sábado, 16 de marzo de 2013

La edad de la inocencia


La fiesta apenas comenzaba y Leandro ya se sentía mal. Por un lado, se alegraba de estar ahí, en compañía de personas que habían sido sus amigos en otros tiempos. En los tiempos de su infancia para ser precisos. Pero, por otra parte, la nostalgia era un sentimiento que solía deprimirlo con facilidad. Pasaba ya de los cincuenta y no era la primera vez que se sentía acabado, inútil, viejo.

Aunque el lugar le parecía familiar y conocido, los rostros de sus antiguas amistades le resultaban completamente ajenas. Recordaba los nombres, las anécdotas, los gestos, las risas, pero el tiempo se había encargado de corroer las caras que él conocía y las había deformado a tal grado que se sentía rodeado de extraños. ¿Acaso treinta o cuarenta años le bastaban a la vida para transfigurar así a una persona? ¿Tan cruel resultaba el tiempo? ¿Habría cambiado él con la misma rapidez, con el mismo encono?

Ricardo, el organizador de la reunión, había tenido la idea de que cada invitado portara un gafete con su nombre pegado sobre el pecho. El resultado fue decepcionante: aparte de no recordar las caras, Leandro notó que había nombres que jamás había escuchado, ¿o sí? Allí estaba la voluminosa mujer con pantalones ajustados y exceso de maquillaje que le sonreía a todo el mundo. “Aseret”, se leía en su gafete. ¿Aseret?, se preguntó varias veces Leandro en silencio. No recordaba a nadie con ese nombre. Pero ella actuaba con naturalidad frente a todos los invitados, como si los reconociera a todos, como si nunca hubiera dejado de frecuentarlos. Lo peor que le podría ocurrir a Leandro es que la tal Aseret se le acercara para hacerle la plática. No se sentía con ganas de fingir que recordaba o que reconocía a la desconocida. No quería, sobre todo, pasar como un desconocido (el único quizás) ante la vista de la alegre mujer. No quería que ella notara sus movimientos titubeantes, su rostro inundado de arrugas, su inminente vejez. Y no es que le importara lo que aquella extraña pensara o dijera de él, sino que él mismo confirmara sus propios pensamientos.

—Hola, Leandro —dijo Aseret alegremente—. ¿Te acuerdas de mí?

Leandro se sorprendió de haber sido llamado por su nombre,  pero enseguida recordó el gafete que llevaba pegado a la camisa. Trató de conservar la calma y repitió el nombre que ya había leído.

—Aseret, qué gusto verte.
—¿Sí te acuerdas de mí, entonces?
—Bueno, no mucho —dijo Leandro—. Creo que sí.

Aseret miró fijamente a Leandro y sus labios dibujaron una rojísima sonrisa.

—No, no te acuerdas.
—No —dijo Leandro soltando un respiro—, la verdad no.

Aceptar el olvido le produjo alivio a Leandro y le otorgó la libertad de sonreír como muestra de su culpabilidad.

La mirada de la mujer se tornó pícara. Con cadencia ensayada, Aseret tomó su propio gafete y lo puso de cabeza.

—¿Qué dice? —le preguntó a Leandro.

Él no comprendió la pregunta, pero el dedo seductor de Aseret apuntaba insistentemente hacia su pecho, forzándolo a posarse sobre las letras volteadas. Tras analizarlo un poco, los ojos de Leandro se abrieron con sorpresa.

—¡Teresa!
—¡Sí! —dijo ella riendo ruidosamente—. ¡Soy Teresa!
—¡No lo puedo creer! ¡Claro que te recuerdo! Sólo que antes eras…

Las palabras de Leandro se apagaron en ese momento tratando de darle paso a la adecuada, a aquella capaz de decir “bonita” sin que el resto de sus palabras la hicieran sonar insultante.

—¿Era qué, Leandro? —preguntó curiosa Teresa.
—Pelirroja —dijo finalmente él.
—¡Sí! ¿Te acuerdas? Eso me gustó mucho mientras duró. Pero cuando las canas llegaron, quise experimentar con otros colores. ¿Te gusta así?

Leandro alzó la vista para darle soporte a su respuesta y, aunque no pudo distinguir exactamente el color de la cabellera, asintió y sonrió al mismo tiempo.

A partir de ese momento, la plática se situó en sus infancias. La forma en que se conocieron en la primaria, las veces en que ella lo había invitado a su casa a hacer la tarea y las mismas veces en que él había rechazado la invitación. Recordaron que solían jugar juntos en la hora del recreo. Teresa rio al hacerle notar que la mayoría de los juegos eran “para niñas”, pero que él nunca se quejó. Al principio, Leandro trató de rebatir la idea, de decir que no había sido así, que eran también “para niños”. Sin embargo, sabía perfectamente que no tenía razón y confesó rápidamente que lo hacía para estar con ella.

—¿En serio? —preguntó ella, algo sorprendida.
—Sí, en serio.

Teresa dio un espontáneo abrazo a Leandro y se alegró de saber la historia.

—No tenía idea —dijo Teresa, conmovida.
—Pues sí, así fue…

Leandro no pudo decir más pues, súbitamente, quedó absorto en sus pensamientos, en los recuerdos de aquellos lejanos días. Como en un sueño, se vio a sí mismo corriendo alrededor de Teresa y sus amigas, justo a la hora del recreo en la escuela. Recordaba que reía, que sus ojos se posaban en ella. Pero, luego, notaba que no era sólo a Teresa a quien seguía. Entre sus amigas, Leandro pudo distinguir a la niña tímida, a la de aspecto descuidado y cabellera opaca y oscura. Sí, ahí estaba la razón por la que él se acercaba. Ahí estaba Mónica, la mejor amiga de Teresa. Si bien Mónica no la resultaba tan intimidante como Teresa, Leandro no había sabido cómo acercarse a ella sin ahuyentarla. Temía que si Mónica se enteraba que era ella la que le gustaba a Leandro, correría tan rápido y con tanto miedo que parecería una gacela asustadiza, y él no podría alcanzarla nunca. Por eso decidió aprovechar la facilidad con que se acercaba a Teresa y, así, estar cerca de Mónica.

—Oye, ¿y qué sabes de Mónica? —preguntó el, saliendo de su trance.
—¿Mónica? ¡Ah, Mónica! ¡La pobretona!

Ese comentario hizo sentir incómodo y molesto a Leandro, pero lo ocultó bajando la cabeza y asintiendo lentamente.

—Pues no sé —continuó Teresa—. Dicen que le dio alguna enfermedad rara cuando estaba estudiando la carrera. No sé. Dicen que se murió.

Teresa lo dijo sin darle mucha importancia al asunto, pero Leandro pareció afectado al escuchar la noticia.

—¿Se murió?
—No sé. Eso dicen.
—Pero ¿no era tu amiga? ¿No seguiste viéndola?
—¿Yo amiga de ésa? ¿Cómo crees? ¿Platicamos de otra cosa?

Una sensación de vacío viajó desde el estómago de Leandro y se alojó en su cerebro, haciéndolo tambalearse en medio de un mareo. Sin decir palabra, se alejó de Teresa y se sentó en un espacio vacío de un sillón cercano. Sintió náuseas y quiso combatirlas respirando hondo, levantando su rostro para evitar el ambiente enfermizo que lo rodeaba. Entre tanta gente, experimentó una intensa soledad. No obstante, deseó estar lejos de aquellos que representaban su pasado. ¿De qué servía recordar si lo único que quedaba de sus recuerdos era tan desagradable? ¿Por qué la vida se empeñaba tanto en quitarle lo que valía la pena, lo que él mismo no había sabido valorar?

Se levantó en un rápido movimiento y salió del lugar sin despedirse. Nadie pareció notarlo. Sólo Teresa lo había seguido con la mirada, pero no hizo el menor intento de detenerlo.

Leandro regresó a su solitario departamento. Estaba envuelto en miedo y desesperación. De alguna forma, no se sentía viejo ya; se sentía abandonado. Corrió hacia su vieja cama y se sentó sobre ella para tratar de tranquilizarse. La noticia sobre Mónica lo había alterado irreversiblemente. Por varios minutos, quedó inmóvil, con la mente vagando entre miles de recuerdos, entre millones de imágenes, con una sola esperanza. Con la mano temblando, sacó de uno de sus bolsillos un viejo papel doblado. Lo puso frente a sus ojos y comenzó a desdoblarlo torpemente. Una lágrima dificultó la lectura del papel, pero él tenía memorizada  la carta. Era la declaración de amor que el niño que había sido le había escrito a Mónica, la niña que él había querido en secreto. Nunca tuvo el valor de entregársela pues tenía miedo de que ella lo rechazara. Por años, había guardado sólo para él aquella declaración. Quizás tenía la esperanza de vencer su temor un día y dársela, pero luego sólo la olvidó. Después, cuando se enteró de aquella reunión de amigos de la infancia, le pareció casi una increíble coincidencia que la carta hubiera aparecido nuevamente al hurgar unos viejos muebles. Tenía que dársela. Tenía que hacerle saber lo que había sido su sentimiento de niño.

La carta temblaba entre sus manos mientras él se esforzaba por leerla. Una sola lágrima cayó y formó una mancha húmeda, justo sobre las letras que formaban la frase “Me gustas mucho”.

2 comentarios:

  1. Tu historia me ha recordado una cena de veinticinco aniversario de C.O.U. a la que asistí hace un par de años. Hay una entrada en mi blog que habla de ella. Curiosamente, los organizadores también tuvieron la idea de entregarnos una etiqueta con nuestro propio nombre a todos los asistentes. De gran ayuda, Sí. No sé qué hubiera sido de mí en caso contrario.

    Me ha encantado esa declaración de amor, en toda regla,propia de la niñez.Una forma de endulzar el dramatismo de la historia. Sin duda, la edad de la inocencia.

    Un abrazo,

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    1. La forma en que las historias se repiten en distintos lugares, en distintos tiempos, me hace pensar que todos estamos formados de ciertos elementos básicos, comunes a todos. Pero luego, tras ver los distintos resultados y las diferentes decisiones tomadas, me abre los ojos ante la diversidad de personalidades y vidas que puedan existir.

      A veces me pregunto si lo mejor es quedarse en la parte común, allí donde la compatibilidad es segura y cómoda, o ir por la parte distinta y parecer un loco, un alterado o afectado por las mismas cosas comunes.

      Dar un toque de amor a una historia trágica es parte de ver la vida de manera distinta. Como buscando la forma agradable y apasionante en las nubes de tormenta.

      Un abrazo, Yolanda.

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