miércoles, 13 de enero de 2010

Anécdotas de Soporte Técnico – Parte II

Como mencioné en alguna entrada anterior: el soporte técnico no es precisamente el trabajo más reconocido, pero no por eso tiene que estar fuera del alcance de la diversión. Muchas veces la parte graciosa del trabajo la provoca el usuario final, otras tantas el propio agente de soporte técnico, en otras (más de las que uno podía imaginarse) el propio produto al que se le da soporte técnico. Presento los siguientes casos no como burlas sino como experiencias agradables que me han tocado vivir y que, en más de una ocasión, me han hecho exclamar “¡Me encanta mi trabajo!”.

La computadora daltónica.
Mientras trabajaba en una empresa de soporte técnico “multivendor” (que significa que le dábamos soporte “a lo que fuera”, sin importar el fabricante) nos llamó el gerente de informática de una empresa muy grande cuyo equipo interno de soporte técnico tenía un alto nivel técnico. Cuando recibíamos una llamada de esta empresa sabíamos que el problema que se estaba presentando era realmente complejo y ya había pasado por varios ingenieros de diversos niveles sin que hubieran podido arreglarlo.

Cliente:   Llamo porque nuestro programa de diseño gráfico no muestra correctamente los colores.
Yo:   Mmmm… ¿El problema es sólo con el programa de diseño o en cualquier otro programa se ven mal los colores?
Cliente:   No, solo en el programa de diseño, pero no en todas partes sino únicamente en las texturas.
Yo:   ¿En las texturas?
Cliente:   Sí, si estamos diseñando algo que tiene que ser hecho de madera el programa de diseño no muestra la textura del objeto de color café y con las vetas de la madera, sólo muestra un color verde casi fosforescente. La madera no es verde fosforescente ¿verdad?

En ese entonces todavía no había salido la película “Avatar” afortunadamente o hubiera dudado en mi respuesta. Pero no únicamente ocurría con las texturas de madera, sino también en las de metal, plástico, cemento y, para abreviar, en todas las demás (que eran unas cien, según recuerdo). Así que decidí que una visita en sitio sería más conveniente para resolver más rápido el problema.
“Todo empezó cuando llegaron las máquinas nuevas”, dijo el gerente cuando estuve ya en sus instalaciones. “Ya vienen con la nueva versión del sistema operativo y parece que algo no es compatible porque en las máquinas ‘viejitas’ funciona todo bien” concluyó. Inmediatamente me llevó a un equipo donde el programa de diseño funcionaba bien y justo a un lado había otro donde, efectivamente, cualquier textura de los objetos se iluminaba con un horrible color verde intenso. “Seguro es culpa del Sistema Operativo que hace cosas raras”, diagnosticó sin mayor miramiento como queriendo transmitirme que no aceptaría un diagnóstico que pudiera indicar un problema en el programa de diseño gráfico.
Al revisar los equipos que tenían el problema mi primera sugerencia fue cambiar el idioma en el que estaba configurado el equipo de Español a Inglés. “¿Podemos probar eso en algún equipo?”, pregunté. “¿Cómo crees? ¿Qué clase de solución es esa? ¿Por qué no me mandaron a alguien con más experiencia resolviendo problemas y con más lógica? Sería una estupidez pensar que el idioma tenga algo que ver con los colores que se muestran en la pantalla”, me dijo antes de realizar la prueba y descartando mi solución. “No perdemos nada con probar”, contesté confiado aunque sin realmente estar seguro de que funcionaría lo que acababa de proponer. “Vamos a hacer esto: si no funciona lo que dices quiero que me asignen a otro ingeniero para que me ayude, alguien que sí sepa”, dijo con prepotencia y sin voltear a verme. Cambió el idioma del equipo a Inglés y, posteriormente, entró al programa de diseño. Intentó aplicar la textura de madera a un objeto mientras yo, sumamente nervioso, esperaba a un lado del equipo. Esta vez aquel efecto color verde espantoso no apareció. En su lugar el objeto dio la apariencia de estar hecho de madera con un color café impecable. “¡¡No manches!! ¡No puede ser!”, exclamó posando su cabeza entre ambas manos. “No, no puede ser. ¡Vamos a otra máquina!”, ordenó mientras se paraba apuradamente y buscó otro de los equipos nuevos. Verificamos que sin el cambio de idioma las texturas quedaban “manchadas” con aquel color verde intenso. Aplicamos el mismo procedimiento para cambiar el idioma en la configuración del equipo y volvimos a intentarlo. “¡Ja! ¡Ahí está! ¡No funcionó tu solución!”, dijo casi saltando del asiento, esta vez viéndome fijamente con los ojos muy abiertos y poniendo una sonrisa burlona que no podía quitar. Cuando vi la pantalla me di cuenta de que el objeto donde se quería aplicar la textura no estaba verde, más bien tenía un color casi negro pero no parecía madera. Sin alterarme mucho, me acerqué al monitor y le subí el brillo. La textura tipo madera con su típico color café apareció mágicamente. También, como por arte de magia, su sonrisa desapareció inmediatamente. Volteándose hacia la persona que normalmente usaba esa máquina comenzó a preguntar “¿Por qué…?”. “Es que me molesta el brillo de la pantalla”, respondió rápidamente el usuario sin dejarlo terminar su pregunta.
Quisiera poder decir que el gerente quedó convencido después de ver que la solución había funcionado también en la segunda máquina, pero se pasó recorriendo varios puestos de trabajo buscando que en alguna no funcionara. “Déjame probar una cosa”, empezó diciendo a los dueños de los equipos para que lo dejaran aplicar el procedimiento. Como en todos los casos el problema iba quedando corregido, en los últimos lugares a donde fuimos cambió su frase a “Déjame aplicar unos cambios para que ya funcione el programa de diseño gráfico”. La realidad era que él no podía aceptar que, tras varios días de “pelearse” con el problema, llegara alguien externo y lo arreglara al primer intento. Buscó desesperadamente los datos de quien le había vendido el programa de diseño porque, según él, a alguien había que reclamarle. “No puede ser que sean tan imbéciles”, gruñía al tiempo que buscaba un número telefónico. “Quiero que tú les expliques cuál es el problema”, me dijo. Su posición y opinión cambió varias veces en el tiempo en que estuve allí. “Tengo un equipo lleno de incompetentes”, “Días y días investigando y no pudieron imaginarse algo así”, “Bueno, pero quién podía imaginarse algo así”, “Alguien tiene que responder por esto”, fueron algunas de las frases que llegaba a vociferar junto con otras que emitía sin que pudiera yo descifrar lo que decía. Curiosamente, mientras seguía buscando sin suerte el número telefónico comenzó a calmarse. Yo permanecí callado frente a su escritorio sólo con una pequeña pero notoria sonrisa en mi rostro. Sin poder reclamarme nada y sin lograr encontrar el número del proveedor del programa de diseño finalmente me dijo “Pues muchas gracias, ya teníamos mucha presión porque no podíamos usar los equipos nuevos y lo arreglaste rápido”. Pensé que iba a dejarme ir después de eso pero viéndome de forma un poco extraña finalmente se atrevió a preguntar “¿Cómo supiste que era eso? ¿Por qué no revisaste la tarjeta de video, los drivers o algo más relacionado con el video? ¿Por qué tu primera opción fue revisar el idioma del equipo?”. Por un momento no supe si contestar o no, hasta que finalmente me decidí y dije “Los sistemas que cubren con algún patrón un área definida realizan muchísimos cálculos para determinar el brillo, sombras y otros aspectos que hagan más real la forma en que son aplicados. Dependiendo del resultado de los cálculos se emplea el color resultante en cada punto de la figura a ‘rellenar’. Cuando el Sistema Operativo está en español el separador de unidades de millar es un punto y el separador de decimales es una coma, justo al contrario que en inglés (aclarando que me refiero al español de España, que era como estaban configurados los sistemas). Esto provoca que los resultados de los cálculos sean equivocados y que el programa lo interprete como un color verde intenso (posiblemente fuera una respuesta predeterminada ante un número demasiado grande o negativo)”. Nuevamente el gerente me agradeció por haberle ayudado y me dejó ir.
Hoy, después de muchos años de haber tenido este caso, debo ser honesto y confesar algo que nunca le dije al gerente sobre la verdadera causa por la que se producía el problema. Pese a que la explicación de los separadores de unidades de millar y de decimales resultaba convincente, la realidad es que, justo antes de salir de mi oficina para dirigirme hacia la oficina del cliente, entré a la página del fabricante del software de diseño gráfico, consulté las preguntas más frecuentes y encontré directamente la respuesta. De hecho era la pregunta más frecuente. ¿La razón del problema? En realidad un problema al leer las fechas, no los números: En inglés el mes se escribe antes que el día (en español es al revés) y en ocasiones esto provocaba que el producto quedara invalidado y desactivaba algunas funciones por expiración de licencia, entre ellos, el desplegado correcto de las texturas.

Palabras que matan
Con el surgimiento de las computadoras personales fue necesario desarrollar a la par un conjunto de palabras que describieran adecuadamente cada una de sus partes y de sus funciones. En algunos países donde se habla español se esforzaron por encontrar (o inventar) palabras que representaran adecuadamente cada una de estas partes y sus funciones. Incluso, en algunos lugares la palabra ‘computadora’ no fue totalmente aceptada y se le dio el nombre de ‘ordenador’ (por aquello de que podía ser utilizado para poner en orden una serie considerable de datos. En otras ocasiones se buscaron formas de ‘españolizar’ algunos términos traduciendo literalmente el término en inglés, tal como cuando decimos ‘Disco duro’ o ‘Desborde de pila”. Pero con tantos términos nuevos que no tenían un equivalente adecuado en español como ‘bits’, ‘buffers’, ‘bus’, etc. se terminó adoptando el término tal cual venía en inglés y en algunos casos se crearon verbos nuevos como en el caso de ‘resetear’, ‘subnetear’, ‘chatear’, entre otros.
A veces, lejos de facilitar el entendimiento entre las personas que trataban de ponerse de acuerdo por teléfono, esto provocaba confusión entre el cliente y el ingeniero de soporte técnico.

Cliente:   Tengo un problema con mi computadora porque mi hoja de cálculo se quedó ‘trabada’.
Ingeniero:   ¿El resto de las aplicaciones funcionan bien?
Cliente:   No sé, ¿cómo lo puedo verificar?
Ingeniero:   Presiona al mismo tiempo las teclas ALT-TAB para ver si otras aplicaciones funcionan bien.
Cliente:   ¿Las teclas cuáles?
Ingeniero“ALT-TAB”
Cliente:   ¿Altas? No las encuentro.
Ingeniero:   No se preocupe, ¿puede ver el botón Start?
Cliente:   ¿Es con el que se prende la máquina?
Ingeniero:   No, no es un botón físico. Debe verse en la pantalla.
Cliente:   ¿En la pantalla? ¿Para prender el monitor?
Ingeniero: No, adentro de la pantalla, dibujado.
Cliente:   No, estaba usando la hoja de cálculo, no estaba dibujando.
Ingeniero: Ok, creo que tendremos que ‘resetear’ la computadora. ¿’Salvó’ su trabajo?
Cliente:   No entiendo. ¿Cómo que si salvé mi trabajo? Me está diciendo que esto puede provocar que me corran? ¡Soy bueno en mi trabajo! ¿Por qué tendría que salvarlo? Usted debería salvar su trabajo si no sabe cómo ayudar a la gente que le llama.
Ingeniero:   Perdón, me refería a que si había podido guardar en algún disco lo que estaba haciendo con su hoja de cálculo.
Cliente:   No, ni siquiera pude empezar y se ‘plasmó’.
Ingeniero:   Está bien. ¿Sabe cómo ‘bootear’ su equipo?
Cliente:   ¿Está loco? ¿Qué solución es esa?
Ingeniero:   Sé que a veces no es la opción ideal pero si no tenía nada pendiente por salv… guardar, podríamos arreglar el problema más rápido. ¿Puede ‘bootear’ su máquina?
Cliente:   ¿Cómo voy a putear mi máquina? ¡Es nueva! ¡Me dan ganas pero de putearte a tí, hijo de la…!

Y aunque muchos no lo crean, este tipo de situaciones no es exclusiva de usuarios inexpertos. Incluso entre miembros del equipo de soporte técnico llegan a darse el mismo tipo de confusiones, hasta peores. En una ocasión, un ingeniero de soporte se encontraba en las instalaciones de un cliente que dependía de un sistema de pesado de camiones. Para aclarar un poco esta parte, los camiones que llegaban a su empresa registraban su peso al entrar y salir ubicándose sobre una plataforma enorme que hacía las veces de báscula. Los pesos registrados eran almacenados en una base de datos con fines estadísticos y de control. El trabajo del ingeniero que se encontraba en sitio era determinar el motivo de la lentitud con la que se estaba registrando la información en dicha base de datos. Resultaba un tanto crítico el asunto porque la lentitud del sistema provocaba que cada camión tuviera que esperar en la plataforma más tiempo del necesario y toda la distribución comenzaba a atrasarse. Aún así, el ingeniero asignado era una persona experimentada en bases de datos y confiaba yo que haría su trabajo eficientemente. Sin embargo, al cabo de un rato recibí la llamada del cliente bastante enojado.

Cliente:   ¡Tenemos problemas con el ingeniero que nos mandaron!
Yo:   ¿Cuál es el problema?
Cliente:   ¡Al estar tratando de arreglar nuestro problema de lentitud tiró la base y ahora ningún camión puede salir! ¡Eso que escuchas en el fondo es el ruido del cláxon de todos los trailers que están formados esperando que el sistema registre su peso!
Yo:   ¿Podrías comunicarme con el ingeniero para ver qué podemos hacer?
Cliente:   El problema es que tiró la base pero ahorita lo pongo en la línea para que te explique.
Ingeniero:   ¿Bueno?
Yo ¿Qué pasó? ¿Cómo que se cayó la base?
Ingeniero:   La verdad es que no sé qué pasó. Estaba revisando los datos de rendimiento del servidor y de repente se cayó todo. Está hecho un relajo esto.
Yo ¿Por qué no levantas un caso urgente al centro de soporte internacional? Tal vez sea más rápido si te apoyas con ellos.
Ingeniero:   ¿Al centro de soporte? Pero…
Yo:   Por lo menos para que el cliente esté más tranquilo levanta el caso y tú sigue intentando levantar el servidor.
Ingeniero:   Bueno, el servidor se cayó pero no es ese el problema, sino que todo se quedó sin conexión.
Yo:   No entiendo. ¿Se cayó el servidor o es problema de conexión?
Ingeniero:   Ehhhh… los dos. Se cayó la base y todo lo que tenía arriba.
Yo:   A ver… ¿qué se cayó? ¿La base, el servidor o la conexión?
Ingeniero:   Todo. El problema es que arriba de la base estaba el servidor y ahora no se puede conectar. No alcanzan los cables.
Yo:   ¿Cuáles cables?
Ingeniero:   Los del servidor. Te explico. Al estar revisando el servidor moví la base donde estaba apoyado el ‘rack’ del servidor. Era una base con rueditas, no estaban fijas, y se fue hacia un punto donde no había piso falso en el ‘site’. El servidor cayó en el hueco que había en el piso, jaló todos los cables y todo quedó desconectado. Estamos tratando de sacar el servidor de allí pero parece que algo quedó atorado y además está muy pesado.
Se requirió de varios ‘drivers’ (o manejadores de trailers) para levantar el servidor. A partir de ese momento el concepto de “servidor caído” tuvo un nuevo significado para mí.


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domingo, 10 de enero de 2010

A veces…

A veces, al darme cuenta que un día no es lo bueno que yo quisiera, trato de tranquilizarme yendo por un café a mediodía, telefoneando a alguien, o simplemente saliendo un rato de donde esté para respirar un aire diferente. A veces situaciones tan simples como encontrar un buen café se complican y debo conformarme tomando cualquier otra cosa, no porque necesite tomar algo, sino para continuar el pretexto de no estar, aunque sea por un momento, donde no quiero estar. A veces, antes de yo llamar, recibo alguna llamada justo de la persona a la que tenía pensado llamar yo, como si por alguna coincidencia de la vida nuestras mentes y momentos se sincronizaran. A veces me encuentro con gente a la que no quisiera ni dirigirle el saludo, pero al tenerlas de frente no puedo más que traicionar mis propios deseos y discretamente las saludo. A veces surgen más problemas de los habituales y siento la frustración de no ser capaz de resolverlos todos. A veces quisiera que el día tuviera un par de horas más para poder terminar con las cosas que debo hacer. A veces quisiera poder desocuparme más temprano y hacer más cosas que no necesito hacer. A veces pronuncio palabras que tranquilizan y confortan a otros justo en el momento en que así lo requieren. A veces digo estupideces que salen de mi boca sin esfuerzo y no logro notarlo hasta que ya es muy tarde. A veces juego mentalmente con situaciones ocurridas para hacerlas más graciosas de lo que en realidad son, no para hacerlas más interesante sino para poder contarlas después y pasar buenos ratos. A veces leo con la impacienca de quien desea enterarse rápido de lo que está leyendo, tratando de acumular rápidamente páginas como si la cantidad de palaras leídas estuviera directamente relacionada al nivel de su entendimiento.

A veces me imagino en un futuro, con gente que aún no conozco y con gente que creo conocer, sin incertidumbre y sin preocupación. A veces miro al pasado como quien revisa cada uno de los tatuajes que cubren su cuerpo, algunas figuras traen recuerdos buenos, otras provocan nostalgia y arrepentimiento, pero todas ellas se fijaron al cuerpo con dolor cuando se creaban aunque, también, todas ellas produjeron orgullo al ser terminadas. A veces veo el momento que llamamos presente, veo cómo, después de añorarlo tanto, rápidamente se convierte en parte de un recuerdo, y percibo cómo, minuto tras minuto, más momentos se desvanecen. A veces pienso en el tiempo como la sucesión de situaciones (no de momentos) que cada quien vive y que, unidos todos por nuestra imperfecta memoria cuentan una historia. A veces, al cruzar alguna meta, he sentido correr por mi rostro lágrimas, sudor y lluvia, y he sido capaz de distinguir, por su temperatura, por su intensidad, por su sabor, el origen de cada gota.

A veces pienso en lugares lejanos, que más que traer a mi mente recuerdos de paisajes, sitios, climas, eventos, me recuerdan gente, palabras y juegos. A veces canto en silencio, sintiendo la música y la letra en el alma, no en los oídos. A veces recuerdo mis sueños, muy raras veces, y advierto lo ilógico de mi pensamiento pero, al mismo tiempo, me doy cuenta de la complejidad de mi ser, de la forma irracional, libre y sentimental en que un sueño se forma. A veces despierto sobresaltado, sin recordar lo que me hizo despertar, sabiendo que por más que me esfuerce el insomnio apenas ha comenzado. A veces camino sin importar a dónde me dirija sino tratando de encontrar compañía para el resto del camino. A veces río, juego y disfruto por el simple hecho de reir, de jugar y de disfrutar, descubriendo también que mi alegría puede alegrar a alguien más. A veces callo esperando que una voz diferente a la mía rompa su silencio y el mío y así poder iniciar un escándalo. A veces vivo. A veces muero. Siempre estás allí.

domingo, 3 de enero de 2010

Tradiciones de Año Nuevo

Caminando por las calles casi desiertas después de la celebración del Año Nuevo, estaba recordando las palabras que una familia ajena a la mía solía repetir: “Lo que hagas el primer día del año marcará la forma en que vivirás el resto del año, así que diviértete y pásatela bien”. Si esta oración cobrara vida y se cumpliera durante el resto del 2010, creo que la mayoría de la gente se la pasaría durmiendo hasta tarde y faltando a la escuela o trabajo. Sé que no debo tomar de forma tan literal y exacta la frase pero me hizo pensar en todo aquello que acostumbramos hacer para fortalecer la ilusión de que el nuevo año será siempre un mejor año que el anterior.

He estado tratando de hacer memoria sobre las cosas que hacía de niño durante las celebraciones de Año Nuevo y, aunque no he podido definir claramente las cábalas que hacía junto contoda mi familia, he logrado recordar con mucho cariño ciertas “tradiciones” que, en esos primeros años de mi vida, nunca faltaron. Hoy en día, no sé si esas tradiciones familiares condujeron directamente, ya sea a mí o a otro miembro de mi familia, a tener un mejor año que el anterior, pero ciertamente cumplieron con la segunda parte de la frase que mencioné al principio: Nos divertíamos y nos la pasábamos muy bien.

Quizás he desarrollado alguna resistencia a las temperaturas bajas con el paso de los años, o quizás en realidad el clima del país ha cambiado mucho últimamente, no sé a qué atribuirlo, pero aún tengo muy grabado en mi memoria, y en mi propio cuerpo, el intenso frío que siempre se sentía durante mi niñez en esa época del año. Mi cara solía ser la parte más afectada en esos tiempos y yo trataba siempre de meter la nariz y mis prominentes cachetes dentro de la gruesa chamarra que mi madre siempre nos procuraba a mis hermanos y a mí. Como usualmente hacían las familias en esas ocasiones especiales, mi madre nos vestía a mi hermano y a mí de forma casi idéntica. Hasta se las ingeniaba para que nuestro peiando, normalmente diferente, luciera similar en ambos. Si a esto le añadimos que otra tradición era la de estrenar ropa durante la fiesta de Año Nuevo, podrán imaginarse que las compras de Diciembre siempre incluían algún par de prendas idénticas sólo diferentes en talla; entre las que recuerdo estaban chamarras rojas a cuadros, suéteres grises a rayas, pantalones azules con el mismo tipo de valenciana e incluso pares de guantes con la misma figura. Confío en no tener que dar muchas explicaciones al respecto, pero sigo sin entender esa tendencia a uniformar a los hijos que tienen edades similares no únicamente en Año Nuevo sino hasta para salidas ordinarias al parque o para ir a ver alguna película al cine. ¿Qué objetivo tiene eso? ¿Será que si se pierde alguna de las chamarras rojas a cuadros y otra persona la encuentra, la madre podrá reclamarla exhibiendo la otra como evidencia irrefutable e inequívoca de su propiedad? El único consuelo que siempre tenía era que, al llegar al lugar de la reunión familiar para celebrar el Año Nuevo, podía ver que mis primos eran víctimas de la misma obsesión maternal, de modo que por el puro vestuario podían reconocerse las diferentes ramas de la familia: Los “Rojos” son los de Lupe, los “Pachoncitos” de Chela, los “Pitufitos” son los de Rita, los “Metaleros” de Juanita, y así podía seguir aquel desfile de moda infantil.

Como mencioné antes, el frío que en ese entonces se sentía era mucho más intenso que ahora, al menos en mi percepción, pero siempre contrastaba con la sensación cálida que se sentía por todo el cuerpo al entrar a la casa donde celebraríamos la llegada del Año Nuevo. Era un calorcito rico que parecía ir derritiendo de forma casi inmediata cada partícula gélida que provocaba que mi nariz se congelara. Y junto a aquella agradable sensación siempre llegaba otra de igual magnitud, pero desde la cocina: el inconfundible olor a ponche recién preparado y aún calentándose combinado con el del pozole tan cuidadosamente preparado desde varias horas antes y los diferentes platillos por ser servidos unas horas más tarde. No sé cómo ese tipo de cosas pueden quedarse en la memoria de una persona, pero al escribir estas palabras llega a mí, como si alguien lo estuviera preparando, el mismo olor que aquí describo. De alguna forma, era parte de la tradición el poder disfrutar de aquellas delicias que empezaban seduciendo nuestro sentido del olfato y terminaban satifaciendo por completo el del gusto.

Por supuesto que antes de llegar a tan esperado momento, el de la cena, debíamos concluir con otra serie de “tradiciones” no escritas. Una de las que menos disfrutaba era la de ir diligentemente saludando a cada una de las personas que se encontraban ya cómodamente instaladas en los sillones y sillas de la enorme sala. “¡Mira cómo has crecido!”, decía la siempre la misma tía. “¿Cómo va la escuela?”, preguntaba siempre el mismo tío. “¿Siguen tocando en la estudiantina?, solían preguntar todos. Y como si cada uno pensara que estaba haciendo su broma más original, no podía faltar el clásico “¿Y todavía tocas el acordeón o sólo lo usas para pasar los exámenes?”.  Procuraba ignorar este tipo de comentarios al mismo tiempo que recordaba con cuidado las indicaciones que mi madre nos daba justo antes de entrar a la reunión: “Saludan. Dan la mano derecha. ¿Cuál es la mano derecha, Julio? ¡No, con la otra! Dicen ‘Buenas Noches’ y que no les falte nadie”. Así que mi pensamiento se enfocaba básicamente en que no me faltara saludar a ninguno de los presentes o me arriesgaba a recibir aquella mirada característica que cada madre sabe propinar a sus hijos, que asusta más que cualquier regaño y que impone más que cualquier grito. Era una especie de amenaza silenciosa que, por supuesto, siempre tratábamos de evitar mis hermanos y yo. Conforme íbamos terminando de saludar a todos, poco a poco nos íbamos acercando a donde se encontraban jugando ya mis primos. Entre todos los primos que nos reuníamos en esas memorables ocasiones podían contarse unos 8 niños y sólo 3 niñas más o menos de la misma edad, que éramos quienes nos juntábamos para jugar o, siendo más honesto, para planear las travesuras que haríamos en el transcurso de la noche-madrugada mientras los adultos se dedicaban a platicar, embriagarse, bailar, bromear, ponerse al tanto de chismes y embriagarse aún más. De vez en cuando todos los primos solíamos jugar a algo juntos, posiblemente un juego de mesa, algún juego inventado por nosotros mismos o simplemente platicábamos de cualquier cosa que se nos ocurría. Pero todas estas actividades en realidad representaban una especie de cortina de humo para disfrazar lo que considerábamos la principal actividad de aquella reunión: ir a tronar cuetes.

Recuerdo que, al más puro estilo de las películas donde se trafican armas, mis primos mayores iban mostrando poco a poco todo el arsenal de pequeños dispositivos explosivos que habían podido conseguir a escondidas de sus padres. “Este es un ‘cañón’, esta una ‘paloma gorda’”, nos explicaban mientras clasificaban cada cuete en dos grandes grupos: los peligrosos (que, por cierto, eran los más codiciados) y los “seguros” (que eran los que podían ser explotados por los primos más pequeños). “Ustedes los ‘cerillos’ y las ‘brujitas’ porque están chicos”, nos decían a mi hermano y a mí, lo cuál siempre solía molestarnos porque nos considerábamos tan aptos para lanzar un ‘cañón’ como cualquier otro de los que estaban presentes. Mi hermana siempre se unía a las voces de mis otras dos primas: “No truenen cuetes, se van a lastimar”. Casi como si fuera parte del ritual preparatorio, alguna de ellas contaba alguna historia que tenía por objeto el disuadirnos de nuestra diversión: “Un niño de mi escuela anduvo tronando cuetes y una ‘paloma’ le explotó en la mano. Se quemó la mano y tuvieron que llevarlo al hospital porque ya no podía ver”. “Pero nosotros no somos tan pendejos”, era siempre la respuesta de alguno de mis primos que eliminaba de forma inmediata cualquier miedo que hubiera podido formarse en nosotros. “Tú no vayas, Julio”, siempre me decía mi prima Vero a quien yo quería mucho y que era de mi misma edad. “Tú no eres como ellos”, me decía. Pero esto, lejos de alejarme de lo peligroso de aquellas actividades, me provocaba mucha vergüenza ante la inmediata burla del resto de mis primos: “Ay sí, ya cásense ¿no? ¡Que no te convenza! ¿O qué? ¿Eres maricón y ya te dio miedo?”. Mi reacción inmediata era levantarme y dirigirme hacia la salida de la habitación donde estábamos reunidos y decir “¡Vamos! A mí no me da miedo”. Casi al mismo tiempo salíamos todos decididos a divertirnos con los cuetes, mientras de reojo volteaba a ver a mi prima y podía percibir su cara de desaprobación y desilusión al tiempo que volteaba su mirada hacia abajo. Una vez afuera, sintiendo el frío en todo el cuerpo, nos poníamos primero a encender aquellos cuetes “inocentes” que no representaban tanto peligro, no porque estuviéramos tomando precauciones iniciales o porque hubiéramos decidido guardar para el final los cuetes “buenos”. No, era más bien porque nunca faltaba que algunos de los adultos saliera a acompañarnos para “vigilar” que estuviéramos jugando de forma segura. Por supuesto, esto no duraba mucho, en cuanto le calaba el frío o le daban ganas de integrarse nuevamente a la plática o al baile de los adultos, nos dejaba camino libre para que pudiéramos iniciar, ahora sí, con toda la diversión. Como en cualquier comando armado, había rangos y actividades asignadas de acuerdo a ellos. Los más pequeños teníamos el importante encargo de identificar los autos que tuvieran instalada una de esas novedosas alarmas de la época. Para quienes no lo recuerden, las primeras alarmas para carros se activaban y descativaban girando una pequeña llave de seguridad sobre una especie de cerradura que se instalaba por la parte externa del carro, normalmente del lado de la puerta del condutor. La razón para realizar esta labor de inteligencia previa era muy simple: esa alarma, lejos de presentar un medio para mantenernos alejados, representaba la oportunidad de activarla ruidosamente al tronar un potente cuete cerca del auto. Los mayores seleccionaban el tipo adecuado de explosivo, se encagaban de colocarlo de forma precisa y, por supuesto, tenían la envidiable tarea de encender la mecha del dispositivo seleccionado. Todos nos reuníamos alrededor de nuestro “armador de bombas” y, sólo hasta que la mecha estuviera encendida, salíamos corriendo a toda velocidad y con más fuerza de la que nos creiamos capaces, impulsados más por el miedo a ser descubiertos que a la propia explosión. Mientras corríamos por nuestras vidas, escuchábamos a nuestras espaldas la potente explosión del cuete seguida por la escandalosa alarma que se activaba casi de inmediato. Obviamente, nuestro escondite era siempre la casa de nuestros familiares y ya estando todos en el patio de la misma soltábamos carcajadas nerviosas que indicaban que la operación había sido todo un éxito. Claro que el resultado no era satisfactorio siempre, había ocasiones en que escondidos en el patio nos dábamos cuenta de que aquel ‘cañón especial’ o aquella ‘paloma gorda’ había fallado, o como se acostumbra decir en estos casos, se había cebado. Pero no crean que esto representaba una especie de fracaso en nuestra estrategia militar, todo lo contrario, cada vez que uno de estos dispositivos no explotaba tras consumirse su mecha pasaba a formar parte de la artillería secundaria que sólo se utilizaba en misiones “especiales”. Todos estos aparatos, inicialmente defectuosos, se iban almacenando en alguna lata metálica o botella de plástico lo suficientemente grande como para que todos cupieran sin estar muy apretados. Nuevamente, los pequeños agentes de inteligencia tenían la labor de buscar por todas las calles vecinas series de 2 ó 3 autos juntos que tuvieran alarma. El objetivo: activar todas las alarmas juntas con una sola bomba armada usando los residuos de aquellas que no explotaron. El detonante: una paloma de las consideradas “infalibles” que se encendía y se metía en el mismo recipiente donde se habían estado guardando los “defectuosos”. El resultado: generalmente nunca era el esperado ya por la explosión poco ruidosa que no lograba activar ni una alarma, ya porque éramos descubiertos por algún vecino o alguna patrulla y terminábamos castigados, o ya por algún penoso y doloroso accidente ocurrido justo al momento de encender la mecha.

En el mejor de los casos, nuestra diversión era interrumpida por algún adulto que, a fuerza de gritos por la calle, nos llamaba porque “ya casi era hora”. Sí, la tan esperada medianoche se acercaba y era momento de reunirnos todos en la sala para poder brindar y expresar nuestros buenos deseos a todos los presentes. No recuerdo que en esos tiempos hubiera programas de televisión dando la cuenta regresiva hasta el inicio del Año Nuevo. Por lo menos, no era el medio que se utilizaba en la familia para empezar con el festejo, sino que se le dejaba esa importante responsabilidad al viejo reloj de pared que mi tío tenía justo al centro de la sala. Aquel reloj representaba un regalo que la tía Lupe había traído desde Suiza en uno de sus viajes a Europa. Honestamente era un hermoso reloj con péndulo dorado que estaba protegido por una caja rectangular hecha de madera color café obscuro y decorado con pequeñas piezas doradas alrededor de donde podían apreciarse los números romanos que indicaban la hora y que siempre llamaban mi atención porque el número cuatro estaba representado como “IIII” y no como “IV”, que era la forma en que había aprendido yo en la escuela. Cada media hora, el sonido que emitía imitaba el de una enorme campana como las que suelen verse en lo alto de las torres de las iglesias. Un repique para indicar las “medias horas”, varios repiques consecutivos que coincidían con el número que indicaba la manecilla pequeña justo cuando la manecilla larga apuntaba hacia el “XII” para indicar la horas “completas”. Pero en ese momento tan esperado, ambas manecillas debían apuntar al mismo tiempo hacia la marca del “XII”, el punto más alto de aquella numeración, y el reloj debía repicar tantas veces como le era posible: doce. Así que, mientras todos sosteníamos en la mano una copa llena siempre de sidra rosada, nos quedábamos viendo hacia el péndulo del reloj que iba y venía sin apresurarse por la casi desesperación y emoción que se percibían en el ánimo de los presentes. Finalmente, se escuchaba un ‘clic’ más fuerte proveniente del reloj e inmediatamente sonaba la primera campanada. “¡Feliz año nuevo!” gritaba algún tío. “¡Feliz año nuevo!”, respondíamos todos los demás levantando nuestras copas. “Tómense la sidra y pidan sus deseos”, nos decían nuestras madres mientras ellas mismas se apresuraban a terminarse la sidra antes de que se escuchara la doceaba campanada en el reloj. Conforme todos iban acabando con el contenido de sus copas podía escucharse desde varios puntos de la sala la frase familiar “Bueno, pues felicidades”, y con eso se daba inicio a la tradicional sesión de abrazos, besos y buenos deseos. “Felicidades, hijo. Que este año sea muy bueno para ti. Sigue sacando dieces ¿eh?”, me decían casi todos. “Hijo, acuérdate de que la vida es como tener una flor: para que crezca hay que regarla. Así que si algo no sale como tú quieres este año, pues ¿qué ‘chingaos’? es una regada que hará que con el tiempo tu vida florezca”, me dijo alguna vez mi tío Pedro mientras me abrazaba. Lo que no me dijo es que de tanta regada podía ahogarse también la flor, pero bueno, supongo que debía haberlo intuído siguiendo el mismo ejemplo. “Felicidades, primo. Que tengas bonito año”, me dijo Vero que parecía haberme perdonado por no haberle hecho caso a su recomendación de no ir a tronar cuetes. De vez en cuando escuchaba que, mientras duraba la sesión de abrazos, alguien comentaba “Este año estuvo muy malo. Pero yo espero que el siguiente mejore todo y nos vaya bien”. Tal vez sea esa la esencia de la celebración del Año Nuevo: tenemos un nuevo punto de partida común y, junto con él, la oportunidad de cambiar el curso de las cosas hacia algo absolutamente mejor. Invariablemente, después de aquellos momentos de reflexión al respecto, y una vez finalizada la sesión de abrazos, se servía la tan esperada cena.

Casi siempre me sentaba junto a mi hermano y cerca de mi prima Vero, con quien platicaba de cualquier cosa y nos la pasábamos riendo mientras comíamos los platillos que nos iban sirviendo y que disfrutábamos más por la compañía mutua que por los platillos en sí. “¿Te gusta tocar el acordeón?”, me preguntó una vez. Nunca nadie se había preocupado de si me gustaba o no tocar el acordeón. Simplemente lo daban por hecho porque seguía haciéndolo. “La verdad, no”, fue mi tímida respuesta. “¿Y por qué lo tocas entonces? ¿No te gustaría tocar otro instrumento?” preguntó mientras tomaba un poco del refresco que nos habían servido. “Me gustaría tocar la guitarra, pero esa ya la tocan mis hermanos, yo tengo que tocar el acordeón. No hay nadie más que lo toque en la estudiantina” respondí sin pensarlo mucho. “Ah, entiendo. ¿Y por qué no aprendes guitarra y mis primos aprenden a tocar el acordeón? Tal vez les guste y cada quien tocaría el instrumento que le gusta”, dijo mientras dibujaba en su cara una leve sonrisa. “Inténtalo y el próximo año decides sigues con el acordeón o cambias a la guitarra” conlcuyó alegremente.

Nunca aprendí a tocar la guitarra, aunque tomé algunas clases. Tampoco continúo ya con aquellas tradiciones de fin de año que marcaron mi niñez. Tengo, sin embargo, bellos aprendizajes y recuerdos que llevo conmigo aún hoy en día. Cada año que comienza es una nueva oportunidad que la vida nos da para ser mejores seres humanos y, aunque no siempre tendremos éxito, vale la pena hacer el intento y seguir “regando” aquella flor que se nos ha dado. Es también una referencia para cambiar aquellas cosas que no nos gustan por otras que, tal vez, nos hagan mas felices… si tenemos el valor para realizar ese cambio. De alguna forma, se trata de un “borrón y cuenta nueva” que nos pone a todos en la misma línea de salida brindándonos oportunidades que posiblemente no nos habíamos dado cuenta que teníamos. Pero más que otra cosa, es un nuevo comienzo, un nuevo momento para vivirlo cerca de las personas que, pese a haber sido ignoradas por nosotros, siguen allí dispuestas a sentarse a nuestro lado para convencernos que podemos ser más felices de alguna forma. Dejé de ver a mi prima Vero, y al resto de mis primos, desde hace varios años por causas que ahora no recuerdo, pero la voz de ella, su sonrisa, su plática en aquel año nuevo siguen siendo parte de mí. Hoy, pese a que su lugar no ha sido reemplazado, hay otras personas que también están junto a mi y que día a día se preocupan sobre si estoy o no disfrutando lo que hago. Conforme pasa el año se encargan de advertirme y me dan consejos porque consideran que “yo no soy como los demás”. Este Año Nuevo es mi oportunidad para hacerles saber a todos ellos que, venciendo la vergüenza que ciertas situaciones me pueden causar, he decidido escucharlos y tratar de buscar nuevos retos, nuevas formas de disfrutar la vida. Estoy seguro de que si ven que estoy regando demasiado la flor que trato de cuidar, ellos me lo harán saber en su momento porque no tienen otro interés más que el de que, juntos, podamos seguir disfrutando día con día, semana con semana, mes con mes, y así poder conjuntar y lograr lo que todos buscamos en estas fechas: ¡Un muy feliz año!