba entre sus manos mientras él se esforzaba
por leerla. Una sola lágrima cayó y formó una mancha húmeda, justo sobre las
letras que formaban la frase “Me gustas mucho”.
Tu historia me ha recordado una cena de veinticinco aniversario de C.O.U. a la que asistí hace un par de años. Hay una entrada en mi blog que habla de ella. Curiosamente, los organizadores también tuvieron la idea de entregarnos una etiqueta con nuestro propio nombre a todos los asistentes. De gran ayuda, Sí. No sé qué hubiera sido de mí en caso contrario.
ResponderEliminarMe ha encantado esa declaración de amor, en toda regla,propia de la niñez.Una forma de endulzar el dramatismo de la historia. Sin duda, la edad de la inocencia.
Un abrazo,
La forma en que las historias se repiten en distintos lugares, en distintos tiempos, me hace pensar que todos estamos formados de ciertos elementos básicos, comunes a todos. Pero luego, tras ver los distintos resultados y las diferentes decisiones tomadas, me abre los ojos ante la diversidad de personalidades y vidas que puedan existir.
EliminarA veces me pregunto si lo mejor es quedarse en la parte común, allí donde la compatibilidad es segura y cómoda, o ir por la parte distinta y parecer un loco, un alterado o afectado por las mismas cosas comunes.
Dar un toque de amor a una historia trágica es parte de ver la vida de manera distinta. Como buscando la forma agradable y apasionante en las nubes de tormenta.
Un abrazo, Yolanda.