viernes, 3 de junio de 2011

Sin todo respeto…

Dicen que en México los caballeros ya no existen. Por supuesto, esto lo dicen las mujeres. Existen, pero no como los de antes, es la respuesta de los varones. Se dice (y esto no sé si lo digan los hombres o las mujeres) que los últimos dos caballeros mexicanos (como los "de antes") existieron en los años cincuentas. Sus nombres (ficticios sólo por cuestión práctica) eran Eulogio Montaño y Manuel Othón. Ambos caballeros habían sido educados bajo las más estrictas normas del respeto, la cortesía, las buenas costumbres y los buenos modales. Don Eulogio, sin embargo, estaba especializado en la vestimenta: su impecable traje de tres piezas era combinado y coordinado hasta el más mínimo detalle con el resto de sus prendas, que podían incluir guantes, sombrero alto (o bajo, dependiendo), bastón, reloj (de bolsillo, por supuesto), zapatos, calcetines y pañuelo, todo muy acorde a la ocasión para la que se hubiera vestido. Don Manuel, por su parte, era ampliamente reconocido por el correcto uso que hacía de las palabras, cómo las entrelazaba ingeniosamente y elaboraba con ellas frases llenas de inteligencia, de coherencia y hasta de pasión. Las mujeres parecían petrificadas al escucharlo hablar, siempre con total propiedad y respeto, enunciando encantos y piropos sin cesar. El poeta caballero lo solían llamar. El caballero poeta, insistía él que lo llamaran, porque para él era importante hablar bien, pero antes que poeta, antes que recitador, era caballero, con toda la honra con que podía y debía serlo.

Como podía esperarse, Don Eulogio y Don Manuel se conocían, y se conocían bastante bien. Desde la infancia fueron amigos entrañables y, conforme fueron creciendo y madurando, fueron depurando aquel bello arte de la caballerosidad. Constantemente tenían discusiones sobre protocolos de etiqueta, de comportamiento, de alimentación, de expresión, siempre con aprendizaje para ambos, con orgullo para todos. En diversas ocasiones fueron requeridos para organizar algún banquete, una que otra premiación, algún homenaje a un distinguido personaje. Sobra decir que siempre dejaron una buena impresión. Aunque, quizás, los invitados más impresionados eran aquellos que visitaban las residencias de tan distinguidos caballeros. Orden, control, ceremonia. Todo cabía en aquellas habitaciones que conformaban su hogar.

Sin embargo, no siempre lograban ponerse de acuerdo en todos los aspectos. A Don Eulogio no le parecía correcto que Don Manuel, empleando su facilidad para encantar damas con sus versos, hubiera alcanzado ya la fama de seductor, de incitador a la pasión, al deseo, al amor. Don Manuel sólo reía al escuchar tales reclamos, respondiendo que simplemente brindaba a aquellas féminas la oportunidad de conocer mejor sus habilidades lingüísticas. En cambio, Don Manuel, lejos de hacer reclamos a Don Eulogio, le gustaba burlarse amablemente de él. "Deberías hacer lo mismo, aunque comprendo tu inapetencia para quitarte la ropa ante una dama, pues seguro te ha llevado todo el día elegir qué vestir", solía decirle con su clásica sonrisa pícara. "Inapetencia me daría volver a vestir a la mayoría de las damas de por aquí, que no logran combinar nada ni usando un solo color", contestaba Don Eulogio sin perder la postura. Al final, ambos reían y permanecían como amigos de tradición y abolengo.

Pero las cosas cambiaron con el paso del tiempo. En una ocasión, teniendo ya más de cuarenta años cada uno, llegó a los oídos de Don Eulogio que Don Manuel había estado seduciendo a una bella jovencita. Esto no causó mayor sorpresa a Don Manuel, quien permaneció inalterable al recibir la noticia. Su rostro, sin embargo, se transformó al enterarse que aquella bella jovencita era su hermana menor. "¿Lucrecia? ¿Mi hermana?", preguntó sabiendo ya la respuesta. Haciendo los arreglos pertinentes en su vestimenta para poder salir a la calle, Don Eulogio recorrió con furia las veinte calles que le separaban de la residencia de su "amigo". Llamó con propiedad a la puerta (dando tres golpes suaves pero firmes) y espero pacientemente a que Don Manuel abriera.

—¿Sí? —preguntó Don Manuel al abrir la puerta y sin dejar de notar la mirada furibunda de Don Eulogio.

—He querido venir a confirmar personalmente la veracidad o falsedad de cierta noticia que ha pasado a ser de mi conocimiento y que te involucra a ti y a Lucrecia, mi hermana.

—¿Y qué noticia es ésa?

—Que tú, abusando de la inocencia de mi pequeña hermana, la has seducido y has estado llevando una relación clandestina con ella.

—Absolutamente falso.

—¿Falso?

—Totalmente. En ningún momento ha sido clandestina nuestra relación.

—¿¡Qué!?

—Y tampoco he abusado de la inocencia de Lucrecia —aclaró Don Manuel— ¡Ella no es nada inocente!

Este último comentario hizo que Don Eulogio casi brincara sobre su interlocutor. Pero, como lo exigen los altos estándares de caballerosidad, guardó la compostura y se contuvo de arrancarle la cabeza.

—¡Eres un desgraciado impertinente! —dijo, por fin, Don Eulogio.

—¿Ah sí? Pues si esa es su opinión, le pido respetuosamente que no ose tutearme nuevamente. Ya no puedo considerarlo mi amigo.

—Pues si esa es su decisión, así será: ¡Es Usted un desgraciado impertinente!

De esta forma, inició la ruptura de aquella amistad tan legendaria, tan respetuosa y formal. Y, pese a que el origen de aquella separación había sido Lucrecia, ésta no dudó, en la primera oportunidad que tuvo, en escaparse con un antiguo novio a un pueblo lejano, dejando abandonados y enemistados a tan ilustres caballeros.

Nunca volvieron a entablar una plática. Nunca volvieron a asistir a una reunión donde supieran que posiblemente estaría el otro. Nunca volvieron a frecuentar los lugares de costumbre para evitar la pena, la amargura de volver a verse. Así transcurrieron los años, en medio de rencores no olvidados, en medio de odios reforzados. Sin embargo, como suele pasar de vez en cuando, el destino suele jugar (jugarnos) algunas bromas. Tanto Don Eulogio como Don Manuel, lucían escasas pero blancas cabelleras, caminaban pesadamente con la ayuda de bastón (ya no por elegancia sino por perseverancia) y las arrugas habían invadido vorazmente sus rostros. Nunca, por otro lado, habían abandonado sus modales, sus costumbres de caballeros que habían subsistido firmes pese al paso batiente de los años. En un inusual paseo (uno desde el parque, el otro hacia él), ambos caballeros se encontraron en la calle frente a frente. Los dos caminaban sobre la acera pegados a la pared de un edificio colonial para cubrirse del sol. Dicta la costumbre que, al encontrarse de frente con otra persona, un caballero debe ceder la acera, es decir, debe alejarse de la pared y dejar pasar al otro, en señal de respeto y admiración. Pero entre estos caballeros, una de las tantas cosas que no existían era el respeto, menos la admiración. Su caballerosidad tampoco les permitía empujar al otro para ganarse violentamente el paso, eso sería deshonroso. Así que allí quedaron, inmóviles, sin apartar la mirada el uno de la del otro, sin avanzar. La gente que presenciaba aquella escena pasaba asustada cediendo inmediatamente la acera, sin pestañear, siguiendo desde lo lejos los acontecimientos aunque no aconteciera nada. Habían pasado ya unos quince minutos y ninguno cedía la acera, ninguno cedía el paso, ninguno podía pasar. Fue entonces que Don Eulogio, ajustándose un poco el sombrero inició la conversación:

—Sepa usted, caballero, que yo no le cedo la acera a ningún estúpido.

Don Manuel, entrecerrando los ojos y con calma inédita, le contestó:

—¡Pues yo sí! —Y le cedió la acera haciéndose a un lado.

Se dice que, al día siguiente, ambos caballeros fallecieron. Uno de vergüenza, el otro de humillación. No se sabe cuál de cuál.

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