domingo, 3 de enero de 2010

Tradiciones de Año Nuevo

Caminando por las calles casi desiertas después de la celebración del Año Nuevo, estaba recordando las palabras que una familia ajena a la mía solía repetir: “Lo que hagas el primer día del año marcará la forma en que vivirás el resto del año, así que diviértete y pásatela bien”. Si esta oración cobrara vida y se cumpliera durante el resto del 2010, creo que la mayoría de la gente se la pasaría durmiendo hasta tarde y faltando a la escuela o trabajo. Sé que no debo tomar de forma tan literal y exacta la frase pero me hizo pensar en todo aquello que acostumbramos hacer para fortalecer la ilusión de que el nuevo año será siempre un mejor año que el anterior.

He estado tratando de hacer memoria sobre las cosas que hacía de niño durante las celebraciones de Año Nuevo y, aunque no he podido definir claramente las cábalas que hacía junto contoda mi familia, he logrado recordar con mucho cariño ciertas “tradiciones” que, en esos primeros años de mi vida, nunca faltaron. Hoy en día, no sé si esas tradiciones familiares condujeron directamente, ya sea a mí o a otro miembro de mi familia, a tener un mejor año que el anterior, pero ciertamente cumplieron con la segunda parte de la frase que mencioné al principio: Nos divertíamos y nos la pasábamos muy bien.

Quizás he desarrollado alguna resistencia a las temperaturas bajas con el paso de los años, o quizás en realidad el clima del país ha cambiado mucho últimamente, no sé a qué atribuirlo, pero aún tengo muy grabado en mi memoria, y en mi propio cuerpo, el intenso frío que siempre se sentía durante mi niñez en esa época del año. Mi cara solía ser la parte más afectada en esos tiempos y yo trataba siempre de meter la nariz y mis prominentes cachetes dentro de la gruesa chamarra que mi madre siempre nos procuraba a mis hermanos y a mí. Como usualmente hacían las familias en esas ocasiones especiales, mi madre nos vestía a mi hermano y a mí de forma casi idéntica. Hasta se las ingeniaba para que nuestro peiando, normalmente diferente, luciera similar en ambos. Si a esto le añadimos que otra tradición era la de estrenar ropa durante la fiesta de Año Nuevo, podrán imaginarse que las compras de Diciembre siempre incluían algún par de prendas idénticas sólo diferentes en talla; entre las que recuerdo estaban chamarras rojas a cuadros, suéteres grises a rayas, pantalones azules con el mismo tipo de valenciana e incluso pares de guantes con la misma figura. Confío en no tener que dar muchas explicaciones al respecto, pero sigo sin entender esa tendencia a uniformar a los hijos que tienen edades similares no únicamente en Año Nuevo sino hasta para salidas ordinarias al parque o para ir a ver alguna película al cine. ¿Qué objetivo tiene eso? ¿Será que si se pierde alguna de las chamarras rojas a cuadros y otra persona la encuentra, la madre podrá reclamarla exhibiendo la otra como evidencia irrefutable e inequívoca de su propiedad? El único consuelo que siempre tenía era que, al llegar al lugar de la reunión familiar para celebrar el Año Nuevo, podía ver que mis primos eran víctimas de la misma obsesión maternal, de modo que por el puro vestuario podían reconocerse las diferentes ramas de la familia: Los “Rojos” son los de Lupe, los “Pachoncitos” de Chela, los “Pitufitos” son los de Rita, los “Metaleros” de Juanita, y así podía seguir aquel desfile de moda infantil.

Como mencioné antes, el frío que en ese entonces se sentía era mucho más intenso que ahora, al menos en mi percepción, pero siempre contrastaba con la sensación cálida que se sentía por todo el cuerpo al entrar a la casa donde celebraríamos la llegada del Año Nuevo. Era un calorcito rico que parecía ir derritiendo de forma casi inmediata cada partícula gélida que provocaba que mi nariz se congelara. Y junto a aquella agradable sensación siempre llegaba otra de igual magnitud, pero desde la cocina: el inconfundible olor a ponche recién preparado y aún calentándose combinado con el del pozole tan cuidadosamente preparado desde varias horas antes y los diferentes platillos por ser servidos unas horas más tarde. No sé cómo ese tipo de cosas pueden quedarse en la memoria de una persona, pero al escribir estas palabras llega a mí, como si alguien lo estuviera preparando, el mismo olor que aquí describo. De alguna forma, era parte de la tradición el poder disfrutar de aquellas delicias que empezaban seduciendo nuestro sentido del olfato y terminaban satifaciendo por completo el del gusto.

Por supuesto que antes de llegar a tan esperado momento, el de la cena, debíamos concluir con otra serie de “tradiciones” no escritas. Una de las que menos disfrutaba era la de ir diligentemente saludando a cada una de las personas que se encontraban ya cómodamente instaladas en los sillones y sillas de la enorme sala. “¡Mira cómo has crecido!”, decía la siempre la misma tía. “¿Cómo va la escuela?”, preguntaba siempre el mismo tío. “¿Siguen tocando en la estudiantina?, solían preguntar todos. Y como si cada uno pensara que estaba haciendo su broma más original, no podía faltar el clásico “¿Y todavía tocas el acordeón o sólo lo usas para pasar los exámenes?”.  Procuraba ignorar este tipo de comentarios al mismo tiempo que recordaba con cuidado las indicaciones que mi madre nos daba justo antes de entrar a la reunión: “Saludan. Dan la mano derecha. ¿Cuál es la mano derecha, Julio? ¡No, con la otra! Dicen ‘Buenas Noches’ y que no les falte nadie”. Así que mi pensamiento se enfocaba básicamente en que no me faltara saludar a ninguno de los presentes o me arriesgaba a recibir aquella mirada característica que cada madre sabe propinar a sus hijos, que asusta más que cualquier regaño y que impone más que cualquier grito. Era una especie de amenaza silenciosa que, por supuesto, siempre tratábamos de evitar mis hermanos y yo. Conforme íbamos terminando de saludar a todos, poco a poco nos íbamos acercando a donde se encontraban jugando ya mis primos. Entre todos los primos que nos reuníamos en esas memorables ocasiones podían contarse unos 8 niños y sólo 3 niñas más o menos de la misma edad, que éramos quienes nos juntábamos para jugar o, siendo más honesto, para planear las travesuras que haríamos en el transcurso de la noche-madrugada mientras los adultos se dedicaban a platicar, embriagarse, bailar, bromear, ponerse al tanto de chismes y embriagarse aún más. De vez en cuando todos los primos solíamos jugar a algo juntos, posiblemente un juego de mesa, algún juego inventado por nosotros mismos o simplemente platicábamos de cualquier cosa que se nos ocurría. Pero todas estas actividades en realidad representaban una especie de cortina de humo para disfrazar lo que considerábamos la principal actividad de aquella reunión: ir a tronar cuetes.

Recuerdo que, al más puro estilo de las películas donde se trafican armas, mis primos mayores iban mostrando poco a poco todo el arsenal de pequeños dispositivos explosivos que habían podido conseguir a escondidas de sus padres. “Este es un ‘cañón’, esta una ‘paloma gorda’”, nos explicaban mientras clasificaban cada cuete en dos grandes grupos: los peligrosos (que, por cierto, eran los más codiciados) y los “seguros” (que eran los que podían ser explotados por los primos más pequeños). “Ustedes los ‘cerillos’ y las ‘brujitas’ porque están chicos”, nos decían a mi hermano y a mí, lo cuál siempre solía molestarnos porque nos considerábamos tan aptos para lanzar un ‘cañón’ como cualquier otro de los que estaban presentes. Mi hermana siempre se unía a las voces de mis otras dos primas: “No truenen cuetes, se van a lastimar”. Casi como si fuera parte del ritual preparatorio, alguna de ellas contaba alguna historia que tenía por objeto el disuadirnos de nuestra diversión: “Un niño de mi escuela anduvo tronando cuetes y una ‘paloma’ le explotó en la mano. Se quemó la mano y tuvieron que llevarlo al hospital porque ya no podía ver”. “Pero nosotros no somos tan pendejos”, era siempre la respuesta de alguno de mis primos que eliminaba de forma inmediata cualquier miedo que hubiera podido formarse en nosotros. “Tú no vayas, Julio”, siempre me decía mi prima Vero a quien yo quería mucho y que era de mi misma edad. “Tú no eres como ellos”, me decía. Pero esto, lejos de alejarme de lo peligroso de aquellas actividades, me provocaba mucha vergüenza ante la inmediata burla del resto de mis primos: “Ay sí, ya cásense ¿no? ¡Que no te convenza! ¿O qué? ¿Eres maricón y ya te dio miedo?”. Mi reacción inmediata era levantarme y dirigirme hacia la salida de la habitación donde estábamos reunidos y decir “¡Vamos! A mí no me da miedo”. Casi al mismo tiempo salíamos todos decididos a divertirnos con los cuetes, mientras de reojo volteaba a ver a mi prima y podía percibir su cara de desaprobación y desilusión al tiempo que volteaba su mirada hacia abajo. Una vez afuera, sintiendo el frío en todo el cuerpo, nos poníamos primero a encender aquellos cuetes “inocentes” que no representaban tanto peligro, no porque estuviéramos tomando precauciones iniciales o porque hubiéramos decidido guardar para el final los cuetes “buenos”. No, era más bien porque nunca faltaba que algunos de los adultos saliera a acompañarnos para “vigilar” que estuviéramos jugando de forma segura. Por supuesto, esto no duraba mucho, en cuanto le calaba el frío o le daban ganas de integrarse nuevamente a la plática o al baile de los adultos, nos dejaba camino libre para que pudiéramos iniciar, ahora sí, con toda la diversión. Como en cualquier comando armado, había rangos y actividades asignadas de acuerdo a ellos. Los más pequeños teníamos el importante encargo de identificar los autos que tuvieran instalada una de esas novedosas alarmas de la época. Para quienes no lo recuerden, las primeras alarmas para carros se activaban y descativaban girando una pequeña llave de seguridad sobre una especie de cerradura que se instalaba por la parte externa del carro, normalmente del lado de la puerta del condutor. La razón para realizar esta labor de inteligencia previa era muy simple: esa alarma, lejos de presentar un medio para mantenernos alejados, representaba la oportunidad de activarla ruidosamente al tronar un potente cuete cerca del auto. Los mayores seleccionaban el tipo adecuado de explosivo, se encagaban de colocarlo de forma precisa y, por supuesto, tenían la envidiable tarea de encender la mecha del dispositivo seleccionado. Todos nos reuníamos alrededor de nuestro “armador de bombas” y, sólo hasta que la mecha estuviera encendida, salíamos corriendo a toda velocidad y con más fuerza de la que nos creiamos capaces, impulsados más por el miedo a ser descubiertos que a la propia explosión. Mientras corríamos por nuestras vidas, escuchábamos a nuestras espaldas la potente explosión del cuete seguida por la escandalosa alarma que se activaba casi de inmediato. Obviamente, nuestro escondite era siempre la casa de nuestros familiares y ya estando todos en el patio de la misma soltábamos carcajadas nerviosas que indicaban que la operación había sido todo un éxito. Claro que el resultado no era satisfactorio siempre, había ocasiones en que escondidos en el patio nos dábamos cuenta de que aquel ‘cañón especial’ o aquella ‘paloma gorda’ había fallado, o como se acostumbra decir en estos casos, se había cebado. Pero no crean que esto representaba una especie de fracaso en nuestra estrategia militar, todo lo contrario, cada vez que uno de estos dispositivos no explotaba tras consumirse su mecha pasaba a formar parte de la artillería secundaria que sólo se utilizaba en misiones “especiales”. Todos estos aparatos, inicialmente defectuosos, se iban almacenando en alguna lata metálica o botella de plástico lo suficientemente grande como para que todos cupieran sin estar muy apretados. Nuevamente, los pequeños agentes de inteligencia tenían la labor de buscar por todas las calles vecinas series de 2 ó 3 autos juntos que tuvieran alarma. El objetivo: activar todas las alarmas juntas con una sola bomba armada usando los residuos de aquellas que no explotaron. El detonante: una paloma de las consideradas “infalibles” que se encendía y se metía en el mismo recipiente donde se habían estado guardando los “defectuosos”. El resultado: generalmente nunca era el esperado ya por la explosión poco ruidosa que no lograba activar ni una alarma, ya porque éramos descubiertos por algún vecino o alguna patrulla y terminábamos castigados, o ya por algún penoso y doloroso accidente ocurrido justo al momento de encender la mecha.

En el mejor de los casos, nuestra diversión era interrumpida por algún adulto que, a fuerza de gritos por la calle, nos llamaba porque “ya casi era hora”. Sí, la tan esperada medianoche se acercaba y era momento de reunirnos todos en la sala para poder brindar y expresar nuestros buenos deseos a todos los presentes. No recuerdo que en esos tiempos hubiera programas de televisión dando la cuenta regresiva hasta el inicio del Año Nuevo. Por lo menos, no era el medio que se utilizaba en la familia para empezar con el festejo, sino que se le dejaba esa importante responsabilidad al viejo reloj de pared que mi tío tenía justo al centro de la sala. Aquel reloj representaba un regalo que la tía Lupe había traído desde Suiza en uno de sus viajes a Europa. Honestamente era un hermoso reloj con péndulo dorado que estaba protegido por una caja rectangular hecha de madera color café obscuro y decorado con pequeñas piezas doradas alrededor de donde podían apreciarse los números romanos que indicaban la hora y que siempre llamaban mi atención porque el número cuatro estaba representado como “IIII” y no como “IV”, que era la forma en que había aprendido yo en la escuela. Cada media hora, el sonido que emitía imitaba el de una enorme campana como las que suelen verse en lo alto de las torres de las iglesias. Un repique para indicar las “medias horas”, varios repiques consecutivos que coincidían con el número que indicaba la manecilla pequeña justo cuando la manecilla larga apuntaba hacia el “XII” para indicar la horas “completas”. Pero en ese momento tan esperado, ambas manecillas debían apuntar al mismo tiempo hacia la marca del “XII”, el punto más alto de aquella numeración, y el reloj debía repicar tantas veces como le era posible: doce. Así que, mientras todos sosteníamos en la mano una copa llena siempre de sidra rosada, nos quedábamos viendo hacia el péndulo del reloj que iba y venía sin apresurarse por la casi desesperación y emoción que se percibían en el ánimo de los presentes. Finalmente, se escuchaba un ‘clic’ más fuerte proveniente del reloj e inmediatamente sonaba la primera campanada. “¡Feliz año nuevo!” gritaba algún tío. “¡Feliz año nuevo!”, respondíamos todos los demás levantando nuestras copas. “Tómense la sidra y pidan sus deseos”, nos decían nuestras madres mientras ellas mismas se apresuraban a terminarse la sidra antes de que se escuchara la doceaba campanada en el reloj. Conforme todos iban acabando con el contenido de sus copas podía escucharse desde varios puntos de la sala la frase familiar “Bueno, pues felicidades”, y con eso se daba inicio a la tradicional sesión de abrazos, besos y buenos deseos. “Felicidades, hijo. Que este año sea muy bueno para ti. Sigue sacando dieces ¿eh?”, me decían casi todos. “Hijo, acuérdate de que la vida es como tener una flor: para que crezca hay que regarla. Así que si algo no sale como tú quieres este año, pues ¿qué ‘chingaos’? es una regada que hará que con el tiempo tu vida florezca”, me dijo alguna vez mi tío Pedro mientras me abrazaba. Lo que no me dijo es que de tanta regada podía ahogarse también la flor, pero bueno, supongo que debía haberlo intuído siguiendo el mismo ejemplo. “Felicidades, primo. Que tengas bonito año”, me dijo Vero que parecía haberme perdonado por no haberle hecho caso a su recomendación de no ir a tronar cuetes. De vez en cuando escuchaba que, mientras duraba la sesión de abrazos, alguien comentaba “Este año estuvo muy malo. Pero yo espero que el siguiente mejore todo y nos vaya bien”. Tal vez sea esa la esencia de la celebración del Año Nuevo: tenemos un nuevo punto de partida común y, junto con él, la oportunidad de cambiar el curso de las cosas hacia algo absolutamente mejor. Invariablemente, después de aquellos momentos de reflexión al respecto, y una vez finalizada la sesión de abrazos, se servía la tan esperada cena.

Casi siempre me sentaba junto a mi hermano y cerca de mi prima Vero, con quien platicaba de cualquier cosa y nos la pasábamos riendo mientras comíamos los platillos que nos iban sirviendo y que disfrutábamos más por la compañía mutua que por los platillos en sí. “¿Te gusta tocar el acordeón?”, me preguntó una vez. Nunca nadie se había preocupado de si me gustaba o no tocar el acordeón. Simplemente lo daban por hecho porque seguía haciéndolo. “La verdad, no”, fue mi tímida respuesta. “¿Y por qué lo tocas entonces? ¿No te gustaría tocar otro instrumento?” preguntó mientras tomaba un poco del refresco que nos habían servido. “Me gustaría tocar la guitarra, pero esa ya la tocan mis hermanos, yo tengo que tocar el acordeón. No hay nadie más que lo toque en la estudiantina” respondí sin pensarlo mucho. “Ah, entiendo. ¿Y por qué no aprendes guitarra y mis primos aprenden a tocar el acordeón? Tal vez les guste y cada quien tocaría el instrumento que le gusta”, dijo mientras dibujaba en su cara una leve sonrisa. “Inténtalo y el próximo año decides sigues con el acordeón o cambias a la guitarra” conlcuyó alegremente.

Nunca aprendí a tocar la guitarra, aunque tomé algunas clases. Tampoco continúo ya con aquellas tradiciones de fin de año que marcaron mi niñez. Tengo, sin embargo, bellos aprendizajes y recuerdos que llevo conmigo aún hoy en día. Cada año que comienza es una nueva oportunidad que la vida nos da para ser mejores seres humanos y, aunque no siempre tendremos éxito, vale la pena hacer el intento y seguir “regando” aquella flor que se nos ha dado. Es también una referencia para cambiar aquellas cosas que no nos gustan por otras que, tal vez, nos hagan mas felices… si tenemos el valor para realizar ese cambio. De alguna forma, se trata de un “borrón y cuenta nueva” que nos pone a todos en la misma línea de salida brindándonos oportunidades que posiblemente no nos habíamos dado cuenta que teníamos. Pero más que otra cosa, es un nuevo comienzo, un nuevo momento para vivirlo cerca de las personas que, pese a haber sido ignoradas por nosotros, siguen allí dispuestas a sentarse a nuestro lado para convencernos que podemos ser más felices de alguna forma. Dejé de ver a mi prima Vero, y al resto de mis primos, desde hace varios años por causas que ahora no recuerdo, pero la voz de ella, su sonrisa, su plática en aquel año nuevo siguen siendo parte de mí. Hoy, pese a que su lugar no ha sido reemplazado, hay otras personas que también están junto a mi y que día a día se preocupan sobre si estoy o no disfrutando lo que hago. Conforme pasa el año se encargan de advertirme y me dan consejos porque consideran que “yo no soy como los demás”. Este Año Nuevo es mi oportunidad para hacerles saber a todos ellos que, venciendo la vergüenza que ciertas situaciones me pueden causar, he decidido escucharlos y tratar de buscar nuevos retos, nuevas formas de disfrutar la vida. Estoy seguro de que si ven que estoy regando demasiado la flor que trato de cuidar, ellos me lo harán saber en su momento porque no tienen otro interés más que el de que, juntos, podamos seguir disfrutando día con día, semana con semana, mes con mes, y así poder conjuntar y lograr lo que todos buscamos en estas fechas: ¡Un muy feliz año!

2 comentarios:

  1. Ah que lindo articulo, estoy super orgullosa de estar compartiendo mi vida con alguien tan especial, que tiene tan lindos pensamientos y sentimientos. Yo estoy convencida, cada dia es otra oportunidad!!!

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  2. Gracias por recordarme que la vida y las oportunidades solo Dios nos las regala “borrón y cuenta nueva” = 2a Corintios 5:17 De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Qué Dios te llene a ti y a tu familia de bendiciones

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