Jornadas
Anteriormente, a los actos en que se dividía una obra teatral se les denominaba "Jornadas". Me gusta pensar que, como actor principal en el escenario de mi vida, voy poco a poco dando forma a cada una de estas Jornadas, aunque en una manera diferente para este blog: Primero las vivo y luego las escribo. Así que: Tercera llamada. Comenzamos.
lunes, 25 de marzo de 2013
Esa mujer, mi amiga...
Los días que siguieron quise aparentar entereza, como si ese “pequeño incidente” no me hubiera afectado, y traté de dar la impresión de no sentir dolor. Pero, tarde o temprano, el dolor se nota, no sólo se siente. Y su forma de manifestarse modificó mi mirada, mi andar, hasta mi sonrisa. El llanto humedecía mis ojos por la noche, pero secaba el ánimo y la esperanza durante el día. Luego, siguió el deseo de reparar aquello que había quedado roto, sólo para darme cuenta que varias piezas se habían perdido irremediablemente y las cosas nunca volverían a ser iguales.
Fue cuando le llame a ella, a mi amiga. Mi voz sonaba débil y tambaleante, sin importar el esfuerzo que hacía por mantenerla firme. Hablé y hablé, nombrando cada una de las cosas que sabía perdidas y que me arrepentía de haber dejado ir. Sin desearlo, mis palabras se entrecortaban, el aire me faltaba y comencé a llorar. No pude seguir hablando; las lágrimas ahogaban mi voz. Nunca he podido hacer ambas cosas a la vez: hablar y llorar. Es una cruel maldición que deja al descubierto mis debilidades y me expone ante quien escucha mis sollozos en lugar de mis palabras. Pero ella no esperó a que terminara mi llanto; por la bocina del teléfono escuché su voz decidida que no se compadeció de mí un solo instante y me ordenó dejar de llorar, me gritó que me comportara como el hombre que debería ser (lo recuerdo así: “el hombre que debería ser”, en lugar de “el hombre que era”). Su carácter me sacudió y casi pude sentir su mirada posándose sobre mi miedo, ahuyentándolo de golpe. Podía imaginar sus ojos negros demandando que hiciera a un lado el sufrimiento y que me sobrepusiera ante lo hecho. Me exigió que me pusiera de pie, que sintiera el suelo bajo mis plantas, que pisara y despreciara las lágrimas que había derramado, que saliera, que me encontrara con ella.
Nos vimos en una cafetería repleta de gente. Quizás fue mi estado emocional, pero allí bebí el café más amargo que recuerdo. Volví a repasar mi historia con ella tratando de mantener mis emociones lejos de mi alcance. Ella, a diferencia de lo que pasó en el teléfono, no habló; sólo me miró fijamente, con profundidad. Quise hacerle saber que estaba bien, que había reaccionado mal cuando habíamos hablado; pero que ya había pasado, que me había recuperado y que quería volver a la normalidad, a ser el de antes. No pude. Podría decir que sus ojos negros mirándome no dejaron que yo hablara, podría inventar cualquier otro pretexto, pero fue mi cobardía la que me hizo callar. Sin embargo, ella habló; no con palabras, sino con su sonrisa. Sin tener una razón aparente, me miraba con una alegría brillante. Ahora las palabras sobraban. Acercó su silla a la mía y, sin sacarme de su vista, me besó, primero en la mejilla, luego en los labios, cada vez con más ternura, con mayor emoción, haciéndome sentir el calor de sus besos sobre los míos. Por primera vez, me sentí lleno de debilidad y de fuerza simultáneamente. Mi corazón volvió a traicionarme latiendo con toda su fuerza; pero, esta vez, pude sentir el suyo latiendo con mayor fuerza sobre mi pecho. Ambos nos estremecimos de forma casi sincronizada. Puedo decir que, en aquellos breves instantes, fui feliz. Pero, como dije, fue breve, demasiado breve. Inesperadamente, tal como se había acercado, ella se alejó. Regresó la silla a su lugar y dijo “Me tengo que ir”. Yo estaba a punto de reclamar, de demandar una explicación a sus reacciones, hasta que, con voz firme ordenó: “Acompáñame”.
Nunca supe cuál era su plan original, pero cuando llegamos a su casa, la recibió (nos recibió) la noticia de que su abuela acababa de morir. No voy a describir el drama que se desató en su interior; sólo diré que, seguramente, era la peor noticia que había recibido hasta entonces, y la devastó. Sin siquiera preguntar, la acompañé al funeral y traté de animarla, tal como ella lo hubiera hecho conmigo. La diferencia era que yo no sabía cómo devolverle la fuerza a alguien tan inmensamente fuerte. A ratos me acerqué, a ratos me alejé; mil veces cambié la forma de mi rostro para tratar de compadecerla, de reconfortarla, de hacerle sentir mi apoyo. Nunca sentí que algo de eso ayudara. Reuní la fuerzas necesarias para acercarme y para tratar de abrazarla empáticamente; pero antes de que lograra hacerlo, llegó él corriendo. La tomó entre sus brazos y la besó; noté que no dejaba de abrazarla. Ella lo abrazaba también, dejándose confortar. Después de un rato, miró por encima del hombro de él y me vio. Sólo entonces deshizo el abrazo y le murmuró algo al oído. Ambos caminaron hacia mí. “Te presento a mi novio”, me dijo ella. Yo extendí mi fría mano hacia él. Ahora había dos muertos en el velorio.
sábado, 16 de marzo de 2013
La edad de la inocencia
—Bueno, no mucho —dijo Leandro—. Creo que sí.
—¡No lo puedo creer! ¡Claro que te recuerdo! Sólo que antes eras…
—¡Sí! ¿Te acuerdas? Eso me gustó mucho mientras duró. Pero cuando las canas llegaron, quise experimentar con otros colores. ¿Te gusta así?
—Pero ¿no era tu amiga? ¿No seguiste viéndola?
—¿Yo amiga de ésa? ¿Cómo crees? ¿Platicamos de otra cosa?
miércoles, 13 de marzo de 2013
De todo y nada...
Creo que mi motivación inició al leer el comentario que una compañera escribió en una red social muy popular y que yo frecuento más seguido de lo que quisiera. Me refiero a la red social, no a la compañera. Ella decía que quería escribir un epitafio de algo que ni siquiera había podido nacer. Por supuesto, mi primera impresión fue que se refería a un aborto o algo similar. Después me di cuenta de que era poco probable y que, más bien, se refería a un sentimiento. Y como el sentimiento más socorrido para escribir en casos perdidos es el amor, imaginé que quizás se refería a un romance reprimido que quería dejar atrás. Poco a poco, fui inventándole una serie de historias que iban desde un amor platónico hasta un hijo que nunca había podido tener. El caso es que mi imaginación comenzó a volar y la idea de escribir tonterías se fijó en mi cabeza.
Luego, la palabra epitafio resaltó por sí sola. No era sólo enterrar a ese algo que no había podido lograr su existencia, sino que, aparte, había que dedicarle unas palabras de despedida. No soy un experto, pero creo que un epitafio debe de hablar sobre algo positivo por lo cual se recuerde al fallecido. O al no nacido, en este caso. Es curioso, pero, en lo personal, me resulta más fácil encontrar cosas positivas de la gente. Sobre todo si ya se murieron. Porque he tratado de decir cosas de quienes fallecen y, simplemente, no puedo hacerlo. Tengo una especie de bloqueo que no me permite despotricar contra ellos, aunque ya no estén en este mundo. Y quizás sea esa la razón de mi dificultad: ya están muertos y no quiero darles más pesar que eso. O tal vez no me gustaría que, al morir, la gente hable mal de mí. En una especie de acuerdo no escrito, ni dicho, tengo la esperanza de que nadie perturbe la tranquilidad de mi tumba; aunque debo reconocer que el solo hecho de imaginarla ya es bastante perturbante.
La verdad es que lo que digan frente a mi tumba no me preocupa; ni siquiera podré oirlo. Lo que sí me gustaría es dejar algo que sirva a los demás cuando ya no esté. No me refiero sólo a cuertiones como pertenencias o a la donación de órganos, sino a cuestiones de enseñanza que lleguen a cambiar vidas. De preferencia, cambiarlas para bien. No creo estar siendo demasiado ambicioso en esto. Imagino los poemas de tantos escritores que, aún después de muertos, siguen conmoviendo y motivando a quienes los leen. Sí, lo sé, lo sé. Yo ni siquiera escribo poesía; no en verso, por lo menos. Sin embargo, el hecho de plasmar algunas palabras pueden darle sentido a alguien. No digo que le den riqueza o nada parecido, pero me gusta pensar que pueden ofrecer tranquilidad. La tranquilidad de que hay (o hubo) alguien que tiene (o tuvo) los mismos pensamientos locos y desesperados que otros no quieren revelar. Y si ese simple detalle ayuda a aceptar la existencia en un lugar común, creo que será suficientemente bueno para mí. Aunque espero que haya algo más sustancial que eso.
Por otro lado, está también el placer que me da el hecho de escribir. Me libera, me motiva e, incluso, puede llevarme a un estado de disfrute casi orgásmico. No lo digo en broma, por más patético que suene, lo digo convencido de haber sentido la satisfacción de haber creado algo cada vez que finalizo un cuento, o una anécdota, o cualquier otra cosa que me da la impresión de que estuvo bien contada. En este sentido, no puedo dar más explicaciones al respecto pues sería como tratar de describir el orgasmo en sí: las palabras no bastan, es mejor sentirlo.
Sea como sea que haya surgido esta necesidad de escribir, me alegro de haber tomado la decisión y de decidirme a escribir estas palabras durante la última hora (sí, me tomó todo ese tiempo escribir estas pocas líneas). Decidí hacerlo en primera persona para convencerme a mí mismo de que se trataba de una conversación (aunque sea conmigo mismo) y de que alguien (yo mismo) me pondría un poco de atención. Esa es la magia de la escritura: la imaginación y la creación de situaciones que no estaban allí antes.
Esto es lo que se consigue con las palabras: reflexiones, mundos, ideas, tormentos, alegrías... aunque para muchos no sean absolutamente nada.
lunes, 16 de enero de 2012
Anécdotas de Soporte Técnico – Parte VI
—Sí, como que no le gusta quedarse solo —fue su respuesta.
—¿En serio? —pregunté esperando inútilmente el grito animoso de “¡Sorpresa! ¡Estás en Candid Camera!”. Pero no, no llegó.
—Sí. De hecho, si algún usuario se queda en la noche a trabajar, el servidor no funciona hasta que alguien entra en el cuarto.
—¿No será algún tipo de desconexión o de falso contacto en algún componente? —pregunté.
—Eso pensamos al principio, pero el servidor muestra en todo momento actividad en la tarjeta de red. Responde sin problema los “pings”. No, no se desconecta.
—¡No! —grité rápidamente sin estar dispuesto a romperme algún hueso. Ni siquiera el teclado merecía romperse por una tontería de ese tamaño.
lunes, 2 de enero de 2012
A Brazos
Ocurrió un día de escuela mientras iba caminando bajo el intenso calor del sol. Sin notar el momento preciso, dejé de percibir los edificios que se encontraban a mi derecha y junto a los cuales repartía mis pasos. Fue una sensación extraña pues me pareció increíble que hubieran desaparecido así nada más. Dirigí curiosamente mi mirada hacia el lugar donde acababa de ver aquellas construcciones y, con cierto alivio, pude descubrir que no habían ido a ningún lado. Seguían allí. Sin embargo, con miedo noté que algo más desaparecía a mi derecha. Pero al virar con fuerza mi cabeza, constataba que todo permanecía justo donde debía estar. No eran las cosas las que desaparecían, era la vista en mi ojo derecho la que me estaba abandonando paulatinamente.
Sería una mentira decir que fue una oscuridad la que invadió mi cabeza. No, fue justo lo contrario. Lo único que mi ojo derecho pudo percibir fue un brillo descontrolado que no me dejaba ver. Traté de disimular el síntoma y cerré, en una especie de castigo, aquel ojo traidor que ahora se volvía en mi contra para evitar mostrarme el mundo. Nada cambió. Era como si aquel destello proviniera de mi interior y deslumbrara mi vista. Pensé que el calor me estaba jugando una mala broma y decidí detenerme por unos instantes para tranquilizarme y regresar a la normalidad. Pronto la luz abarcó ambos ojos y, en una inesperada complicidad, me prohibieron volver a ver. No quiero volver a describir la sensación terrible que me recorrió en esos momentos, cuando el miedo me tomó como presa y la vida me ofreció como sacrificado a cambio, espero, de una buena causa.
El caso es que desde ese momento quedé ciego. Esa luz intensa que conformó mi última visión terminó por apagarse definitivamente aprovechando la inconsciencia que tomó el control de mi cuerpo. De eso han pasado ya muchos años. Veintiuno. Quizás veintidós. Es difícil recordar cuando lo que se desea es olvidar. Creo que los primeros meses de mi ceguera fueron los más difíciles, los más aterradores. No era la oscuridad en que vivía lo que me asustaba, sino todo el mundo que cobraba vida bajo la luz que yo no percibía. Mis más absolutas certezas se convirtieron en amplias inseguridades. Mi andar se hizo lento e indeciso ante el misterio que el camino representaba ahora. El dolor de cada golpe recibido se transformó rápidamente en vergüenza, y la vergüenza en incapacidad. Nadie se explicaba la razón de mi desgracia, sólo supe que, irreversiblemente, mis ojos no podían ahora más que llorar.
Así comenzó mi nueva vida, con incertidumbres y sin esperanzas. Quisiera poder decir que salir de mi casa representó todo un reto. Lo cierto es que el solo hecho de bajar de mi cama me significó algo similar a abandonar mi propia tumba. Día tras día, tropiezo tras tropiezo, comencé a conocer nuevamente un universo que creía había haber dominado desde siempre. Incluso mi cuerpo me resultaba desconocido, ¡ni hablar de mi propia habitación! Pero fui encontrando formas para ir recorriendo los espacios, buscando las luces que sólo mi espíritu llegó a vislumbrar. Como semilla recién plantada, la confianza en mí mismo parecía no retoñar. Requería tiempo, paciencia y constancia. Y así, a cada paso, literalmente, encontré el camino hacia una aventura que, de otra forma, no hubiera logrado apreciar.
Un día abrí la puerta que, por tanto tiempo, no me había atrevido a cruzar. Sentí el viento en mi cara y, extraño como suena, sentí la luz posarse sobre mí. Los sonidos invadieron mi mente y formaron imágenes que tenía mucho tiempo sin ver, imágenes que quizás nunca había podido reconocer. Caminé con los brazos extendidos, apoyado sólo con un delgado bastón que dirigía torpemente para tratar de identificar los obstáculos que mi andar pudiera encontrar. ¿A dónde iba? Sé que parecerá estúpido pero me justificaba contestándome a mí mismo: "A respirar". Quería llegar al parque y recorrer sus paisajes, oler la fragancia de sus colores, escuchar sus formas, tocar todos sus movimientos.
Pero mi atrevimiento fue castigado casi de inmediato. En los primeros metros que recorrí para acercarme a mi destino me topé con estorbos que mi bastón no pudo detectar. No hablo de obstáculos que mis pies no pudieran evadir, ni de muros que interrumpieran mi decisión de avanzar. No, hablo de limitaciones que sólo ciertos humanos son capaces de edificar. Justo antes de disponerme a atravesar la primera calle, escuché la fuerte voz de un automovilista que, con palabras más o con palabras menos, reclamaba su derecho de paso por sobre el mío. Lo peor, sin embargo, fue que a fuerza de gritos atribuyó mi ceguera a mi estupidez. Ciertamente, me detuve, pero no para evitar ser arrollado, sino para acreditar aquellas palabras que acababa de escuchar y que, como sólidas cadenas, arrancaban mi determinación y buscaban arrastrarme de regreso a mi oscura habitación. Había comenzado a dar la media vuelta cuando de mi brazo colgó el peso de la bondad. "¿Lo ayudo a cruzar?", dijo una voz de mujer que sonaba alegre y atenta. Por supuesto, no pude verla, pero sabía que ella sonreía en ese momento. Su sonrisa se contagió en mi rostro y la cadena que luchaba por retener mi disposición terminó hecha añicos, tanto que casi pude escuchar los pedazos caer sobre el piso. Ella tomó mi sonrisa como un "sí" y me llevó cuidadosamente hacia el otro extremo de la calle. "¿Hacia dónde va?", preguntó en cuanto subimos la banqueta. "Al parque", contesté pensando en las siguientes tres cuadras que me separaban de él. "Vamos, lo llevo", dijo ella desprendiendo cierta emoción en sus palabras. Dejó de tomarme del brazo y, a cambio, colocó mi mano sobre su propio brazo y me condujo hacia el parque.
Su nombre era María Juana pero todos la llamaban Juanita, según me contó. A juzgar por la fuerza de su brazo, pude deducir que se trataba de una persona con un temple excepcional. Había también, en la forma en que me dirigía, una delicadeza que pocas veces había podido notar en una persona. Al principio, supuse que su compañía sería pasajera, pero ella decidió quedarse durante todo el tiempo que estuve en el parque. Si bien no estaba en mis planes que alguien pudiera disolver mi soledad en sus palabras, no puedo negar que lo disfruté enormemente. Hacía mucho tiempo que nadie parecía interesado en mi vida y, justo ese día, Juanita avivó mi propio interés. Los paseos al parque se hicieron pronto una costumbre y el brazo que guiaba mi camino se hizo tan familiar como si, a través de él, pudiera ver a Juanita. Ella me decía José, pese a que yo me presenté oportunamente como Raúl. Nunca la corregí, quizás porque decía que formábamos "la doble jota": Juanita y José.
Por supuesto, Juanita no podía estar presente todas las ocasiones en que a mí me placía salir a indagar en el mundo. Inesperadamente, aunque gratamente, otros brazos ofrecieron su apoyo para que yo pudiera llegar a mi destino. A veces, aquellos brazos me acompañaron para cruzar una calle en específico; otras veces, para recorrer algunas cuadras; otras más, hasta asegurarse de que había yo llegado con bien a la vieja banca donde siempre me sentaba. Sólo Juanita se quedaba a platicar conmigo todo el tiempo. Pero pronto aprendí a distinguir que, dependiendo de la fuerza con que aquellos brazos me sostenían, de la posición que empleaban para brindar el apoyo, de la suavidad de sus movimientos o de la rapidez con que me soltaban, siempre había una relación con la personalidad de quien me ayudaba. Podría decir que incluso el calor que cada brazo transmite tiene que ver con la calidez humana de su dueño. En una ocasión pude sentir el dolor que un muchacho sentía sólo con aferrarme a su antebrazo. No dijo nada y yo sólo acerté a decir: "Todo va a estar bien". Él separó mi mano de su brazo pero enseguida me cubrió en un afectuoso abrazo y, con el rostro recargado sobre mi cabeza, dijo "Gracias". Sentí una gota salada cayendo sobre mi labio y el muchacho se retiró a toda prisa.
No quiero decir que cuente con algún don especial con esto de los brazos, pero es casi como percibir una mirada triste o mirar la verdad en los ojos ajenos. De alguna forma, cuando una persona extiende sus brazos con la intención de ayudar, abre también su corazón hacia quien necesita la ayuda, y eso puedo percibirlo mientras avanzo a su lado. Le comentaba este pensamiento a Juanita en una de las incontables veces en que, afortunadamente, me acompañó hacia el parque (y uso el verbo "acompañar" porque, después de las primeras veces, ofrecía su brazo más como cómplice que como guía). Ella quedó en silencio unos momentos y se me hizo evidente que dirigía su mirada hacia mí. De alguna forma, supe que sus ojos estaban llenos de asombro y sólo pude preguntarle: "¿Es muy tonto lo que acabo de decir?". A manera de respuesta, de sus labios llegó una sensación cálida y húmeda a mi mejilla y, de inmediato, recorrió en forma de escalofrío el resto de mi cuerpo. Luego, sus palabras se dejaron escuchar en mis oídos:
"Nada de tonto. Lo que pasa es que has aprendido a mirar a la gente más allá de su apariencia. Quienes podemos ver confiamos demasiado en nuestros ojos, aun sabiendo que tienen grandes limitantes, sobre todo en los momentos más oscuros. José, tú no tienes el prejuicio de la luz, lo que percibes es justamente los que, quienes te sostienen, te transmiten. No influyen en ti las pantallas de las apariencias.".
Para ser completamente honesto, nunca había creído que mi ceguera hubiera tenido algún beneficio. Por el contrario, siempre me había considerado el mayor de los desgraciados. Pero ante las palabras de Juanita me quedé sin saber qué decir. He omitido mencionar el enorme sufrimiento en que las personas ciegas nos hundimos a veces a causa de la discriminación y las limitantes que encontramos; y la razón por la cual decidí omitir mayor detalle es porque, simplemente, no son mayores que las limitantes y humillaciones que personas con todos sus sentidos pueden llegar a sufrir. La única diferencia, es que algunos tenemos un pretexto notorio para dejarnos arrastrar hacia la desesperación. Curiosamente, me sigue costando trabajo reconocer los regalos que la vida me ofrece y gente como Juanita me ayudan a salir de mi autocompasión y buscar nuevos horizontes. Desde ese momento, decidí que no volvería a poner mi ceguera como excusa para no vivir mi vida y acepté con gusto los retos que, en la intención de sentirme vivo, se me fueron presentando. Una ocasión, una amiga de ella me sugirió subir a un globo aerostático. La única condición que pude poner fue ir todo el tiempo aferrado a su brazo. Ella y Juanita me acompañaron en la travesía aérea que estuvo llena de sensaciones. Al menos para mí, el paisaje no fue un distractor y me concentré en las subidas, las bajadas, el aire en mi cara y, sobre todo, en la emoción que Juanita y su amiga depositaban en mis brazos. Fue una experiencia inolvidable. "Fue como acercarse a Dios", comentó Juanita cuando descendimos a tierra. Su brazo seguía temblando de la excitación.
En las recientes celebraciones de Año Nuevo, Juanita me invitó a caminar por el parque y me hizo una pregunta inusual: "¿Cuáles son tus propósitos de Año Nuevo?". Obviamente, cuando dije "inusual" me refería a que nadie me la había hecho en los últimos años. Por la misma razón, mi respuesta requirió de mucha reflexión y algún tiempo en silencio. Mientras lo pensaba, sabía que Juanita sonreía satisfecha. Finalmente, accedí a contestar: "Este año quiero viajar y conocer otros lugares. No conozco la playa". Ella tomó con fuerza mi brazo y emocionada dijo: "¡Es una estupenda idea!". Sin dejarla decir nada más, solté mi pregunta temiendo que ella notara el nerviosismo en mi cuerpo: "¿Irías conmigo?". Ella imprimió aún más emoción en la forma en que me sostenía y contestó casi de inmediato: "¡Sí, por supuesto! ¿Cómo te gustaría viajar?". Sólo pude emitir una respuesta basada en mis sentimientos: "A brazos, Juanita. A brazos.". Ella derramó una lágrima de alegría cuando contestó: "Abrazos, José. Abrazos.". Y me besó.