domingo, 5 de septiembre de 2010

Allí estaba yo…

Allí estaba yo, por la tarde, viendo cómo su respiración se hacía más difícil cada vez. Llegué a comparar esa respiración con un profundo ronquido que pocas veces lograba apagarse. Sus ojos, en el mejor de los casos, quedaban entreabiertos, como si se negaran a cerrarse por completo. Eso sí, el movimiento de los globos oculares era continuo, yendo de un extremo al otro sin cesar.

Se acercaba la noche y sabía yo que era mi turno de permanecer en vela, procurando que, en caso de necesitarse, pudiera yo auxiliarlo (aunque ese auxilio fuera limitarse sólo a buscar ayuda de alguien más). Traté de descansar un poco las horas cercanas a la medianoche, cuando mi mamá y mi tía seguían despiertas procurándole los últimos cuidados del día. No, no pude descansar realmente. Alrededor de las 11:30 de la noche, mi tía me llamó para darme las recomendaciones pertinentes. “Pueden pasar dos cosas durante la noche”, me indicó. “La primera es que surja otra convulsión y hay que cuidar que no se golpee ni se lastime con algo. En realidad no hay mucho que hacer en ese caso pero, si pasa, llámanos inmediatamente”, continuó. “La segunda cosa que puede ocurrir es que deje de respirar”, dijo casi sin inmutarse. Por un momento quedé en espera sobre las indicaciones que tendría que seguir si eso ocurriera. Había dicho que en el caso de las convulsiones no había mucho que hacer, en el segundo caso ¿qué podía hacerse? La respuesta no llegó. Sólo concluyó la frase diciendo “Llámanos en cualquier caso”. Se dirigió hacia donde él estaba y alzando la voz un poco más de lo normal le dijo al oído “Joss, ya nos vamos a dormir. Aquí se queda Julio, tu hijo, contigo, cuidándote. Todos te queremos mucho y no tienes nada de qué preocuparte. Tu familia está tranquila. Ve con Dios”. A lo largo de todo ese día mucha gente se había esforzado en hablarle y generalmente terminaban su conversaciones con esa misma frase: Ve con Dios.

Finalmente, todos se fueron a dormir. Yo preparé un libro que planeaba leer durante el transcurso de la noche para mantenerme despierto y lo más alerta posible. Acomodé una silla de forma que quedara frente a él, viendo cualquier cambio que pudiera haber, estando atento a cualquier situación que pudiera emerger. La única luz que estaba encendida apenas alumbraba lo suficiente como para que yo pudiera realizar mi lectura y rápidamente cansó mi vista. Después de leer un capítulo dejé el libro a un lado y traté de mantenerme alerta. Habían pasado sólo unos minutos después de la medianoche y todo parecía transcurrir de forma normal. Mentalmente cuidaba cada aspecto en su cuerpo recordando aquellas dos situaciones que podrían ocurrir: Convulsiones o dejar de respirar. Debido a la poca luz de la habitación, decidí que sería más fácil monitorear la situación agudizando mi sentido del oído. En caso de una convulsión la cama de hospital que mi mamá había rentado comenzaría a moverse violentamente y produciría el típico ruido de tubos y resortes resistiendo la tensión. Y, debido a la dificultad que en ese momento tenía para respirar, escuchar los cambios en sus inhalaciones y exhalaciones no resultaba tan complicado.

Así que, allí estaba yo, sentado en aquella incómoda silla, sin zapatos y con la cabeza recargada en uno de tantos libreros que todavía permanecen en la casa. Repasé mentalmente cada uno de los sonidos que llegaban a mí: Su fuerte respiración, el tic-tac del reloj de pared, un motor destinado a producir un ligero masaje en su espalda. Pasaron unos minutos y, con cierta extrañeza, me percaté de que el ruido más predominante en la habitación era el del tic-tac del reloj de pared. Algo preocupado, me levanté de la silla y fui a revisar. Efectivamente, la respiración había dejado de ser tan sonora como en las últimas horas, sin embargo, el movimiento ascendente y descendente de su abdomen me indicó que la respiración no había cesado. Me relajé un poco aunque mi cuerpo mantenía un extraño temblor ligero pero constante. Hoy sé que, más que un simple temblor, lo que estaba sintiendo era miedo. No, no era miedo a que mi padre dejara de respirar o a que sufriera alguna convulsión horrible mientras yo estuviera allí. No. Era un miedo mucho más estremecedor para mí. Era miedo a quedarme dormido y no notar a tiempo que alguna de esas situaciones estuviera ocurriendo. Era miedo a dejarlo ir sin que alguien estuviera allí, sosteniéndole la mano. Mientras estaba parado junto a su cama, viéndolo con la escasa luz que había, noté que su respiración comenzaba a hacerse débil, cada vez irremediablemente más débil. Pude ver cómo los ascensos y descensos de su abdomen eran menos marcados. Con ansiedad sostuve su mano entre las mías, sin saber qué hacer, sin saber qué decir. Sentí el frío de su mano al mismo tiempo que dejaba de percibir tanto el sonido de su respiración como el movimiento en su abdomen. Había pasado. Aquella situación que mi tía había descrito apenas unos minutos antes me tocó presenciarla a mí. Había dejado de respirar. Lentamente solté su mano y la acomodé junto a su cuerpo. Una sensación de urgencia se despertó en mí. Tenía que avisar, tenía que despertar a mi mamá y a mi tía para avisarles lo que había pasado. Por alguna razón, sentí que tenía que ser rápido, sentí que era urgente. Corrí a la primera habitación donde dormía mi tía. “¡Lupe!… ¡Lupe!… ¡¡Ven rápido, dejó de respirar!!”, fue mi única explicación. Al escucharme, ella se levantó y echó a correr hacia la habitación donde él seguía sin moverse. “¡Avísale a tu mamá!”, me ordenó sin más. Salí corriendo nuevamente a despertar a mi mamá. “¡Mamá!… ¡Mamá!… ¡Ven!”, dije. Por alguna razón, no pude decirle qué pasaba, no pude ser tan claro con ella. “¿Otra convulsión?”, preguntó. No salió una palabra de mi boca, sólo pude mover mi cabeza indicando una negativa. Corrimos hacia la habitación de mi papá y allí estaba mi tía acariciándole el rostro. Con los ojos llenos de lágrimas volvió su cabeza hacia donde estábamos mi mamá y yo y nos dijo “Ya se fue, ya está con Dios”. Mi mamá se acercó tiernamente hacia el rostro de mi papá y lo besó. Un tierno abrazo siguió a aquel beso y pensé que en ese momento mi mamá se desmoronaría de tristeza. Pero, para mi sorpresa, ella se incorporó más fuerte que nunca y le dijo “Ya estás con Dios”. Sacó un libro de rezos y comenzó a leer en voz alta las oraciones que en estos casos le resultaban las apropiadas, de acuerdo a su enorme fe. Yo miraba de pie toda la escena. Finalmente, era una escena de paz.

A ese momento siguieron momentos fríos, llenos de trámites, de comunicaciones de la noticia, de reflexión. Volví a mirar la habitación que ahora se sentía tranquila y descubrí que en una pequeña mesita a su lado todavía se encontraba un disco compacto que le había yo regalado apenas unas semanas atrás. Era un compendio de obras de ópera. No era una coincidencia que hubiera elegido ese disco para regalárselo. No, había una razón especial. Crecí escuchando la interpretación de la ópera Nabucco. ¿Qué tenía de especial esto? Simplemente que era mi papá quien la interpretaba, que era él quien con su potente voz llenaba el departamento donde vivíamos cuando yo era niño. Y todos sabíamos que cantaba sólo cuando se sentía muy feliz.

Va, pensiero, sull'ali dorate;
va, ti posa sui clivi, sui colli,
ove olezzano tepide e molli
l'aure dolci del suolo natal!

Así iniciaba aquella pieza de Guiseppe Verdi. Traducido al español diría algo así:

¡Ve pensamiento, con alas doradas,
pósate en las praderas y en las cimas
donde exhala su suave fragancia
el dulce aire de la tierra natal!

Va mi pensamiento contigo, papá, al escribir estas líneas. Recordando todas tus enseñanzas, todos tus esfuerzos por inculcarnos una actitud de bien. Olvidando tus errores, si es que alguna vez los tuviste. Admirando tu dedicación al aprendizaje, pero sobre todo, a la enseñanza. Honrando tu vocación de servir a los demás, de ayudar a los necesitados, de cuidar a los enfermos. Venerando el amor incondicional a tu familia, a tu espacio, a tu comunidad, a los que te rodeaban. Mirando con profundo respeto todas aquellas cualidades que tenías y que nos intentaste transmitir: responsabilidad, dedicación, constancia, esfuerzo, disciplina, mucha disciplina. Anhelando algún día llegar a ser una persona tan querida como lo fuiste dentro y fuera de la familia. Comprometido a honrar tu nombre, tus acciones, tus enseñanzas.

Fuiste siempre un hombre ejemplar. Eso lo tengo muy claro, lo tengo marcado en el alma. Lo sé y me consta porque nadie me lo tiene que contar: Allí estaba yo… y lo agradezco. Gracias, papá.

Ve con Dios.