sábado, 11 de junio de 2011

No matarás

Estaba en la sala de su propia casa, de pie, inmóvil. Un hombre yacía muerto frente a él, sobre la alfombra. Augusto no pudo identificar quién era aquel desdichado pero tenía claro que su muerte acababa de ocurrir. Esta certeza la obtuvo de dos fuentes inequívocas: de la sangre que aún corría dispersándose por el resto de la alfombra y del olor a pólvora quemada que emanaba, aparentemente, del arma que Augusto empuñaba en su mano derecha. Con la mirada recorrió lentamente el lugar. Muebles rotos o movidos, cuadros y otros adornos tirados en el piso, papeles, juguetes y otros objetos formando un desorden. Y dentro de todo ese gran desorden, la posición estática de aquel desconocido sin vida, proporcionaba a la escena un cierto toque de calma. Aún no lograba hilar todos los pensamientos que lo invadían cuando escuchó tras de sí unos pasos que parecían querer esconder su sonido. Instintivamente, sujetó aún con más fuerza el revólver y se giró rápidamente alargando el brazo para apuntar hacia donde provenían los pasos. "¿Qué pasó?", dijo una voz infantil. Augusto se esforzó y pudo contener el disparo al reconocer la figura de Pedro, su hijo de ocho años. Después de un enorme suspiro de alivio bajó el arma y trató de que sus latidos y su respiración volvieran a su ritmo normal. Más pensamientos volvieron a agolparse en su cabeza en un intento de descifrar lo que estaba pasando. Intentó concentrarse sujetando su cabeza entre ambas manos pero no logró más que darse cuenta de que el cañón del arma aún estaba caliente. "¿Lo mataste, papá?", preguntó Pedro sin poder creer lo que estaba presenciando. Augusto no supo qué contestar, no sólo por las posibles consecuencias de la respuesta, sino porque, en realidad, no lo recordaba.

Como si el tiempo hubiera quedado detenido precisamente en ese momento, Augusto sintió que todo a su alrededor quedaba inmóvil, en pausa. Trató de recordar cómo había llegado a aquel escenario, cómo el destino lo había puesto ante aquella macabra situación donde la posibilidad de matar a un hombre parecía no haber resultado tan nula como siempre lo aseguró. Paradójicamente, pasaron ante sus ojos diversas escenas de su vida. Recordó, por ejemplo, todas aquellas lecciones en que su religión lo instaba a construir, no a destruir. "No matarás", repitió muchas veces como parte de su aprendizaje, de su entrenamiento, de su fe. El respeto a la vida y al derecho de todos a vivir constituyó un fuerte pilar en su propia existencia. Vinieron a su mente aquellos momentos en que, incluso, decidió volverse vegetariano, no por salud, sino como una forma de limpiar su conciencia ante la matanza de animales, de reafirmar su respeto a la vida, diría él. Luchó activamente contra la pena de muerte y repudió abiertamente a aquellos políticos, funcionarios y comunicadores que llegaban a velar apenas la idea de promover dicho castigo. Incluso temas como el aborto, la eutanasia, la guerra y otros donde la vida pudiera verse amenazada, servían de plataforma para exponer con fervor aquel bien aprendido mandato: "no matarás".

Sí, siempre estuvo en contra de acortar una vida, de arrebatarla, de robarla. No sólo por fe y convicción religiosa, sino por convicción personal también. ¿Qué pasó entonces? ¿Cómo responder a aquella simple (y a la vez compleja) pregunta que hacía ahora su hijo?: "¿Lo mataste, papá?".

Recordó aquella misma sala unos minutos antes. Aún se encontraba todo en su lugar, en impecable orden. Pedro se encontraba en su habitación viendo caricaturas en la televisión y devorando un paquete de frituras. Augusto revisaba en el sofá algunos documentos que daban la impresión de ser recibos y cuentas por pagar. Afuera, en el jardín, todo permanecía en calma. En una extraña e intranquila calma. Notó por debajo de la puerta de entrada una sombra en movimiento. Al principio no pudo determinar si se trataba simplemente de alguna nube que en su paso tapaba momentáneamente la luz del sol. Pensó que quizás se trataba de un gato callejero que estaba en busca de comida y acercaba su nariz a la puerta tratando de localizar con el olfato algún bocadillo. Enseguida notó que ninguna de estas explicaciones era correcta: la perilla de la puerta comenzó a moverse. No esperaba a nadie. Su instinto le advirtió con un torrente de adrenalina corriendo por su cuerpo que algo andaba mal. Sin decir una palabra, soltó descuidadamente los documentos que tenía en las manos, se puso de pie con más rapidez de lo que nunca imaginó que podía moverse y se dirigió hacia su escritorio. Empleando una pequeña llave, abrió uno de los cajones inferiores. Allí estaba el arma que su propia esposa le había regalado años atrás y que había sido, en varias ocasiones, motivo de discusiones, de peleas, de separaciones. Él accedió a conservar aquel revólver siempre con la condición de mantenerlo bajo llave y sin cargar. Quizás en realidad accedió a conservarlo cuando la muerte de su esposa lo motivó a cumplirle un último deseo. Como sea que haya ocurrido, el arma estaba allí pero descargada, justo como Augusto había acordado consigo mismo. Mientras buscaba las balas en otro cajón, deseó que el movimiento en la perilla hubiera cesado, pero al levantar la vista se dio cuenta de que los forcejeos eran ahora más violentos y descarados. Con manos temblorosas, colocó torpemente cada una de las seis balas en la cámara del revólver. No es que pensara usar el mortal artefacto: a lo más serviría para asustar al intruso con sólo mostrarlo o, menos probablemente, se vería obligado a hacer algún disparo al aire para hacerlo huir. Lo que fuera necesario, no para defenderse él, sino para defender a Pedro, a su amado hijo. En caso necesario, ¿sería capaz de matar por defender a su hijo? Esperaba no tener que llegar a decidir. Justo terminaba de armar el revólver cuando el intruso logró romper la cerradura y abrir ruidosamente la puerta. Era un sujeto robusto, de aspecto cruel y rostro desalmado. "¡Alto!", ordenó, casi suplicó, Augusto con voz temblorosa. Aquel invasor, al ver el arma con la que le apuntaba, dudó en seguir avanzando. Pero como si la tan arraigada frase aprendida años atrás ("no matarás") se viera reflejada en la mirada de Augusto, el tipo supo que no corría peligro y, esbozando una ligera sonrisa, se lanzó furiosa y confiadamente hacia él. Había tenido razón: Augusto no pudo disparar. Al recibir el impacto del criminal contra su cuerpo, Augusto cayó de espaldas sobre una pequeña mesa haciéndola añicos instantáneamente. Para su propio asombro, no soltó la pistola y golpeó con ella, usando todas las fuerzas con que disponía, la cabeza de su agresor. Esto lo liberó temporalmente y, apenas pudo levantarse, gritó desesperadamente: "¡Pedro, cierra la puerta de tu habitación y no salgas! ¡No salgas!". Pedro no alcanzó a distinguir la instrucción y asomó la cabeza fuera de su cuarto. "¿Qué pasó?", gritó el niño. "¡Cierra la puerta! ¡Cierra la puerta!", gritó Augusto desgarrándose la voz en su desesperación. Pero un fuerte golpe ahogó su grito y lo lanzó contra la pared, haciendo que varios cuadros cayeran. En una reacción inesperada, Augusto tomó todo lo que tenía a su alcance y comenzó a lanzarlo hacia el agresor. No tuvo suerte. Ninguno de los objetos alcanzó su objetivo. Una alarma comenzó a sonar en una casa vecina, quizás alguien había notado lo ocurrido y trataba de ayudar. Como si aquel salvaje quisiera acabar de una vez por todas con la oposición que estaba encontrando, sacó inesperadamente una pistola que traía oculta en la parte trasera del pantalón y apuntó hacia Augusto. Asustado, sorprendido, Augusto levantó también su arma y la dirigió a su atacante. Entonces se escuchó el disparo.

"¿Lo mataste, papá?", volvió a preguntar Pedro. Augusto levantó la mirada hacia su hijo y trató de encontrar las palabras correctas para explicarle, para justificar sus actos, para convencerlo de que no era un asesino. Sin embargo, Pedro parecía no querer mirarlo, parecía querer ignorarlo. Sin entender qué estaba pasando, Augusto vio cómo su hijo echó a correr y se lanzó con desesperación hacia el cuerpo inerte que yacía en la alfombra. "¡Papá! ¡Papá!", gritó envuelto en lágrimas. Fue en ese momento que Augusto comprendió que había sido su atacante quien había realizado el mortal disparo. ¿Pero cómo? Miró el arma que sostenía en la mano y notó que las seis balas aún se encontraban en la cámara del revólver, sin usar. Lo que antes había creído ser el cañón caliente de su arma era, en realidad, el calor de la bala alojada en su cráneo. Al escuchar la alarma en la casa vecina, el intruso había decidido huir corriendo, cual cobarde era. Augusto echó un último vistazo a su hijo mientras abrazaba llorando su cuerpo sin vida. Pensó que, efectivamente, había cumplido su cometido de proteger a su hijo pero hubiera querido ser capaz, ahora, de responder su pregunta.

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