lunes, 25 de marzo de 2013

Esa mujer, mi amiga...

Sé que no todos los adolescentes tienen las mismas reacciones ante una misma situación, pero en mi caso, una breve distracción en mi noviazgo se transformó rápidamente en su verdugo. De alguna forma, las decisiones las tomé con ligereza y torpeza a la vez. Aquello que consideraba “lo mejor” era, precisamente, lo que no tenía. Fue así que, al primer indicio de quiebre, volaron miles de pedazos y rompí con mi novia. O tal vez ella rompió conmigo. No lo recuerdo. No quiero recordarlo. El caso es que, tan pronto ocurrió, me arrepentí y me llené de vergüenza ante mis propios ojos.
Los días que siguieron quise aparentar entereza, como si ese “pequeño incidente” no me hubiera afectado, y traté de dar la impresión de no sentir dolor. Pero, tarde o temprano, el dolor se nota, no sólo se siente. Y su forma de manifestarse modificó mi mirada, mi andar, hasta mi sonrisa. El llanto humedecía mis ojos por la noche, pero secaba el ánimo y la esperanza durante el día. Luego, siguió el deseo de reparar aquello que había quedado roto, sólo para darme cuenta que varias piezas se habían perdido irremediablemente y las cosas nunca volverían a ser iguales.

Fue cuando le llame a ella, a mi amiga. Mi voz sonaba débil y tambaleante, sin importar el esfuerzo que hacía por mantenerla firme. Hablé y hablé, nombrando cada una de las cosas que sabía perdidas y que me arrepentía de haber dejado ir. Sin desearlo, mis palabras se entrecortaban, el aire me faltaba y comencé a llorar. No pude seguir hablando; las lágrimas ahogaban mi voz. Nunca he podido hacer ambas cosas a la vez: hablar y llorar. Es una cruel maldición que deja al descubierto mis debilidades y me expone ante quien escucha mis sollozos en lugar de mis palabras. Pero ella no esperó a que terminara mi llanto; por la bocina del teléfono escuché su voz decidida que no se compadeció de mí un solo instante y me ordenó dejar de llorar, me gritó que me comportara como el hombre que debería ser (lo recuerdo así: “el hombre que debería ser”, en lugar de “el hombre que era”). Su carácter me sacudió y casi pude sentir su mirada posándose sobre mi miedo, ahuyentándolo de golpe. Podía imaginar sus ojos negros demandando que hiciera a un lado el sufrimiento y que me sobrepusiera ante lo hecho. Me exigió que me pusiera de pie, que sintiera el suelo bajo mis plantas, que pisara y despreciara las lágrimas que había derramado, que saliera, que me encontrara con ella.

Nos vimos en una cafetería repleta de gente. Quizás fue mi estado emocional, pero allí bebí el café más amargo que recuerdo. Volví a repasar mi historia con ella tratando de mantener mis emociones lejos de mi alcance. Ella, a diferencia de lo que pasó en el teléfono, no habló; sólo me miró fijamente, con profundidad. Quise hacerle saber que estaba bien, que había reaccionado mal cuando habíamos hablado; pero que ya había pasado, que me había recuperado y que quería volver a la normalidad, a ser el de antes. No pude. Podría decir que sus ojos negros mirándome no dejaron que yo hablara, podría inventar cualquier otro pretexto, pero fue mi cobardía la que me hizo callar. Sin embargo, ella habló; no con palabras, sino con su sonrisa. Sin tener una razón aparente, me miraba con una alegría brillante. Ahora las palabras sobraban. Acercó su silla a la mía y, sin sacarme de su vista, me besó, primero en la mejilla, luego en los labios, cada vez con más ternura, con mayor emoción, haciéndome sentir el calor de sus besos sobre los míos. Por primera vez, me sentí lleno de debilidad y de fuerza simultáneamente. Mi corazón volvió a traicionarme latiendo con toda su fuerza; pero, esta vez, pude sentir el suyo latiendo con mayor fuerza sobre mi pecho. Ambos nos estremecimos de forma casi sincronizada. Puedo decir que, en aquellos breves instantes, fui feliz. Pero, como dije, fue breve, demasiado breve. Inesperadamente, tal como se había acercado, ella se alejó. Regresó la silla a su lugar y dijo “Me tengo que ir”. Yo estaba a punto de reclamar, de demandar una explicación a sus reacciones, hasta que, con voz firme ordenó: “Acompáñame”.

Nunca supe cuál era su plan original, pero cuando llegamos a su casa, la recibió (nos recibió) la noticia de que su abuela acababa de morir. No voy a describir el drama que se desató en su interior; sólo diré que, seguramente, era la peor noticia que había recibido hasta entonces, y la devastó. Sin siquiera preguntar, la acompañé al funeral y traté de animarla, tal como ella lo hubiera hecho conmigo. La diferencia era que yo no sabía cómo devolverle la fuerza a alguien tan inmensamente fuerte. A ratos me acerqué, a ratos me alejé; mil veces cambié la forma de mi rostro para tratar de compadecerla, de reconfortarla, de hacerle sentir mi apoyo. Nunca sentí que algo de eso ayudara. Reuní la fuerzas necesarias para acercarme y para tratar de abrazarla empáticamente; pero antes de que lograra hacerlo, llegó él corriendo. La tomó entre sus brazos y la besó; noté que no dejaba de abrazarla. Ella lo abrazaba también, dejándose confortar. Después de un rato, miró por encima del hombro de él y me vio. Sólo entonces deshizo el abrazo y le murmuró algo al oído. Ambos caminaron hacia mí. “Te presento a mi novio”, me dijo ella. Yo extendí mi fría mano hacia él. Ahora había dos muertos en el velorio.

sábado, 16 de marzo de 2013

La edad de la inocencia


La fiesta apenas comenzaba y Leandro ya se sentía mal. Por un lado, se alegraba de estar ahí, en compañía de personas que habían sido sus amigos en otros tiempos. En los tiempos de su infancia para ser precisos. Pero, por otra parte, la nostalgia era un sentimiento que solía deprimirlo con facilidad. Pasaba ya de los cincuenta y no era la primera vez que se sentía acabado, inútil, viejo.

Aunque el lugar le parecía familiar y conocido, los rostros de sus antiguas amistades le resultaban completamente ajenas. Recordaba los nombres, las anécdotas, los gestos, las risas, pero el tiempo se había encargado de corroer las caras que él conocía y las había deformado a tal grado que se sentía rodeado de extraños. ¿Acaso treinta o cuarenta años le bastaban a la vida para transfigurar así a una persona? ¿Tan cruel resultaba el tiempo? ¿Habría cambiado él con la misma rapidez, con el mismo encono?

Ricardo, el organizador de la reunión, había tenido la idea de que cada invitado portara un gafete con su nombre pegado sobre el pecho. El resultado fue decepcionante: aparte de no recordar las caras, Leandro notó que había nombres que jamás había escuchado, ¿o sí? Allí estaba la voluminosa mujer con pantalones ajustados y exceso de maquillaje que le sonreía a todo el mundo. “Aseret”, se leía en su gafete. ¿Aseret?, se preguntó varias veces Leandro en silencio. No recordaba a nadie con ese nombre. Pero ella actuaba con naturalidad frente a todos los invitados, como si los reconociera a todos, como si nunca hubiera dejado de frecuentarlos. Lo peor que le podría ocurrir a Leandro es que la tal Aseret se le acercara para hacerle la plática. No se sentía con ganas de fingir que recordaba o que reconocía a la desconocida. No quería, sobre todo, pasar como un desconocido (el único quizás) ante la vista de la alegre mujer. No quería que ella notara sus movimientos titubeantes, su rostro inundado de arrugas, su inminente vejez. Y no es que le importara lo que aquella extraña pensara o dijera de él, sino que él mismo confirmara sus propios pensamientos.

—Hola, Leandro —dijo Aseret alegremente—. ¿Te acuerdas de mí?

Leandro se sorprendió de haber sido llamado por su nombre,  pero enseguida recordó el gafete que llevaba pegado a la camisa. Trató de conservar la calma y repitió el nombre que ya había leído.

—Aseret, qué gusto verte.
—¿Sí te acuerdas de mí, entonces?
—Bueno, no mucho —dijo Leandro—. Creo que sí.

Aseret miró fijamente a Leandro y sus labios dibujaron una rojísima sonrisa.

—No, no te acuerdas.
—No —dijo Leandro soltando un respiro—, la verdad no.

Aceptar el olvido le produjo alivio a Leandro y le otorgó la libertad de sonreír como muestra de su culpabilidad.

La mirada de la mujer se tornó pícara. Con cadencia ensayada, Aseret tomó su propio gafete y lo puso de cabeza.

—¿Qué dice? —le preguntó a Leandro.

Él no comprendió la pregunta, pero el dedo seductor de Aseret apuntaba insistentemente hacia su pecho, forzándolo a posarse sobre las letras volteadas. Tras analizarlo un poco, los ojos de Leandro se abrieron con sorpresa.

—¡Teresa!
—¡Sí! —dijo ella riendo ruidosamente—. ¡Soy Teresa!
—¡No lo puedo creer! ¡Claro que te recuerdo! Sólo que antes eras…

Las palabras de Leandro se apagaron en ese momento tratando de darle paso a la adecuada, a aquella capaz de decir “bonita” sin que el resto de sus palabras la hicieran sonar insultante.

—¿Era qué, Leandro? —preguntó curiosa Teresa.
—Pelirroja —dijo finalmente él.
—¡Sí! ¿Te acuerdas? Eso me gustó mucho mientras duró. Pero cuando las canas llegaron, quise experimentar con otros colores. ¿Te gusta así?

Leandro alzó la vista para darle soporte a su respuesta y, aunque no pudo distinguir exactamente el color de la cabellera, asintió y sonrió al mismo tiempo.

A partir de ese momento, la plática se situó en sus infancias. La forma en que se conocieron en la primaria, las veces en que ella lo había invitado a su casa a hacer la tarea y las mismas veces en que él había rechazado la invitación. Recordaron que solían jugar juntos en la hora del recreo. Teresa rio al hacerle notar que la mayoría de los juegos eran “para niñas”, pero que él nunca se quejó. Al principio, Leandro trató de rebatir la idea, de decir que no había sido así, que eran también “para niños”. Sin embargo, sabía perfectamente que no tenía razón y confesó rápidamente que lo hacía para estar con ella.

—¿En serio? —preguntó ella, algo sorprendida.
—Sí, en serio.

Teresa dio un espontáneo abrazo a Leandro y se alegró de saber la historia.

—No tenía idea —dijo Teresa, conmovida.
—Pues sí, así fue…

Leandro no pudo decir más pues, súbitamente, quedó absorto en sus pensamientos, en los recuerdos de aquellos lejanos días. Como en un sueño, se vio a sí mismo corriendo alrededor de Teresa y sus amigas, justo a la hora del recreo en la escuela. Recordaba que reía, que sus ojos se posaban en ella. Pero, luego, notaba que no era sólo a Teresa a quien seguía. Entre sus amigas, Leandro pudo distinguir a la niña tímida, a la de aspecto descuidado y cabellera opaca y oscura. Sí, ahí estaba la razón por la que él se acercaba. Ahí estaba Mónica, la mejor amiga de Teresa. Si bien Mónica no la resultaba tan intimidante como Teresa, Leandro no había sabido cómo acercarse a ella sin ahuyentarla. Temía que si Mónica se enteraba que era ella la que le gustaba a Leandro, correría tan rápido y con tanto miedo que parecería una gacela asustadiza, y él no podría alcanzarla nunca. Por eso decidió aprovechar la facilidad con que se acercaba a Teresa y, así, estar cerca de Mónica.

—Oye, ¿y qué sabes de Mónica? —preguntó el, saliendo de su trance.
—¿Mónica? ¡Ah, Mónica! ¡La pobretona!

Ese comentario hizo sentir incómodo y molesto a Leandro, pero lo ocultó bajando la cabeza y asintiendo lentamente.

—Pues no sé —continuó Teresa—. Dicen que le dio alguna enfermedad rara cuando estaba estudiando la carrera. No sé. Dicen que se murió.

Teresa lo dijo sin darle mucha importancia al asunto, pero Leandro pareció afectado al escuchar la noticia.

—¿Se murió?
—No sé. Eso dicen.
—Pero ¿no era tu amiga? ¿No seguiste viéndola?
—¿Yo amiga de ésa? ¿Cómo crees? ¿Platicamos de otra cosa?

Una sensación de vacío viajó desde el estómago de Leandro y se alojó en su cerebro, haciéndolo tambalearse en medio de un mareo. Sin decir palabra, se alejó de Teresa y se sentó en un espacio vacío de un sillón cercano. Sintió náuseas y quiso combatirlas respirando hondo, levantando su rostro para evitar el ambiente enfermizo que lo rodeaba. Entre tanta gente, experimentó una intensa soledad. No obstante, deseó estar lejos de aquellos que representaban su pasado. ¿De qué servía recordar si lo único que quedaba de sus recuerdos era tan desagradable? ¿Por qué la vida se empeñaba tanto en quitarle lo que valía la pena, lo que él mismo no había sabido valorar?

Se levantó en un rápido movimiento y salió del lugar sin despedirse. Nadie pareció notarlo. Sólo Teresa lo había seguido con la mirada, pero no hizo el menor intento de detenerlo.

Leandro regresó a su solitario departamento. Estaba envuelto en miedo y desesperación. De alguna forma, no se sentía viejo ya; se sentía abandonado. Corrió hacia su vieja cama y se sentó sobre ella para tratar de tranquilizarse. La noticia sobre Mónica lo había alterado irreversiblemente. Por varios minutos, quedó inmóvil, con la mente vagando entre miles de recuerdos, entre millones de imágenes, con una sola esperanza. Con la mano temblando, sacó de uno de sus bolsillos un viejo papel doblado. Lo puso frente a sus ojos y comenzó a desdoblarlo torpemente. Una lágrima dificultó la lectura del papel, pero él tenía memorizada  la carta. Era la declaración de amor que el niño que había sido le había escrito a Mónica, la niña que él había querido en secreto. Nunca tuvo el valor de entregársela pues tenía miedo de que ella lo rechazara. Por años, había guardado sólo para él aquella declaración. Quizás tenía la esperanza de vencer su temor un día y dársela, pero luego sólo la olvidó. Después, cuando se enteró de aquella reunión de amigos de la infancia, le pareció casi una increíble coincidencia que la carta hubiera aparecido nuevamente al hurgar unos viejos muebles. Tenía que dársela. Tenía que hacerle saber lo que había sido su sentimiento de niño.

La carta temblaba entre sus manos mientras él se esforzaba por leerla. Una sola lágrima cayó y formó una mancha húmeda, justo sobre las letras que formaban la frase “Me gustas mucho”.

miércoles, 13 de marzo de 2013

De todo y nada...

Hoy he tenido una necesidad especial de escribir, de expresarme en silencio a través de un montón de letras. Es un sentimiento que no me ha resultado extraño, sólo que en esta ocasión he caído en cuenta de que requiero escribir de todo y de nada a la vez. No sé qué tan normal resulte mi situación, pero es como querer hablar con alguien de forma casual, aleatoria, sin planear. La única diferencia es que esta conversación se da a través del papel, o del espacio electrónico en blanco, lo que sea... para el caso es lo mismo.

Creo que mi motivación inició al leer el comentario que una compañera escribió en una red social muy popular y que yo frecuento más seguido de lo que quisiera. Me refiero a la red social, no a la compañera. Ella decía que quería escribir un epitafio de algo que ni siquiera había podido nacer. Por supuesto, mi primera impresión fue que se refería a un aborto o algo similar. Después me di cuenta de que era poco probable y que, más bien, se refería a un sentimiento. Y como el sentimiento más socorrido para escribir en casos perdidos es el amor, imaginé que quizás se refería a un romance reprimido que quería dejar atrás. Poco a poco, fui inventándole una serie de historias que iban desde un amor platónico hasta un hijo que nunca había podido tener. El caso es que mi imaginación comenzó a volar y la idea de escribir tonterías se fijó en mi cabeza.

Luego, la palabra epitafio resaltó por sí sola. No era sólo enterrar a ese algo que no había podido lograr su existencia, sino que, aparte, había que dedicarle unas palabras de despedida. No soy un experto, pero creo que un epitafio debe de hablar sobre algo positivo por lo cual se recuerde al fallecido. O al no nacido, en este caso. Es curioso, pero, en lo personal, me resulta más fácil encontrar cosas positivas de la gente. Sobre todo si ya se murieron. Porque he tratado de decir cosas de quienes fallecen y, simplemente, no puedo hacerlo. Tengo una especie de bloqueo que no me permite despotricar contra ellos, aunque ya no estén en este mundo. Y quizás sea esa la razón de mi dificultad: ya están muertos y no quiero darles más pesar que eso. O tal vez no me gustaría que, al morir, la gente hable mal de mí. En una especie de acuerdo no escrito, ni dicho, tengo la esperanza de que nadie perturbe la tranquilidad de mi tumba; aunque debo reconocer que el solo hecho de imaginarla ya es bastante perturbante.

La verdad es que lo que digan frente a mi tumba no me preocupa; ni siquiera podré oirlo. Lo que sí me gustaría es dejar algo que sirva a los demás cuando ya no esté. No me refiero sólo a cuertiones como pertenencias o a la donación de órganos, sino a cuestiones de enseñanza que lleguen a cambiar vidas. De preferencia, cambiarlas para bien. No creo estar siendo demasiado ambicioso en esto. Imagino los poemas de tantos escritores que, aún después de muertos, siguen conmoviendo y motivando a quienes los leen. Sí, lo sé, lo sé. Yo ni siquiera escribo poesía; no en verso, por lo menos. Sin embargo, el hecho de plasmar algunas palabras pueden darle sentido a alguien. No digo que le den riqueza o nada parecido, pero me gusta pensar que pueden ofrecer tranquilidad. La tranquilidad de que hay (o hubo) alguien que tiene (o tuvo) los mismos pensamientos locos y desesperados que otros no quieren revelar. Y si ese simple detalle ayuda a aceptar la existencia en un lugar común, creo que será suficientemente bueno para mí. Aunque espero que haya algo más sustancial que eso.

Por otro lado, está también el placer que me da el hecho de escribir. Me libera, me motiva e, incluso, puede llevarme a un estado de disfrute casi orgásmico. No lo digo en broma, por más patético que suene, lo digo convencido de haber sentido la satisfacción de haber creado algo cada vez que finalizo un cuento, o una anécdota, o cualquier otra cosa que me da la impresión de que estuvo bien contada. En este sentido, no puedo dar más explicaciones al respecto pues sería como tratar de describir el orgasmo en sí: las palabras no bastan, es mejor sentirlo.

Sea como sea que haya surgido esta necesidad de escribir, me alegro de haber tomado la decisión y de decidirme a escribir estas palabras durante la última hora (sí, me tomó todo ese tiempo escribir estas pocas líneas). Decidí hacerlo en primera persona para convencerme a mí mismo de que se trataba de una conversación (aunque sea conmigo mismo) y de que alguien (yo mismo) me pondría un poco de atención. Esa es la magia de la escritura: la imaginación y la creación de situaciones que no estaban allí antes.

Esto es lo que se consigue con las palabras: reflexiones, mundos, ideas, tormentos, alegrías... aunque para muchos no sean absolutamente nada.

lunes, 16 de enero de 2012

Anécdotas de Soporte Técnico – Parte VI

La actividad de brindar soporte técnico a usuarios y familiares no es fácil. Por el contrario, puede resultar algo frustrante y lleno de estrés. Sin embargo, también es una labor ampliamente satisfactoria cuando, tras esfuerzos y tropiezos, se logran resolver los problemas que se presentan. Sobre todo cuando estos problemas van acompañados de risas y situaciones que vale la pena recordar. Las siguientes historias no tienen como fin burlarse de ninguna persona, sino compartir algunas de las experiencias que hacen que, todavía hoy, siga amando mi trabajo.


El servidor solitario.
Aunque no se menciona mucho, una de las actividades más tediosas del soporte técnico es esperar. Con frecuencia se llegan a ejecutar procesos que toman una gran cantidad de tiempo para concluir. Los comandos que se teclean pueden no requerir mucho conocimiento o esfuerzo, pero esperar a que todo termine pone a prueba el temple del ingeniero de soporte. No puedo enumerar ahora todos los momentos en que he tenido que pernoctar en las instalaciones de algún cliente simplemente aguardando a que alguna base de datos termine de repararse, a que se la copia de algún grupo de archivos alcance el cien por ciento, o, quizás, a que la restauración de alguna cinta de respaldo logre descargar toda la información necesaria para recuperar algún sistema. Bueno, hasta he tenido que esperar horas para que alguien autorice que se lleve a cabo alguna actividad cuya duración no rebasa los diez minutos. Sin embargo, no todas las esperas son iguales.

Hace ya algunos años, me encontraba en las oficinas de la empresa para la cual trabajaba, cuando un compañero de soporte telefónico se acercó a mí para hacerme una consulta. Resultaba que tenía en la línea a un cliente que insistía en que su servidor se estaba comportando de forma realmente extraña. “Dice que su servidor no quiere trabajar cuando se queda solo”, fue la explicación que mi compañero me dio. Por supuesto, pensé que se trataba de una broma para ver mi reacción. Me di cuenta de que no era un embuste cuando noté que la sonrisa no se hizo presente nunca en su rostro. “Me pide atenderlo en sitio porque por teléfono no es posible ver el comportamiento”, me indicó con el fin de asignarme el extraño caso. Creo que acepté ir más por curiosidad que por otra cosa. Tomé los datos de la dirección y el nombre del cliente y me dirigí inmediatamente al lugar donde aquel servidor reclamaba atención. Nada que un buen ingeniero de soporte no pudiera ofrecer a las almas solitarias de los servidores.

Cuando llegué a las pequeñas oficinas del cliente, me recibió en la entrada una chica que, según el reporte levantado, era la responsable del servidor problemático. Parecía ser una persona sensible y bastante agradable. Después de las respectivas presentaciones y las formalidades de los saludos, nos dirigimos hacia el lugar donde se encontraba el equipo motivo de mi visita.

—Es algo muy raro lo que está sucediendo —dijo ella mientras caminábamos.
—Algo me explicaron pero no entendí. ¿El servidor no trabaja cuando se queda solo? —pregunté esperando que ella se riera de mi pregunta y me aclarara, de forma seria, la situación real.
—Sí, como que no le gusta quedarse solo —fue su respuesta.

Sé que la tecnología en aquellos años no era tan avanzada como ahora, pero mucha gente podría considerar que las computadoras toman control de nuestras mentes y de todo lo que nos rodeaba. Esto, sin embargo, rebasaba los límites a los que estaba acostumbrado.

—¿Por qué dices que no le gusta? —pregunté amablemente tratando de obtener más información, quizás algo útil.
—Sé que suena tonto —dijo sensatamente—, pero cuando salimos del cuarto donde está el servidor, los usuarios ya no pueden entrar a consultar sus archivos. Ese servidor también tiene los servicios de impresión y, cuando no hay nadie presente en el cuarto, nadie puede imprimir.
—¿En serio? —pregunté esperando inútilmente el grito animoso de “¡Sorpresa! ¡Estás en Candid Camera!”. Pero no, no llegó.
—Sí. De hecho, si algún usuario se queda en la noche a trabajar, el servidor no funciona hasta que alguien entra en el cuarto.
—¿No será algún tipo de desconexión o de falso contacto en algún componente? —pregunté.
—Eso pensamos al principio, pero el servidor muestra en todo momento actividad en la tarjeta de red. Responde sin problema los “pings”. No, no se desconecta.

No podía creer lo que estaba escuchando, pero estaba ansioso de revisar aquel equipo resentido. En unos minutos llegamos frente a una pequeña puerta.

—Está aquí adentro —dijo—. Como puedes ver, nadie puede imprimir, pero, en cuanto entremos, la impresora comenzará a funcionar.

Ella abrió la puerta y, justo frente a nosotros apareció el servidor. Con un rápido movimiento, la chica encendió las luces y me mostró que el servidor se encontraba encendido. Efectivamente, el servidor no estaba apagado y su actividad parecía normal mientras estuvimos allí. La impresora comenzó a despachar varios trabajos y todo parecía funcionar de acuerdo a lo esperado. Revisé los parámetros de procesamiento y encontré que estaba utilizando apenas un cinco por ciento de su capacidad total. No había nada que indicara que algo estaba mal en aquella pequeña caja. Si acaso, podía notar que el espacio era muy reducido y, quizás, la temperatura resultaba elevada. Mi primera suposición era que, quizás, el calor del lugar provocaba que algún componente comenzara a fallar y provocaba aquel extraño síntoma de soledad.

—Ahora hay que salir. Cerremos la puerta y verás que la impresora y los accesos a los archivos dejan de funcionar —sugirió ella para que yo pudiera apreciar el tan extraño fenómeno.

Efectivamente, después de unos minutos de haber abandonado el pequeño cuarto, se escucharon los reclamos de los usuarios porque habían perdido el acceso a sus archivos. Repetimos el proceso de entrar en el cuarto del servidor y rápidamente busqué que algún proceso estuviera siendo ejecutado e interrumpiendo el funcionamiento del equipo. No encontré nada. Los usuarios pudieron volver a imprimir y a tener acceso a sus archivos. Todo parecía funcionar bien una vez que entrábamos en aquel lugar. La situación ya era de por sí extraña, pero ese día aprendí que nunca es demasiado cuando de rarezas se trata. Escuché la voz de mi clienta preguntando:

—Oye, ¿no será problema que es un servidor “stand-alone”?

No, no, no. De verdad que no podía ser cierto lo que estaba escuchando. Esta vez sí estaba esperando la risa, la sonrisa, algo que me hiciera suponer que no lo decía en serio. De reojo miré su rostro y, al ver que hablaba en serio, no pude más que, con un movimiento violento, tomar el teclado del servidor y machucarme intencionalmente los dedos para evitar reírme.

—¡Aauch! —grité de dolor, pero logré exitosamente deshacerme de mis deseos de soltar una carcajada—. Perdón, no sé cómo ocurrió eso. Pero no te preocupes, estoy bien.
—¡Qué bueno! ¿Pero cómo ves entonces lo del “stand-alone”?

Otra vez el teclado azotó sobre mi mano y un nuevo gritó salió de mi boca. No podía permitir que una risa burlona emergiera ante una clienta que apenas conocía. Si escuchaba nuevamente aquello de “stand-alone” como posible diagnóstico, estaba dispuesto a renunciar a mi cordura y a comenzar a arrojar cosas con el peligro de que gente inocente resultara lastimada.

—¡Otra vez! Disculpa, creo que es el poco espacio que hay aquí.
—Tal vez. ¿Pero no crees entonces que eso del “stand”...?
—¡No! —grité rápidamente sin estar dispuesto a romperme algún hueso. Ni siquiera el teclado merecía romperse por una tontería de ese tamaño.

Tenía que haber alguna explicación lógica, pero que el servidor se sintiera solo no era una. Necesitaba pensar y aquella chica sentimental no me dejaba. Tuve que decirle que el hecho de que fuera “stand-alone” era precisamente para evitar ese tipo de comportamiento: Era para “estar solo”. No podía creer que le hubiera dicho eso, ni que ella me lo hubiera creído. Pero tenía que encontrar la forma de formular alguna hipótesis válida y conservar mis dedos completos, así que le pedí un momento a solas con ese desgraciado y estúpido insensato. El servidor, por supuesto.

Instalé varias herramientas de monitoreo y registro de actividades. Todo lo que ocurriera en el servidor quedaría registrado en los archivos de diagnóstico. El plan era dejar ejecutándose todas esas herramientas mientras “abandonábamos” al servidor. Cuando su soledad lo hiciera suspender sus labores diarias, esperaríamos un momento para que las herramientas pudieran recolectar la información suficiente y, con suerte, podríamos determinar con mayor lógica lo que estaba ocurriendo.

Así que dejé todo listo y me preparé para dejar el cuarto del servidor. Apagué la luz y, en voz más alta de lo normal, anuncié mi salida al equipo. Claro, quería asegurarme de que el servidor supiera que me iba y lo dejé ahí, en su rol maldito de “stand-alone”. Cerré la puerta ruidosamente y marqué mis pasos fuertemente por el pasillo hasta que el sonido de mis zapatos se fuera desvaneciendo mientras avanzaba. Normalmente, sólo era necesario dejar pasar unos cuantos minutos para que la soledad del servidor se manifestara en la incapacidad de los usuarios para acceder sus archivos o para mandar a imprimir. Pude percibir al final del corredor que un usuario comenzó a quejarse de que —otra vez — el servidor había dejado de funcionar. No quise arriesgarme a enfrentar un capricho parcial que arrojara poca evidencia y decidí esperar a que una cantidad mayor de usuarios elevara más insultos hacia el desdichado equipo. Yo estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario, estaba acostumbrado a ello. Podía esperar horas a que ocurriera algo, o a que no ocurriera nada. Esa no sería una situación que me pudiera incomodar. Aquel servidor acomplejado no me iba a derrotar en una batalla donde yo dominaba el terreno, las armas y contaba con una mejor estrategia. Por supuesto, no me precipité en cantar victoria. Las consecuencias de una soledad prolongada pueden ser impredecibles.

Cuando los usuarios comenzaron a enfurecerse y a traer recordatorios familiares a la “memoria” del servidor (quizás en afán de recordarle que no siempre había estado solo), decidí regresar al oscuro cuarto de cómputo y revisar las estadísticas registradas. Los resultados no se hicieron esperar. Durante los primeros minutos, la actividad del servidor había sido la esperada. Sin embargo, el uso del procesador se incrementó repentinamente al cumplir cinco minutos de “abandono”. De hecho, el procesador estaba siendo utilizado casi al cien por ciento de su capacidad. Así se mantuvo hasta que entramos y desactivamos las herramientas de monitoreo. Revisé el registro cuidadosamente para determinar el proceso que estaba usando de forma tan exhaustiva el preciado recurso de procesamiento. Los archivos de diagnóstico mostraron varias referencias hacia un archivo llamado OpenGL3D.scr.

Al ver la extensión .scr supe que se trataba de un protector de pantalla. En ese momento, mi clienta entró al pequeño cuarto del servidor. “¿Usan protector de pantalla en el servidor?”, pregunté sin esperar a que ella respondiera. Verifiqué la configuración y noté que el protector de pantalla usado era un graficador de figuras geométricas que, aleatoriamente, cambiaba su posición y su forma. Sí, se veía muy bonito, resultaba impactante la manera en que aquellas figuras proyectaban su sombra contra una pared ficticia. El problema era que, para poder generar todas aquellas líneas, sombras y rellenos, empleaba el procesador a toda su capacidad mientras realizaba todos los cálculos matemáticos necesarios que el protector de pantalla necesitaba. Claro, en esta heroica acción, los procesos de acceso a archivos y de impresión pasaban a un último término. ¡Qué importaba si los usuarios no podían trabajar cuando el protector de pantalla (que nadie podía apreciar) generaba sus caprichosas formas! Tal y como lo mostraban los archivos de diagnóstico, el protector de pantalla se activaba a los cinco minutos de inactividad y no tenía configurada ninguna contraseña. Por eso, cuando alguien llegaba a revisarlo, desactivaba inmediatamente el protector de pantalla en el primer movimiento del ratón y los usuarios podían ser atendidos.

Cambié la configuración del protector de pantalla a una aburrida plantilla negra sin movimiento. Hicimos la prueba de volver a abandonar al servidor y esperamos varios minutos. Esta vez nadie se quejó. Mi clienta, sin embargo, no parecía muy convencida de que aquella fuera una buena solución. Sin expresarlo abiertamente, me dio a entender que el hecho de que el servidor fuera “stand-alone” ya era algo lo suficientemente negativo como para que, encima de todo, le hubiera configurado un protector de pantalla que simulaba un monitor apagado. “Va a estar bien”, le dije mientras le extendía mi reporte de servicio. Ella lo firmó y me retiré dejando a mi clienta en su desconcierto. Me pareció ridícula su idea de pensar que un servidor necesitara compañía para poder trabajar. Llamé a la oficina para reportar que el problema había sido resuelto.

Pudo haber sido una situación en que mi clienta quedara eternamente impactada ante el diagnóstico recibido, así que decidí compensar un poco la imagen negativa que seguramente dejé en ella y, en la siguiente oportunidad, le ofrecí que asistiera a una plática donde un experto hablaría de nuevas tecnologías. “Creo que te gustará saber que, con esta nueva tecnología, dos o más servidores pueden trabajar juntos como uno. Les llaman Clústeres”. Ella sonrió de inmediato y aceptó ir a la plática.


Fuera de la jaula de cristal.
Uno de los lugares donde un ingeniero de soporte técnico podía pasar gran parte de su tiempo era dentro de los Centros de Cómputo que, normalmente, se utilizan para mantener resguardados los servidores y alguno que otro equipo adicional relacionado con el servicio de cómputo. Estos Centros de Cómputo (a los que comúnmente se les llama Sites) cumplen con tres características principales: son ruidosos, fríos y les faltan lugares para sentarse. El aire acondicionado utilizado en esos espacios es la causa principal del ruido y del frío. Supongo que la falta de lugares para sentarse es una consecuencia de la errónea creencia de que hay que estar loco como para pasar un tiempo considerable dentro de aquellos escandalosos congeladores. O quizás, en una buena acción, quienes diseñan los sites procuran proteger a quienes entrar para no morir congelados en la silla por falta de movimiento que produzca calor corporal.

Sea como fuere, el caso es que el ingeniero de soporte técnico debía enfrentarse ante tan inclementes condiciones de trabajo y quedarse parado frente a un monitor mientras trataba de solucionar algún problema. Actualmente, esta práctica se ha ido reduciendo gracias a la capacidad de poder conectarse a los equipo de manera remota y controlar casi todas sus funciones como si se estuviera trabajando justo frente al equipo. Sin embargo, hace algunos años, entrar a un centro de cómputo era una actividad bastante común. A algunos nos resultaba bastante frecuente también.

De hecho, uno podía darse cuenta del nivel tecnológico de un cliente simplemente con ver su site. La mayor parte del tiempo, contaban con vidrios que hacían las labores de paredes y ventanas a la vez. Pero las diferencias entre unos y otros comenzaban desde la puerta. Los más sencillos contaban con una vil puerta de aluminio con una manija de fácil accionar para poder abrirla. Los más modernos contaban con lectores biométricos para reconocer huellas digitales, la palma de la mano completa o, incluso, la retina ocular. Normalmente, contaban también con puertas corredizas que daban la impresionante sensación de retirarse en un gesto cortés para ceder el paso.

Uno pensaría que en los Centros de Cómputo más modernos podrían encontrarse mejores condiciones de trabajo. Claro, me estoy refiriendo a las condiciones de trabajo que los servidores requieren, no los ingenieros de soporte. Pero esta ocasión no quiero platicar sobre estas modernas jaulas de cristal ni de los volubles servidores que las habitan (y a los cuales deben los ingenieros de soporte técnico sus más grandes temores, sus frustraciones, pero también su amor propio y su prestigio, bueno o malo). No, esta vez quisiera platicar sobre lo que ocurre alrededor de ellos, sobre todo en las largas noches donde, muy frecuentemente, hay alguien laborando.



La niña del site.
Una de las historias que ha permanecido como tatuada en mi memoria se refiere al site de un cliente donde, según contaba la leyenda, se aparecía una niña a medianoche. Sí, sé lo que deben estar pensando… bueno, no, no lo sé. Pero sí sé que por mi cuerpo pasó un fuerte escalofrío que realzó cada poro de mi piel cuando me lo dijeron a mí. Quizás fue por el hecho de que, justo esa noche, tendría que estar trabajando ahí. Adivinaron, a la medianoche. Al principio, intenté no pensar en aquel cuento urbano que mi cliente había osado confesarme. Imaginé que, para hacer un poco más amena la jornada de trabajo nocturno, quiso darme algo en qué pensar. “Dicen que es una niña que murió hace años encerrada en un cuarto, justo allí, donde está hoy el site. Pero no te preocupes, no hace nada”, aclaró el cliente. “Sólo camina hacia el site y se queda viendo fijamente, después se va”, concluyó. “¡Ah, menos mal!”, recuerdo que pensé. Pero luego me pregunté si estaba preparado para ver un fantasma infantil mirándome mientras yo trabajaba. ¿Y si esa noche aquella niña espectral decidía cambiar su comportamiento y desquitar su muerte sacrificando a alguien más justo en el lugar donde ella murió? Claro, eran patrañas. Pero les aseguro que, al estar justo allí, a su entera merced, las patrañas se toman muy en serio. “Llámame cuando todo esté arreglado”, me dijo el cliente. “¿No te quedarás?”, pregunté suplicando por un “sí”. Su única respuesta fue una risa burlona y se despidió, como a eso de las nueve de la noche.

Hago nuevamente énfasis en el ambiente que se genera dentro de un site de servidores. Es como un infierno congelado donde las almas de los servidores claman por aire fresco mientras son sometidos a trabajos forzosos que los hacen resoplar y vibrar para sobrevivir. El ruido lentamente se hace monótono y los visitantes dejan de escucharlo al cabo de unos cuantos minutos, pues sus oídos se cierran ante semejante caos. El frío, sin embargo, es algo que ni propios ni extraños pueden ignorar o eludir, el temblor que invade sus cuerpos lo hacen evidente. Pero, a diferencia de un averno común, en los sites es posible hundirse en la soledad de los propios pensamientos sin sentir ningún tipo de castigo o penitencia. Claro que, por supuesto, no pasa uno allí la eternidad purgando pecados. Pero, a veces, eso no sería tan malo.

El caso es que, al acercarse la medianoche, mi pulso se aceleró y yo traté de concentrarme insistentemente en la labor que estaba realizando con los servidores. Labor que, por cierto, no recuerdo ahora. Sólo recuerdo que, cuando el reloj del servidor donde estaba trabajando cambió de las 11:59 PM a las 12:00 AM, mi única reacción fue voltear rápidamente hacia afuera del site. Los grandes vidrios que fungían como paredes del lugar permitían ver claramente todo lo que ocurría a sus alrededores. Justo a esa hora, por encima de todo el ruido que había en el site, se escucharon unos pequeños pasos. Dejé lo que estaba haciendo y un temblor invadió mi cuerpo, tomando el lugar de mi voluntad. Permanecí inmóvil y sin poder decir palabra. Fuera del site, las luces estaban apagadas en su mayoría, pero la luz generada dentro del site iluminaba perfectamente los sitios aledaños. Los pasos continuaban pero no percibí nada que se estuviera moviendo. Luego un llanto se escuchó. Era un llanto como de bebé, no de una niña que pudiera ir caminando por el pasillo. Igual me paralizó. ¿Dónde estaba yo más seguro? ¿Adentro o afuera del site? No importaba. No podía dar un solo paso por la impresión. Los chillidos se hicieron más intensos, también mi miedo. Estaba esperando que, en cualquier momento, apareciera la niña, o el bebé, o alguna extraña combinación, y se acercara hacia mí. Estaba dispuesto a gritar, a romper los vidrios si era necesario, a defender mi inocente vida a como diera lugar. Pero nada ocurría ante mis ojos. Los gritos, sin embargo, se hicieron tenues, casi imperceptibles, lejanos. Tampoco escuché nuevamente los pasos. Al cabo de unos minutos sólo el ruido del aire acondicionado y el rugir de los servidores se escuchaban en el site. Extrañado, decidí no mover un solo músculo que delatara mi presencia. Estaba a punto de soltar un suspiro de alivio cuando las luces del site se apagaron y quedé en medio de las tinieblas. Un gritó sonó fuertemente dentro del site y yo brinqué lleno de terror como la única reacción que encontraba viable ante tan tremenda situación. Las luces se encendieron de inmediato y, con la vista, comprobé que estaba solo. Sí, el grito que había escuchado había sido mío y las luces sólo obedecían al sádico sensor de movimiento que las controlaba. Como había pasado un buen rato en que no me había movido, se apagaron unos momentos antes. Pero, al detectar mi increíble brinco de pavor, volvieron a encenderse. Dejé que mi corazón volviera a tomar su ritmo normal y que mi respiración no opacara el sonido del aire acondicionado, terminé mi trabajo y me largué de allí lo más rápido que pude.

Al día siguiente, ya con unas horas de reposo en el cuerpo, me reporté con el cliente para darle el resultado del trabajo que había estado yo realizando en la noche. Le expliqué cada una de las actividades realizadas y le dije que, en el transcurso del día, le haría llegar el reporte final. Él agradeció y, justo antes de que yo alcanzara a colgar el auricular del teléfono, me preguntó: “¿Todo bien anoche?”. Hubiera considerado aquélla como una pregunta atenta de no haber sido por la risa, casi carcajada, que escuché al otro lado de la línea. “Sí, todo bien”, contesté secamente. “Oye, disculpa por la broma que te hice ayer. Le cuento la misma historia a todos los proveedores. Es como un sucio vicio que tengo”, se rio aún más. “Pero, como pudiste darte cuenta, no pasó nada. No hay ninguna niña que vaya a visitar el site. Espero que puedas disculparme por tan infantil broma pero no puedo evitar hacerla”, dijo todavía riendo y colgó el teléfono. Si su confesión tenía por objetivo que me sintiera más tranquilo, creo que el tipo no debería ir con ningún sacerdote so riesgo de quedar excomulgado o exorcizado. “¿Y los pasos? ¿Y el llanto? ¿Los gritos?”, me pregunté todavía con el auricular en la mano. Traté de acomodarle una explicación razonable a toda la situación, traté de olvidarme del hecho, pero, como pueden ver, aún no lo he logrado.
 

Así como esta, existen otras historias que giran en torno a los lugares que los ingenieros de soporte eran obligados a visitar de forma regular hace algunos años. Leyendas hay muchas, anécdotas aún más. Ya habrá tiempo de contar el resto y compartir un poco de esta apasionante y aterradora actividad.

Hasta la próxima anécdota. O, quizás, hasta la próxima historia de ultra-site.

lunes, 2 de enero de 2012

A Brazos

Ocurrió un día de escuela mientras iba caminando bajo el intenso calor del sol. Sin notar el momento preciso, dejé de percibir los edificios que se encontraban a mi derecha y junto a los cuales repartía mis pasos. Fue una sensación extraña pues me pareció increíble que hubieran desaparecido así nada más. Dirigí curiosamente mi mirada hacia el lugar donde acababa de ver aquellas construcciones y, con cierto alivio, pude descubrir que no habían ido a ningún lado. Seguían allí. Sin embargo, con miedo noté que algo más desaparecía a mi derecha. Pero al virar con fuerza mi cabeza, constataba que todo permanecía justo donde debía estar. No eran las cosas las que desaparecían, era la vista en mi ojo derecho la que me estaba abandonando paulatinamente.

Sería una mentira decir que fue una oscuridad la que invadió mi cabeza. No, fue justo lo contrario. Lo único que mi ojo derecho pudo percibir fue un brillo descontrolado que no me dejaba ver. Traté de disimular el síntoma y cerré, en una especie de castigo, aquel ojo traidor que ahora se volvía en mi contra para evitar mostrarme el mundo. Nada cambió. Era como si aquel destello proviniera de mi interior y deslumbrara mi vista. Pensé que el calor me estaba jugando una mala broma y decidí detenerme por unos instantes para tranquilizarme y regresar a la normalidad. Pronto la luz abarcó ambos ojos y, en una inesperada complicidad, me prohibieron volver a ver. No quiero volver a describir la sensación terrible que me recorrió en esos momentos, cuando el miedo me tomó como presa y la vida me ofreció como sacrificado a cambio, espero, de una buena causa.

El caso es que desde ese momento quedé ciego. Esa luz intensa que conformó mi última visión terminó por apagarse definitivamente aprovechando la inconsciencia que tomó el control de mi cuerpo. De eso han pasado ya muchos años. Veintiuno. Quizás veintidós. Es difícil recordar cuando lo que se desea es olvidar. Creo que los primeros meses de mi ceguera fueron los más difíciles, los más aterradores. No era la oscuridad en que vivía lo que me asustaba, sino todo el mundo que cobraba vida bajo la luz que yo no percibía. Mis más absolutas certezas se convirtieron en amplias inseguridades. Mi andar se hizo lento e indeciso ante el misterio que el camino representaba ahora. El dolor de cada golpe recibido se transformó rápidamente en vergüenza, y la vergüenza en incapacidad. Nadie se explicaba la razón de mi desgracia, sólo supe que, irreversiblemente, mis ojos no podían ahora más que llorar.

Así comenzó mi nueva vida, con incertidumbres y sin esperanzas. Quisiera poder decir que salir de mi casa representó todo un reto. Lo cierto es que el solo hecho de bajar de mi cama me significó algo similar a abandonar mi propia tumba. Día tras día, tropiezo tras tropiezo, comencé a conocer nuevamente un universo que creía había haber dominado desde siempre. Incluso mi cuerpo me resultaba desconocido, ¡ni hablar de mi propia habitación! Pero fui encontrando formas para ir recorriendo los espacios, buscando las luces que sólo mi espíritu llegó a vislumbrar. Como semilla recién plantada, la confianza en mí mismo parecía no retoñar. Requería tiempo, paciencia y constancia. Y así, a cada paso, literalmente, encontré el camino hacia una aventura que, de otra forma, no hubiera logrado apreciar.

Un día abrí la puerta que, por tanto tiempo, no me había atrevido a cruzar. Sentí el viento en mi cara y, extraño como suena, sentí la luz posarse sobre mí. Los sonidos invadieron mi mente y formaron imágenes que tenía mucho tiempo sin ver, imágenes que quizás nunca había podido reconocer. Caminé con los brazos extendidos, apoyado sólo con un delgado bastón que dirigía torpemente para tratar de identificar los obstáculos que mi andar pudiera encontrar. ¿A dónde iba? Sé que parecerá estúpido pero me justificaba contestándome a mí mismo: "A respirar". Quería llegar al parque y recorrer sus paisajes, oler la fragancia de sus colores, escuchar sus formas, tocar todos sus movimientos.

Pero mi atrevimiento fue castigado casi de inmediato. En los primeros metros que recorrí para acercarme a mi destino me topé con estorbos que mi bastón no pudo detectar. No hablo de obstáculos que mis pies no pudieran evadir, ni de muros que interrumpieran mi decisión de avanzar. No, hablo de limitaciones que sólo ciertos humanos son capaces de edificar. Justo antes de disponerme a atravesar la primera calle, escuché la fuerte voz de un automovilista que, con palabras más o con palabras menos, reclamaba su derecho de paso por sobre el mío. Lo peor, sin embargo, fue que a fuerza de gritos atribuyó mi ceguera a mi estupidez. Ciertamente, me detuve, pero no para evitar ser arrollado, sino para acreditar aquellas palabras que acababa de escuchar y que, como sólidas cadenas, arrancaban mi determinación y buscaban arrastrarme de regreso a mi oscura habitación. Había comenzado a dar la media vuelta cuando de mi brazo colgó el peso de la bondad. "¿Lo ayudo a cruzar?", dijo una voz de mujer que sonaba alegre y atenta. Por supuesto, no pude verla, pero sabía que ella sonreía en ese momento. Su sonrisa se contagió en mi rostro y la cadena que luchaba por retener mi disposición terminó hecha añicos, tanto que casi pude escuchar los pedazos caer sobre el piso. Ella tomó mi sonrisa como un "sí" y me llevó cuidadosamente hacia el otro extremo de la calle. "¿Hacia dónde va?", preguntó en cuanto subimos la banqueta. "Al parque", contesté pensando en las siguientes tres cuadras que me separaban de él. "Vamos, lo llevo", dijo ella desprendiendo cierta emoción en sus palabras. Dejó de tomarme del brazo y, a cambio, colocó mi mano sobre su propio brazo y me condujo hacia el parque.

Su nombre era María Juana pero todos la llamaban Juanita, según me contó. A juzgar por la fuerza de su brazo, pude deducir que se trataba de una persona con un temple excepcional. Había también, en la forma en que me dirigía, una delicadeza que pocas veces había podido notar en una persona. Al principio, supuse que su compañía sería pasajera, pero ella decidió quedarse durante todo el tiempo que estuve en el parque. Si bien no estaba en mis planes que alguien pudiera disolver mi soledad en sus palabras, no puedo negar que lo disfruté enormemente. Hacía mucho tiempo que nadie parecía interesado en mi vida y, justo ese día, Juanita avivó mi propio interés. Los paseos al parque se hicieron pronto una costumbre y el brazo que guiaba mi camino se hizo tan familiar como si, a través de él, pudiera ver a Juanita. Ella me decía José, pese a que yo me presenté oportunamente como Raúl. Nunca la corregí, quizás porque decía que formábamos "la doble jota": Juanita y José.

Por supuesto, Juanita no podía estar presente todas las ocasiones en que a mí me placía salir a indagar en el mundo. Inesperadamente, aunque gratamente, otros brazos ofrecieron su apoyo para que yo pudiera llegar a mi destino. A veces, aquellos brazos me acompañaron para cruzar una calle en específico; otras veces, para recorrer algunas cuadras; otras más, hasta asegurarse de que había yo llegado con bien a la vieja banca donde siempre me sentaba. Sólo Juanita se quedaba a platicar conmigo todo el tiempo. Pero pronto aprendí a distinguir que, dependiendo de la fuerza con que aquellos brazos me sostenían, de la posición que empleaban para brindar el apoyo, de la suavidad de sus movimientos o de la rapidez con que me soltaban, siempre había una relación con la personalidad de quien me ayudaba. Podría decir que incluso el calor que cada brazo transmite tiene que ver con la calidez humana de su dueño. En una ocasión pude sentir el dolor que un muchacho sentía sólo con aferrarme a su antebrazo. No dijo nada y yo sólo acerté a decir: "Todo va a estar bien". Él separó mi mano de su brazo pero enseguida me cubrió en un afectuoso abrazo y, con el rostro recargado sobre mi cabeza, dijo "Gracias". Sentí una gota salada cayendo sobre mi labio y el muchacho se retiró a toda prisa.

No quiero decir que cuente con algún don especial con esto de los brazos, pero es casi como percibir una mirada triste o mirar la verdad en los ojos ajenos. De alguna forma, cuando una persona extiende sus brazos con la intención de ayudar, abre también su corazón hacia quien necesita la ayuda, y eso puedo percibirlo mientras avanzo a su lado. Le comentaba este pensamiento a Juanita en una de las incontables veces en que, afortunadamente, me acompañó hacia el parque (y uso el verbo "acompañar" porque, después de las primeras veces, ofrecía su brazo más como cómplice que como guía). Ella quedó en silencio unos momentos y se me hizo evidente que dirigía su mirada hacia mí. De alguna forma, supe que sus ojos estaban llenos de asombro y sólo pude preguntarle: "¿Es muy tonto lo que acabo de decir?". A manera de respuesta, de sus labios llegó una sensación cálida y húmeda a mi mejilla y, de inmediato, recorrió en forma de escalofrío el resto de mi cuerpo. Luego, sus palabras se dejaron escuchar en mis oídos:

"Nada de tonto. Lo que pasa es que has aprendido a mirar a la gente más allá de su apariencia. Quienes podemos ver confiamos demasiado en nuestros ojos, aun sabiendo que tienen grandes limitantes, sobre todo en los momentos más oscuros. José, tú no tienes el prejuicio de la luz, lo que percibes es justamente los que, quienes te sostienen, te transmiten. No influyen en ti las pantallas de las apariencias.".

Para ser completamente honesto, nunca había creído que mi ceguera hubiera tenido algún beneficio. Por el contrario, siempre me había considerado el mayor de los desgraciados. Pero ante las palabras de Juanita me quedé sin saber qué decir. He omitido mencionar el enorme sufrimiento en que las personas ciegas nos hundimos a veces a causa de la discriminación y las limitantes que encontramos; y la razón por la cual decidí omitir mayor detalle es porque, simplemente, no son mayores que las limitantes y humillaciones que personas con todos sus sentidos pueden llegar a sufrir. La única diferencia, es que algunos tenemos un pretexto notorio para dejarnos arrastrar hacia la desesperación. Curiosamente, me sigue costando trabajo reconocer los regalos que la vida me ofrece y gente como Juanita me ayudan a salir de mi autocompasión y buscar nuevos horizontes. Desde ese momento, decidí que no volvería a poner mi ceguera como excusa para no vivir mi vida y acepté con gusto los retos que, en la intención de sentirme vivo, se me fueron presentando. Una ocasión, una amiga de ella me sugirió subir a un globo aerostático. La única condición que pude poner fue ir todo el tiempo aferrado a su brazo. Ella y Juanita me acompañaron en la travesía aérea que estuvo llena de sensaciones. Al menos para mí, el paisaje no fue un distractor y me concentré en las subidas, las bajadas, el aire en mi cara y, sobre todo, en la emoción que Juanita y su amiga depositaban en mis brazos. Fue una experiencia inolvidable. "Fue como acercarse a Dios", comentó Juanita cuando descendimos a tierra. Su brazo seguía temblando de la excitación.

En las recientes celebraciones de Año Nuevo, Juanita me invitó a caminar por el parque y me hizo una pregunta inusual: "¿Cuáles son tus propósitos de Año Nuevo?". Obviamente, cuando dije "inusual" me refería a que nadie me la había hecho en los últimos años. Por la misma razón, mi respuesta requirió de mucha reflexión y algún tiempo en silencio. Mientras lo pensaba, sabía que Juanita sonreía satisfecha. Finalmente, accedí a contestar: "Este año quiero viajar y conocer otros lugares. No conozco la playa". Ella tomó con fuerza mi brazo y emocionada dijo: "¡Es una estupenda idea!". Sin dejarla decir nada más, solté mi pregunta temiendo que ella notara el nerviosismo en mi cuerpo: "¿Irías conmigo?". Ella imprimió aún más emoción en la forma en que me sostenía y contestó casi de inmediato: "¡Sí, por supuesto! ¿Cómo te gustaría viajar?". Sólo pude emitir una respuesta basada en mis sentimientos: "A brazos, Juanita. A brazos.". Ella derramó una lágrima de alegría cuando contestó: "Abrazos, José. Abrazos.". Y me besó.