miércoles, 16 de febrero de 2011

A mi profe sin cariño…

Era un sábado a eso de mediodía, la peor hora para organizar un partido de futbol. El sol pegaba con toda su intensidad y alrededor de la cancha no podía verse una sola sombra que ayudara a jugadores y espectadores a protegerse del sofocante calor. La tierra suelta, principal materia prima de aquella cancha, no mejoraba el asunto. Aún los rostros de quienes no corrían quedaban cubiertos de gruesas capas de suciedad que quedaba firmemente adherida gracias a los interminables chorros de sudor que parecían emanar como por arte de magia, sin necesidad de palabras mágicas. "Échale ganas, viejo", gritó una alegre espectadora al momento que aplaudía efusivamente y en sus manos parecía formarse un pequeño remolino de polvo. Por supuesto, ninguno de los equipos que se enfrentaban era profesional, ni siquiera medio bien organizado. Las figuras de aquellos animosos jugadores los delataban: las panzas desbordadas en los ajustados uniformes, las calvas que rápidamente mostraban signos de irritación por la exposición al sol, y el inconfundible agotamiento provocado por la falta de ejercicio que se traducía en enormes nubes de tierra levantada al ir arrastrando los cansados pies. Así eran, en su mayoría, los torneos organizados para celebrar el Día del Padre en las escuelas primarias. En esta ocasión no se trataba de un partido "Padres vs Hijos", sino que, por la gran asistencia de padres ese año, se decidió organizar uno de "Padres vs Padres". Al menos la humillación para los perdedores sería menor por el simple hecho de haber sido derrotados por un equipo de "su misma condición", en todo caso. Como puede imaginarse, las porras provenían principalmente de las esposas de los jugadores ya que los hijos trataban de pasar inadvertidos y evitaban responder con vergüenza a la tan sádica pregunta de "¿Cuál es tu papá?". Y, si la pregunta no podía evadirse, había quienes alegremente señalaban con poca precisión hacia un grupo lejano difícil de distinguir entre la polvareda levantada. El juego no empezó tan mal, se escuchaban aplausos y porras casi eufóricas para animar a los jugadores y motivarlos a dar "un buen espectáculo". Los jugadores hicieron su mejor esfuerzo por moverse de un lado a otro sin que se notara mucho la poca idea de lo que estaban haciendo. No es lo mismo dirigir a un equipo de futbol desde la comodidad del sillón de la sala que ejecutar con precisión la jugada que todos quieren ver, sobre todo si hay que correr para llevarla a cabo. Poco a poco, los ánimos comenzaron a disminuir, junto con las fuerzas en las piernas de los jugadores. Se empezaba a distinguir cuáles jugadores podían ser fácilmente burlados y el otro equipo podía tomar ventaja de aquel punto flaco, o más precisamente, de aquel punto débil. Así, comenzaron a caer los goles de un equipo, siempre aprovechando la poca velocidad de uno de los defensas que constantemente era dejado atrás. No era difícil que, con un pequeño drible, el delantero rebasara al cansado defensa y quedara frente al portero con alta probabilidad de anotar. Cada gol parecía la repetición del anterior: el mismo defensa dejaba de correr y dejaba expuesto a su guardameta. "Córrele, viejo. ¡Córrele!", le gritaba la esposa. "¡Ya está ruco!", avisaban entre gritos y risas los niños que presenciaban el partido. Todos los niños parecían muy divertidos cada vez que veían que, nuevamente, el delantero buscaba avanzar por la zona del defensa. "Allí está el pan. ¡Allí está el pan!", vociferaban todos ahogados casi en una carcajada. Todos, excepto uno. A diferencia del resto de los niños, había uno que parecía molesto. No, molesto era poco. Endiabladamente enojado. Y su enojo se tornaba en furia al reprimirse expresarlo. No quería que nadie lo notara. No quería ser el centro de burlas y comentarios malintencionados. Pese a que aquel lento defensa era su padre, él no tenía la culpa de su mala actuación. No tenía por qué pagar por la incompetencia de otro, aunque ese "otro" lo hubiera criado y hecho nacer. Permanecería callado, aguantando el coraje de ver la poca efectividad con la que se desempeñaba en el terreno su progenitor. Procuraría, incluso, reírse cuando, por enésima vez, aquel maldito delantero volviera a burlarlo. Pero algo en su interior se lo impedía, le resultaba imposible no enojarse. Cada vez le costaba más trabajo quedarse callado. No sabía cómo reaccionar. Quería hacer callar a todos aquellos burlones e insensibles que proferían mofas de su padre, quería romperles la boca y los dientes para detener su cruel risa. Con angustia, vio cómo aquel mismo delantero volvía a acercarse a la zona que "defendía" con cansancio extremo su padre. "No otra vez", pensó. "No otra vez". Pero todo parecía inevitable, mientras que el delantero preparaba ya la forma de burlar al defensa, los otros niños emocionados gritaban "¡Sí, sí, búrlalo otra vez!". Pero el hijo del tan atacado defensa no estaba dispuesto a permitirlo. No iba a permitir que humillaran nuevamente su honor, su intachable reputación, su inmejorable trayectoria, y tampoco, por supuesto, la de su padre. Así que cuando su padre estaba a punto de rendirse ante el embate del atacante, el hijo gritó con todas sus fuerzas, sacando toda su furia, haciendo uso de todo el aire que podía almacenar en sus pulmones: "Papá… ¡¡muévete, pendejo!!". En ese momento, todo mundo pareció callarse. Era como si una puerta cósmica se hubiera tragado el sonido por un momento y hecho que todo ocurriera como en cámara lenta. No pasó, sin embargo, mucho tiempo para que aquella puerta volviera a cerrarse y una estruendosa carcajada resonó por toda la cancha. Jugadores y espectadores no podían dejar de reír. Pero la risa no era motivada por la desesperación con la que el niño había gritado, tampoco por haber descubierto al hijo de aquel incompetente, y, menos aún se debía a aquella forma tan florida de referirse a su padre enfrente de todos. No, la risa se debió a que, tras el desgarrador grito, ¡se movió! Como impulsado por un resorte, el obediente padre logró vencer su cansancio y comenzó a correr rápidamente al grado que pudo quitarle el balón al delantero del otro equipo, avanzó en dirección de un compañero y le puso un pase impecable. Terminada su excelente jugada, el padre volteó orgulloso hacia donde había nacido el grito y, sonriéndole a su hijo, levantó el pulgar en forma aprobatoria.

Todavía las risas resonaban en el salón de clases cuando la voz del profesor volvió a escucharse. "¿Qué opinan?", fue su pregunta inicial. "Si pusieron atención a la historia que acabo de contar ¿qué conclusión sacan? ¿Por qué ese padre, cansado hasta el extremo, reaccionó inmediatamente al oír el reclamo de su hijo?", preguntó logrando que todos guardáramos silencio para reflexionar un poco sobre la recién escuchada narración. Podíamos sentir cómo su mirada recorría lentamente cada lugar, cada silla que ocupábamos. Pese a que su pregunta buscaba una respuesta seria, una pequeña sonrisa se dibujaba en su boca dando la sensación de que disfrutaba esos momentos en que nos hacía dudar. O, mejor dicho, esos momentos en que nos hacía pensar. Este tipo de dinámicas no eran poco comunes en las clases del profesor Raúl Rivera Carreño, a quien se le conocía más como "el Profesor Carreño". Siendo un maestro con una técnica de enseñanza poco tradicional, supongo yo que estaba acostumbrado a respuestas que más bien buscaban evadir las preguntas. "¿Eso va a venir en el examen, profesor?", era una de las clásicas. Típicamente, su sonrisa se convertía en mueca de desaprobación y surgía una de sus principales cualidades pedagógicas que lo caracterizaban: el sarcasmo. "No te preocupes, sólo harán el examen los que puedan pasarlo", respondía con la sonrisa vuelta al rostro. ¿Había sido eso un reclamo, una exhortación, un consuelo… una amenaza? Tal vez un poco de todo ello. Lo cierto es que, al menos vagamente, siempre surgía en la mente de los alumnos cierta inquietud: ¿Qué tenía que ver el partido de futbol y todas aquellas historias que el profesor Carreño contaba con la Ingeniería Industrial? Sí, la materia que estábamos estudiando era "Introducción a la Ingeniería Industrial" durante el primer semestre de la carrera en la Unidad Profesional Interdisciplinaria de Ingeniería y Ciencias Sociales y Administrativas del Instituto Politécnico Nacional. UPIICSA, para abreviar bastante. Si la memoria no me falla, era el año de 1989.

–Posiblemente el padre se sintió motivado al escuchar el grito de su hijo –dijo Rosa Ana, una de las compañeras más participativas de la clase.

–Seguramente, pero ¿qué de aquello que dijo el niño fue diferente a lo que, por ejemplo, la esposa le gritó?

–Pues nada, los dos buscaban motivarlo y que corriera, excepto que…

–¿Ajá? Termina la frase.

–Excepto que el niño lo llamó pendejo –dijo Rosa Ana soltando una risita.

–¡Exacto! ¡Esa es la parte importante!

–¿La de "pendejo"? –preguntó asombrada

–Háganse esta pregunta: ¿Qué clase de hijo le habla así a su padre en una situación como esta?

–¿Un suicida? –preguntó alguien más provocando una carcajada generalizada.

–No. Y la prueba es que, lejos de enfadarse, el padre parecía complacido al final. Eso indica que, de alguna forma, estaba familiarizado con aquella forma de motivación ¿cierto?

–Pues sí –confirmó Rosa Ana

–¿Cómo creen que el papá solía motivar a su hijo? ¿Con halagos? ¿Frases profundas y bien pensadas? ¡No! Seguramente lo hacía a punta de insultos, malas palabras y provocaciones. Y, obviamente, esperaba que el hijo respondiera sin quejarse, sin resentirse. Desde su propio punto de vista, estaba educando a su hijo para ser "hombrecito". ¿Y saben algo? El niño lo estaba aprendiendo ya. ¿Así que cómo creen que ese niño educará en el futuro a sus hijos? Muy probablemente de la misma forma. Educar, enseñar y formar, conllevan un nivel elevado de responsabilidad, pero también involucran un riesgo: el riesgo de que aquellos a los que tratamos de educar, de enseñar y de formar aprendan. No por el hecho de aprender en sí, sino por aprender en la forma incorrecta. Cada aprendizaje, cada información recibida tiene al menos dos formas de emplearse de forma general: en beneficio del hombre o en su contra. Aquel que estudia ingeniería normalmente lo hace creyendo que utilizará sus conocimientos para construir, para crear. Pero les tengo noticias: aquellos que diseñan armas, que se las "ingenian" para determinar la forma más eficiente de destruir a otros seres humanos, también se han llamado "ingenieros". Una bala expansiva no se diseña para otra cosa que estar completamente seguros de que, quien la reciba en un disparo, no necesite una segunda para morir. Si hay algo básico que me gustaría que aprendieran en esta clase es que todos tenemos en nuestras manos el poder de crear y el de destruir por igual. ¿Mi objetivo? Enseñarles que el verdadero hombre, el verdadero ingeniero respeta la vida y el lugar en donde vive él y sus semejantes. Recuerden siempre esto: Lo más importante para el ingeniero es el ser humano. Y me refiero al ser humano como raza y habitante de este mundo, como también me refiero a esa actitud que de vez en cuando adoptamos de "ser humanos". Repito: "¡Lo más importante para el ingeniero es el ser humano!".

Obviamente, la relación con el estudio de la Ingeniería Industrial nos quedó clara.

Raúl Rivera Carreño resultó ser una persona risueña, de voz profunda y fuerte, cuya principal pasión consistía en cautivar con sus enseñanzas a sus alumnos. No era un típico maestro que escribe en el pizarrón esperando que los demás apunten. Era una persona que empleaba el pizarrón esperando que los demás aprendieran. Llenaba sus clases de historias e imágenes que nos transportaban a otros lugares, a otros tiempos, siempre buscando que, a nuestro regreso, pudiéramos reflexionar y pensar. En muchas ocasiones nosotros, sus alumnos, nos llegamos a preguntar de qué escuela había salido tan extraordinario profesor y cómo había llegado a la nuestra. Así lo explicaba él: "Si yo no hubiera sido Ingeniero Mecánico, habría sido Ingeniero Industrial, pero en el tiempo en que estudié no existía la carrera, al menos no en ESIME", y al tiempo de decir "ESIME" ponía una rodilla en el piso en signo de reverencia y volvía a levantarse inmediatamente, provocando risas entre los presentes. "El Ingeniero Mecánico diseña maquinaria y equipos para facilitar los trabajos pesados, el Ingeniero Industrial desarrolla procesos de forma inteligente, conoce cada aspecto de la maquinaria y busca nuevas formas de aplicarlas para ayudar al hombre cuidando su productividad y su propia seguridad. Y aun cuando no existía la carrera de Ingeniero Industrial en ESIME (rodilla en tierra), me siento profundamente agradecido con la escuela en la que estudié. No porque sea la mejor del mundo, ni porque cuente con prestigio ni reconocimiento universal, sino porque es el lugar en donde aprendí, no sólo conceptos, sino muchos principios, en más de un sentido. Espero que algún día ustedes se sientan orgullosos de su carrera y de su escuela, y, al igual que yo, se hinquen y rindan reverencia cada vez que escuchen 'UPIICSA' porque eso querrá decir que ha trascendido en ustedes más allá de los conocimientos adquiridos".

Conforme el semestre fue transcurriendo, conocimos más aspectos del profesor en su forma de impartir su clase. Ninguna sesión era igual a la otra y siempre había algo sorprendente en ellas. Por supuesto que existían definiciones, conceptos, cuestionarios y otros aspectos de la educación tradicional en su clase, pero lo que recuerdo hoy con mayor intensidad son los aprendizajes que obtuve no sólo para mi carrera, sino para mi vida. En una ocasión, sin mayor preámbulo, fue hacia el pizarrón y escribió lo siguiente: F=ma

–¿Qué dice allí? –preguntó señalando la fórmula que había escrito.

–Fuerza igual a masa por aceleración –contestó alguien, muy probablemente Rosa Ana.

–Así es, de acuerdo a la Ley de Newton, la Fuerza que adquiere un objeto en movimiento depende de la masa del propio objeto y es directamente proporcional a la aceleración que desarrolla el mismo objeto. Ahora, ¿qué dice aquí? –preguntó el profesor mientras escribía algo más en el pizarrón: "E=mc2"

–La Energía es igual a la masa por la velocidad de la luz elevada al cuadrado –respondió rápidamente Rosa Ana.

–No –dijo secamente el profesor

–Bueno, la Energía que adquiere un objeto es dependiente de la masa y directamente proporcional a la velocidad de la luz elevada al cuadrado

–No

–Digo, que la Energía de un cuerpo depende de la velocidad de la luz elevada al cuadrado y es directamente proporcional… ¿a su masa?

–No

Silencio.

–¿Alguien más? –inquirió retando con la mirada al resto del salón

Silencio.

–No. Lo que realmente dice allí es: "Newton es un imbécil. Firma Albert Einstein". Newton no consideró cuestiones relativistas y su fórmula es válida únicamente para calcular fuerzas cinéticas y aplica sólo en ciertos escenarios cuando la masa permanece constante. Si tomamos como referencia un cohete que es lanzado al espacio, la masa que el propio cohete pierde en su desplazamiento es totalmente considerable. Los litros y litros de combustible que se consumen durante su ascenso provocan una variación en la propia masa de cohete que hace que la segunda ley de Newton quede totalmente obsoleta y sea poco práctica en estos casos. Einstein determinó que la velocidad de la luz resultaba una mejor referencia para estas situaciones ya que, independientemente de su punto de origen, dicha velocidad nunca varía.

–Bueno, pero eso no significa que Newton haya sido un imbécil, simplemente que no consideró todos los escenarios.

–Lo que en realidad quiere decir es que nadie tiene la verdad absoluta y que cualquier principio o ley puede tener su propio ámbito de aplicación, tal vez hasta su propia vigencia. No, no digo que Newton haya sido un imbécil. Por el contrario, creo que fue un científico genial para su época. Excelente buscador de la verdad. Lo que digo es que hasta los genios tienen sus limitantes. Posiblemente alguien en el futuro determine que la ley de la relatividad de Einstein es incorrecta o incompleta. Mi punto es que todo es mejorable en cada instante y que, pese a las evidencias que otros han mostrado en el pasado, siempre existe la posibilidad de ir más allá, de encontrar nuevos límites fuera de nuestra imaginación pero debemos trabajar y prepararnos para alcanzarlos. No, definitivamente Newton no era un imbécil. Algo que me oirán decir muy seguido durante las clases tiene que ver con la intención con que digo las frases, con el propósito de las anécdotas, con el objetivo de mis palabras: No es lo que digo, sino lo que quiero decir.

Pero sus enseñanzas no se limitaban a frases motivacionales o a relacionar la Ingeniería Industrial con la vida. Sus dinámicas abarcaban mucho más. "A mí me gusta viajar mucho. Cada fin de semana procuro ir a algún estado de la República Mexicana o, con menor frecuencia, a algún otro país", comenzó diciendo alguna vez. "Independientemente de todos los lugares que uno puede conocer, de las experiencias que uno puede adquirir en un viaje, a mí me agrada la sensación de libertad que me da el recorrer lugares que no conozco. Libertad de ir caminando y tener total decisión en dar una vuelta a la izquierda, a la derecha, seguir de frente o simplemente parar. Constantemente recorro lugares donde uno puede seguir avanzando y avanzando y parece que no llegará a ningún lado. Normalmente son lugares poco transitados, llanos, bosques o praderas, en muchas ocasiones. Me he dado cuenta de que, por más cansado que uno se sienta en esos recorridos, siempre es posible dar un paso más. Y tras ese paso, otro, y luego otro más. Así hasta llegar a su destino. Parecería que el hombre estuviera diseñado para seguir caminando mientras todavía tuviera un destino al que llegar. Contrario a lo que muchos pudieran pensar, la resistencia física es más bien un asunto mental. Quienes corren un maratón pasan siempre por un punto en que sus fuerzas flaquean, los dolores en las piernas, en los brazos, en el abdomen, pueden volverse insoportables. Al llegar a este punto, las posibilidades de terminar el maratón se equilibran, independientemente de su preparación. ¿Por qué? Porque en ese preciso momento todo depende de su actitud mental. Un solo instante de duda basta para que las piernas no logren dar un paso más. Primero se rinde la mente, luego el cuerpo, después el espíritu. Todo termina allí. Por el contrario, si el corredor logra sobreponerse mentalmente al dolor, al cansancio, a la desesperación, logrará seguir avanzando. Y seguramente habrá momentos, más adelante en el camino, que volverán a retar su mente, a tratar de mermar su convicción de seguir corriendo. Sólo si logra vencer todas y cada una de las tentaciones de detenerse logrará cruzar la meta", nos dijo una vez. Posteriormente, se colocó en un extremo del salón y miró fijamente hacia el piso. En realidad no había nada raro allí, era el típico piso recubierto por losetas plásticas. Se ubicó sobre una de ellas y eligió un "camino" formado por una hilera de losetas consecutivas. "¿Qué me dirían si les pidiera que caminen por esta hilera de losetas, de un extremo del salón a otro? Sería fácil ¿no? Un camino de 30 centímetros de ancho, de máximo 10 metros de longitud. ¿Qué dificultad podría presentar?". Enseguida se puso a caminar sobre el "camino" con los brazos extendidos hacia los lados, de un extremo al otro del salón. "Sí, en realidad está fácil", dijo. "Es tan fácil que podría hacerlo con los ojos cerrados y yendo de espaldas", afirmó al tiempo que cerraba los ojos y giraba para caminar hacia atrás realizando aquella tarea impecablemente, sin salirse de la ruta trazada. "¿Lo ven? ¿Creen que podrían hacerlo ustedes también?". Y sin esperar a que hubiera respuesta regresó al punto de partida, como preparándose para repetir la hazaña. "¿Pero qué pasa si les digo que hagan exactamente lo mismo aunque con una pequeña diferencia? ¿Qué pasaría si les digo tienen que recorrer el camino de 30 centímetros de ancho, 10 metros de largo, pero que a cada lado del camino existe un abismo?". Inició el camino denotando miedo, como haciendo equilibrio de forma exagerada, sin confianza en seguir caminando. "¡Ay, nanita!", exclamó al tiempo en que puso rodillas y manos al piso, como para seguir avanzando a gatas". Por supuesto que todos reímos ante tal escena, tal vez porque era la primera vez que lo veíamos posar las rodillas sobre el piso sin haber mencionado la palabra "ESIME". Asumiendo nuevamente la posición vertical, preguntó hablando seriamente "¿Por qué nos acobardamos ante una tarea que, de antemano, sabemos que dominamos? ¿Son los riegos los que nos hacen comportarnos torpemente, ridículamente? Definitivamente, nunca hay que restarle importancia a los riesgos pero no tienen que ser justificantes de nuestras inseguridades. ¿De dónde proviene aquel miedo, esa torpeza, aquella indecisión? Sí, efectivamente. De nuestra mente. De nosotros mismos. Nuestra mente es muy poderosa. Sumamente poderosa, diría yo. Pero tiene un defecto enorme: es muy ingenua y se cree todo. ¿Qué pasa cuando a nuestra mente, provista con ese poder inmenso, le decimos 'No puedo'? ¡Pues que se la va a creer! ¿Y qué creen? ¡No vamos a poder! Las barreras más difíciles que un ser humano debe vencer son aquellas que provienen de su propio ser", concluyó.

Quisiera tratar de trasmitir un poco más claras las ideas e intenciones del profesor, así que permítanme presentar la siguiente clase en palabras del propio maestro, tal como las recuerdo:

Iba avanzando lentamente por el tráfico. O mejor dicho, quisiera haber podido avanzar lentamente en ese tráfico infernal de viernes pero la interminable fila de autos amontonados en la calle y los inservibles semáforos me lo hacían imposible. Estaba anocheciendo y, para colmo de males, una torrencial lluvia se dejó sentir inesperadamente. Dentro de mi auto, un Topaz, el ambiente era mucho más tranquilo. La temperatura era bastante agradable, la música sonaba en el estéreo y, aunque difícil de creer, estaba yo disfrutando aquella sensación de privacidad, de intimidad conmigo mismo. Lo único que alteraba aquel estado de paz y serenidad era el estrés provocado por el camión de redilas que tenía enfrente y que bloqueaba mi vista. Me daba la impresión de estar a la deriva, con gran incertidumbre, sin saber qué estaba pasando. Tenía que estar atento de vez en cuando para ver si era posible avanzar unos cuantos centímetros. Decidí que sería mucho mejor estacionarme, dejar de preocuparme por todas las horas que podría pasar atorado en ese embotellamiento. En cuanto tuve la oportunidad me orillé y apagué el motor del auto, dejando que el único sonido que saliera de él fuera el de la música que tanto estaba disfrutando en ese momento. Subí hasta el tope las ventanillas, puse los seguros de las puertas y giré la perilla del volumen para opacar el ruido que producía la lluvia al golpear contra la carrocería del auto. Era un momento sumamente reparador y agradable. Cerré los ojos, tarareé la canción que sonaba en el estéreo y no pude dejar de sonreír inconscientemente. Así duré un rato, no sé cuánto. Sin realmente tener una razón, giré mi cabeza hacia la ventanilla del lado del pasajero y abrí los ojos. La escena que vi fuera del carro llamó enormemente mi atención. Era un hombre que vendía billetes de lotería. Protegía su cabeza con un pequeño impermeable plástico y ofrecía alegremente los billetes restantes a quienes pasaban apresuradamente. Sí, alegremente. Pese a la intensa lluvia, pese a la poca probabilidad de que alguien le comprara un billete mojado, ¡él sonreía! No sólo eso, debía tener un cierto grado de locura ya que, repentinamente, su sonrisa se volvió risa. ¿Cómo podía estarse riendo? Se estaba llevando la empapada de su vida, tenía que aguantar el frío que ya se sentía, nadie le compraba un billete y el tipo seguía saltando alegremente entre los charcos. ¡Riendo! En realidad no lo entendía. La expresión de mi rostro cambió al darme cuenta de todo ello. Pasé de un estado de paz mental a uno de completa estupefacción. Todavía estaba yo asimilando aquella escena cuando, sin saber por qué, reconocí esa rara sensación de estar siendo observado. Era como si la mirada de alguien se posara sobre mi nuca y me provocara girar mi cabeza hacia el lado opuesto. Allí, fuera de la ventanilla del lado del conductor, reconocí mi propia expresión. Aquella que el vendedor de billetes de lotería había provocado en mí. Se trataba de un completo desconocido que iba formado en el tráfico. Su auto era de una marca de lujo, iba vestido elegantemente y mantenía su mirada fija en mí. Sus ojos, su postura, sus gestos, todo expresaba claramente una duda, una cruel pregunta: "¿De qué se ríe ese estúpido? Encerrado en su Topaz, estacionado, sin intención de avanzar, posiblemente escuchando música él solo. ¡Y todavía sonríe!". Inmediatamente me imaginé que, a lo lejos, alguien en un helicóptero estaría mirando a aquel hombre a través de la ventanilla y con lástima pensaría: "¿Y ese de qué se ríe? Atorado en el tráfico, usando traje y corbata al manejar". Y quizás, desde un jet privado, algún otro personaje miraría con pena al conductor del helicóptero y se preguntaría si a alguien más se le ocurriría ir volando con aquella lluvia torrencial. Y así, quizás pudiera existir alguien más observando a los demás sin saber cómo es que alguien, en ciertas circunstancias, se atreve a ser feliz. Y es que la felicidad es una decisión personal, independiente de las circunstancias, creada por nosotros mismos. Nadie puede entender las razones que hacen feliz a los demás porque cada uno de nosotros ha elegido de forma personal aquello que lo hacen disfrutar y sentirse bien. Todos, absolutamente todos, podemos ser felices, es cuestión de atreverse, de decidirse, de querer serlo. En la vida encontrarán situaciones favorables y desfavorables. Tendrán altas y bajas en sus carreras, en sus vidas personales, con su pareja, en aspectos deportivos y políticos. Pero todo es parte de vivir, hay que aprender, mejorar y seguir disfrutando. ¿Qué me hace feliz a mí? ¿Qué me impulsa a seguir viviendo? ¿Qué me da fuerza para sonreír? Simple: Esa expresión inconfundible, esa sonrisa espontánea, esas palabras no siempre pronunciadas, aquello que puedo descubrir de vez en cuando en la cara de mis alumnos y que me da la certeza de que algo de lo que estoy diciendo ha llegado a su corazón. Eso, invariablemente, me hace sonreír.

Pero ningún relato sería suficiente para narrar todas las experiencias vividas durante las clases del profesor Carreño, por más extenso que fuera. Fueron cientos de historias, anécdotas, hechos interesantes. Imposible expresar con exactitud la intensidad de sus palabras, la profundidad de su mirada, las variaciones de su voz, su innegable carisma. Intentar recrear sus clases no logra una imagen cercana a lo que era presenciarlas ¿Por qué entonces estas líneas? ¿Con qué objeto escribirlas? No, no es cariño. De alguna forma, el cariño doblaría tendenciosamente mi juicio y pondría en duda la veracidad de mis palabras. No, es otra cosa. Por alguna extraña razón, su voz sigue resonando en mi mente, su risa sigue provocando la mía, sus relatos siguen inspirando mis acciones. Respeto, admiración, agradecimiento. Esas son sólo algunas de las cosas que me impulsan a escribir este pequeño tributo a una persona inolvidable para mí. Creo que el mayor logro que un maestro puede atesorar es que sus enseñanzas permanezcan vivas en aquellos a quienes él mismo las transmitió. No habría forma de que aquel logro sea atesorado sin ayuda de sus alumnos. Sólo cuando aquellos alumnos, que cada clase abandonaban el salón y parecían retirarse mostrándose indiferentes, regresan y muestran lo que han aprendido, es cuando el profesor empieza a sentir que su labor está rindiendo frutos. Pero ninguna enseñanza estaría completa si no produjera en un discípulo aquella sensación de haber recibido un tesoro, no para poseerlo o esconderlo, sino para transmitirlo.

Recuerdo que, en aquellos días de sus clases, el propio profesor Carreño nos recomendó una película: La sociedad de los poetas muertos. "Representó mucho para mí por el hecho de yo ser un maestro, pero seguramente será interesante para ustedes también", comentó. Por supuesto que la fui a ver y resultó una de mis películas favoritas hasta la fecha. Creo que la parte que más disfruté de aquella película fue cuando los alumnos suben a sus mesas en una especie de homenaje para él. En menor grado, este escrito intenta ser un pequeño homenaje a un profesor que dejó sus enseñanzas más allá del salón de clases y que me hizo comprender que una buena educación no se trata de sacar la mejor calificación en un examen, se trata de sacar lo mejor de uno mismo en la vida. Rodilla en tierra digo: ¡Gracias!