martes, 23 de febrero de 2010

Días de la bandera…

Hace unos momentos alcancé a escuchar que algunas personas platicaban sobre las ceremonias en las que sus hijos participarían mañana para conmemorar el Día de la Bandera. Algunos tenían que elaborar enormes banderas para ir mostrando la forma en que ha evolucionado este símbolo patrio. Otros recitarían la historia de la bandera y darían la explicación sobre cada uno de los colores que la forman. He participado ya varias veces ayudando a mis hijos con sus labores escolares específicas para estas ceremonias: recortes de monografías, cartulinas decoradas como banderas de México y otros países, poemas, canciones, discursos llenos de orgullo y patriotismo, etc. Pero tal vez la mayor aportación que he hecho en este tema fue el haber participado en una escolta escolar cuando estudiaba la secundaria. No, seguramente no es nada que se puedan imaginar, así que permítanme contarles.

Supongo que ocurre en todas las escuelas secundarias del país: los alumnos con los mejores promedios son seleccionados y “honrados” para formar parte de la escolta escolar. Supongo también que en todos los casos se organizan concursos de escoltas para elegir una especie de escolta oficial de la escuela que, a su vez, tiene la responsabilidad de concursar contra escoltas de otras escuelas para, después, volver a concursar y concursar otra vez. Al final, la escolta ganadora… ganaba. Así nada más. Bueno, al menos esa es mi teoría porque nunca pasé de la primera fase de estos concursos. Claro, tampoco es que me importara mucho. La realidad es que la vez que llegué a formar parte de una escolta fue sin que me hubieran consultado previamente y, puedo decirlo ahora, contra mi propia voluntad.

Sí, estaba cursando apenas el primer año de secundaria. Mi estatura en ese entonces era apenas la altura promedio entre los niños de mi salón y mi actitud era más bien tímida ante la locura creciente que la adolescencia despierta en la mayoría de los estudiantes de esa edad. No es que fuera un alumno brillante sino que no había mucho de dónde elegir y resulté seleccionado para formar parte de la escolta del 1o. “B”. Había ciertas ventajas que los integrantes de las escoltas teníamos porque todos los días nos daban permiso de faltar a la última clase para poder ensayar todos los movimientos y agrupaciones que debían exhibirse durante el próximo concurso. Por designio de algún maestro cuyo nombre no recuerdo ahora, fui nombrado “comandante”, es decir, la persona que da las instrucciones al resto de la escolta. Me dieron un extenso manual con todos los lineamientos que debíamos seguir durante el concurso y los diferentes aspectos que serían evaluados: Presentación, uniforme, ejercicios obligatorios, ejercicios opcionales, los diferentes tipos de pasos que debíamos usar (paso redoblado, paso acortado, paso alto, paso de costado, cambios de dirección) y otra serie de movimientos que yo, como comandante de la escolta, debía dirigir con voz fuerte, clara, firme y dando siempre la pausa necesaria para que las instrucciones no se confundieran unas con otras. Bueno, esa era la teoría.

No sé qué le hice al manual, honestamente no lo recuerdo pero, durante las horas que nos dedicábamos a “ensayar” los ejercicios obligatorios, con esfuerzos lográbamos mantener el paso coordinadamente. Tampoco nos preocupaba mucho eso. Nuestra idea nunca fue ganar sino simplemente participar “decorosamente” y olvidarnos por completo del asunto. Así que recorríamos sin mucha preocupación el contorno de la cancha de basquetbol usando algo parecido a lo que cada quien recordaba que era el paso redoblado. “¡Gallardo!”, me gritaba la maestra que nos coordinaba algunas veces. “¡López!”, la corregía yo mentalmente pensando que me estaba llamando por mi apellido. “Tú debes dar las órdenes de forma que todos te oigan, con fuerza y determinación”, me decía. Yo asentía convencido de que, mientras mi escolta me escuchara ¿qué importaba si el resto de la escuela no lo hacía?

Finalmente llegó el día del concurso. Le atinamos al uniforme sólo porque era el mismo que usábamos todos los días pero, la verdad, ni siquiera ese día sabíamos qué tipo de recorrido realizaríamos. Hubo una especie de sorteo para determinar cuál sería el orden en que las escoltas marcharían frente a todos los alumnos de la escuela. Sí, todos los alumnos de la secundaria estaban allí, alrededor de la misma cancha de basquetbol donde solíamos (o al menos debíamos) practicar. Los espacios parecieron reducirse y repentinamente nos dimos cuenta de que todo el mundo nos estaría viendo muy, muy de cerca. Todos queríamos que nuestra escolta fuera la última en marchar, así posiblemente contaríamos con el aburrimiento acumulado de los espectadores y, con suerte, no nos prestarían mucha antención y podríamos pasar desapercibidos. Pero no fue así. De las diez escoltas que se presentarían esa mañana, éramos los cuartos en desfilar. Ciertamente no fuimos los primeros, pero un décimo lugar no nos habría desanimado. Recuerdo que buscamos hacer un juego de palabras con el lugar en que nos tocó desfilar, pero no fue fácil. Si hubiéramos sido los primeros habríamos dicho algo así como “los número uno”, el tercer lugar nos habría dado la oportunidad de decir “la tercera es la buena”, “no hay quinto malo” si hubiéramos sadado el número cinco. ¿Pero el cuarto? ¿Qué podíamos decir del cuarto lugar? Definitivamente era una señal de que algo malo se avecinaba.

La primera escolta estaba formada únicamente por mujeres, cosa que al principio nos animó porque pensábamos que no podrían mostrar la “gallardía” requerida por el jurado. “¡Atención, escolta!”, dijo con potente voz la comandante. Su voz era tan fuerte que todos retrocedimos un poco al escucharla. “Paso redoblado… ¡Ya!”, indicó con la misma potencia mientras todas iniciaban con precisión milimétrica su marcha. Durante su ejecución realizaron tantos movimientos que provocó que todos nos quedáramos viendo como diciendo “¿de dónde sacaron esos pasos?”. Hubiera podido responder de haber sabido dónde extravié el manual, pero ya era un poco tarde para eso. La exhibición que dieron fue magistral y al final todos estaban aplaudiendo. La alegría se veía en el rostro de aquellas chicas al recibir abrazos y felicitaciones por su desempeño. Yo me preguntaba qué tan factible sería fingir alguna insuficiencia respiratoria para poder salir de allí urgentemente.

“No se preocupen, al menos no nos tocó marchar después de ellas porque la comparación hubiera sido peor para nosotros”, dijo nuestro abanderado tratando de calmarnos. Desafortunadamente, la forma en que la segunda y tercera escoltas marcharon nos produjo la sensación de que, sin lugar a dudas, estábamos por pasar un mal momento, posiblemente el peor de toda nuestra vida. La única opción que teníamos era salir y hacer nuestro mejor esfuerzo… lo más rápido posible. Seguramente a lo largo de mi vida algo bloqueó los momentos que siguieron, porque no recuerdo de qué manera fue, pero súbitamente estábamos al centro de la cancha con la formación típica de las escoltas esperando que nos dieran la señal para el inicio de nuestra marcha.

“¡Atención, escolta!”, grité sin poder ocultar el nerviosismo del momento. “Paso redoblado… ¡Ya!”, dije para iniciar nuestra marcha. Empezamos a recorrer un costado de la cancha de manera uniforme y no íbamos tan mal. Tratamos de demostrar que habíamos ensayado una que otra vuelta y formaciones diversas pero las cosas empezaron a salir mal. Sin darnos cuenta en qué momento ocurrió, perdimos el paso. Unos iban marchando con el pie derecho adelante justo al mismo tiempo que otros lo llevaban atrás. Nuestras brazadas eran tan disparejas que nos golpeábamos unos a otros por lo juntos que íbamos. Empezamos a escuchar cómo desde la tribuna se escuchaban risas y eso nos produjo más nervios, desconcentración y miedo. Era la peor presentación de una escolta en muchos años y nosotros mismos lo sabíamos. “Sácanos de aquí”, me dijo disimuladamente el compañero que iba marchando a mi lado. Yo estaba sudando copiosamente aunque no recuerdo que hiciera mucho calor. Imaginé que era el pavor cristalizado que recorría mi cara. Decidí entonces que ya había sido suficiente sufrimiento por un día: Ordenaría a la formación redoblar el paso, girar hacia la salida y rompería filas sin pensar siquiera en detenerme para que el abanderado pudiera regresar la bandera. Como pudimos, nos enfilamos hacia el espacio que las tribunas dejaban libres, bastaría dar vuelta y estaríamos fuera de la cancha, fuera de la vista de los demás, ojalá fuera del planeta. Con los nervios destrozados y una desesperación que no había sentido antes me dispuse a dar la orden de girar: “Atención, escolta… flanco izquierdo… ¡Ya!”, dije con todas mis fuerzas esperando que ese fuera el útlimo grito del día. Lo que pasó entonces hizo historia en los concursos de escoltas escolares. Toda la escolta, como era esperado, dio vuelta a la izquierda, excepto yo. Por alguna razón que aun hoy no me explico, di vuelta a la derecha. ¡Yo mismo había dado la orden! ¡Y me equivoqué al seguirla! Me di cuenta hasta después de haber marchado unos 3 ó 4 pasos ¡solo! Obviamente, las carcajadas no se hicieron esperar. Sin quererlo, había practicado un procedimiento quirúrgico extremo y había dejado acéfala la escolta. Ni ellos tenían quién los dirigiera, ni yo tenía a quién dirigir. Aunque quisiera decir que allí acabó todo, eso no fue lo peor. En mi desesperación por tratar de hacer pensar a todos que no era yo quien se había equivocado sino que, por una especie de estupidez generalizada, eran los demás quienes estaban mal, me atreví a gritar “¡el otro izquierdo, pendejos!”. El siguiente recuerdo que tengo es que la bandera se dirigía hacia mi arrastrando por el piso. Era porque el abanderado salía corriendo de la cancha doblado de la risa. “Un aplauso para la escolta del 1o. ‘B’”, dijo el maestro de ceremonias por el micrófono tratando de contener la carcajada. Al menos los aplausos resultaron efusivos.

No es errado pensar que esa fue la última vez que participé en la escolta de la escuela. A decir verdad, fue la última vez que alguien me seleccionó pese a que mis calificaciones siguieron siendo de las mejores. Pero algo bueno saqué de aquella situación bochornosa (tal vez la más bochornosa que haya tenido en público): Nunca más volví a confundir la izquierda con la derecha. Enhorabuena.

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1 comentario:

  1. no inventes no puedo dejar de reir con la otra izquierda ja ja

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