
Sin notar la transición, mi mente visitó aquella mesa donde varias veces platicamos, donde tantas veces nos miramos, donde tantas veces nuestros labios se humedecieron al deleitarse con aquello que recuerdo como café pero que muy probablemente haya sido algo más. Veo, sin embargo, con suma claridad mi propia sonrisa, reflejo inequívoco de mi saciedad. Y es que en esos momentos no deseo nada más. Acaso, tiempo, más tiempo. O quizás, por el contrario, que no hubiera tiempo que contar. A cada sorbo, noto más claramente el fondo de aquella taza cuya temperatura empieza a bajar, contrastando con la nuestra, que no deja de aumentar. Después la mesa, quizás sólo mi mente, nos transporta a otro lugar, a viejas pláticas, a otra realidad. El sabor del café se transforma sin perder su intensidad. Hace frío pero el calor de aquel pocillo reconforta con placer mis manos que no se apartan de él. Nuevamente está su mirada, su sonrisa, su gracia al beber. Inesperadamente, ella se levanta y se va; yo, sin poder moverme, lamento su voluntad. Ante su ausencia, mis músculos se contraen violentamente y, ante quienes miran, mi cuerpo muestra escalofríos fingidos. Quiero tenerla, que regrese inmediatamente. El café se vuelve más amargo cuando no está. Ella regresa, muchas veces. A veces contenta, a veces indiferente. La vez en que más recuerdo su regreso fue cuando, enojada, me pidió que me marchara. Sin aparente motivo, sin ninguna razón. Sin terminar mi café. Todo volvió a cambiar: la temperatura, la intensidad, el sabor. Sobre todo el sabor. Como si lo salado de las lágrimas pudieran haberse combinado con lo amargo del café. Quise romper aquel vaso que lo contenía, hacer añicos la intención de seguir bebiendo. Me puse de pie e intenté terminar con aquellos impulsos. Bebí hasta el final aquella bebida triste. Al menos eso acabaría con ella, al menos eso me haría olvidar. O, por lo menos, no recordar. Cerré los ojos mientras tragaba a fuerzas cada gota, como si al no ver lo que tomaba, no sintiera su sabor. Pero al abrir nuevamente los ojos todo se había transformado frente a mí. No supe cómo, no supe cuándo, pero el café había vuelto a aparecer, como si nunca se hubiera ido. Ella también. Su sonrisa provocó la mía. Su mirada endulzó mi café. Nuevamente platicamos y reímos. Nuevamente disfrutamos el café. Ahora era su risa la que predominaba, la que llenaba mi ser. Sin usar un solo grano de azúcar, su presencia endulzó mi vida. Volvimos y nos sentamos a la mesa, a disfrutar de todo aquel placer producido, no por el café, sino por nuestros propios sueños.
Di el último trago, el calor había desaparecido. La teoría, sin intención de comprobarse, había sido comprobada. El calor con calor se combate. No porque el calor ya no exista, sino porque el cuerpo lo ha asimilado. Pero sigue allí, como la pasión, como el amor. Latente. Sin irse, aunque parezca ausente. Igual pasa con los recuerdos que pasan por mi mente al beber café. Quizás los aparte de mi mente, no los puedo apartar de mi café.
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