domingo, 1 de noviembre de 2009

Lugares olvidados...

Al trabajar en una empresa de tecnología, es difícil pasar por alto que actualmente hay muchas actividades que pueden realizarse eficientemente sin que todos los involucrados tengan que estar forzosamente en el mismo lugar físico. Actividades tales como reuniones, soporte técnico, distribución de documentos, fotos, etc., pueden realizarse fácilmente con herramientas que van desde videoconferencias, sesiones remotas vía Internet, correo electrónico hasta las redes sociales donde es posible transmitir ideas, apoyar causas, jugar y otras suertes antes impensables. Sí, definitivamente, el poder trabajar de manera remota tiene sus ventajas indiscutibles: no hay necesidad de lidiar inútilmente con el tráfico, no hace uno corajes por manifestaciones, plantones, marchas, y sobre todo, es posible aprovechar el tiempo para algunas cuestiones personales. Esto finalmente puede traducirse en lo que muchos llaman "calidad de vida". Hasta aquí creo que la tecnología ha puesto su granito de arena para facilitarnos la vida y dejar en nuestras manos la decisión en cuanto a la forma de utilizar nuestro propio tiempo al ser más eficientes.

Por desgracia, pese a todas las ventajas con las que ahora contamos en nuestro "día a día", todavía siento que el ajetreo de la vida citadina gobierna abrumadoramente nuestro tiempo. La idea de ser cada vez más productivos, más eficientes, más competitivos, provoca que mientras más tiempo libre logremos hacer gracias a algún avance tecnológico, más tiempo queramos dedicar a seguir trabajando y dejamos de lado experiencias que podríamos disfrutar y saborear mucho más. Hay veces que me convenzo de que muchas personas llegan a sentirse culpables si, por haber terminado rápido alguna tarea de su trabajo, "se atreven" a tomarse un tiempo libre para ellos. ¿Qué caso tiene entonces buscar la forma de hacer las cosas más rápido y mejor? ¿Acaso es tener más tiempo... para trabajar más? Absolutamente no. Permítanme platicarles algo que viví el día de ayer para reforzar mi opinión.

Tengo dos hijos que son ya adolescentes y, como tales, están en una época de su vida donde buscan experimentar muchas situaciones que no han tenido la oportunidad de vivir aún. Y aunque como padres debemos orientarlos al respecto, la realidad es que no es tarea fácil estar al tanto de todo lo que hacen ni de cómo lo planean hacer. Bueno, pues algo de lo que no estaba yo enterado es de que mi hijo mayor quedó de verse con su novia en Bellas Artes, y cuando digo Bellas Artes me refiero a que iban a ir a algún cine cerca, no propiamente al Palacio de Bellas Artes. Cuando lo supe, y aclaro que lo supe porque mi hijo me pidió que fuera por él al terminar la película, una de mis primeras reacciones fue mentalmente visualizar el tráfico, los venderores ambulantes, las multitudes yendo y viniendo hacia todos lados. Honestamente pensé "¿Ir al Centro en sábado? ¿A quién se le ocurre? ¿Por qué no buscan un cine más cercano?" A regañadientes acepté pasar por él y quedamos en vernos en el Palacio de Bellas Artes a las 6:30 p.m.

Siempre me he considerado una persona puntual, aunque no soy infalible; pero por esta razón pido, casi exijo, que otras personas lleguen a tiempo cuando quedamos vernos en algún lugar. No sé si sea raro o no, pero quienes menos respetan este hecho son mis propios hijos. Sí, así es. Tal vez por eso no me sorprendió que, al dar exactamente las 6:30 pm en el reloj ubicado a un costado de la Torre Latinoamericana, mi hijo no apareciera todavía por allí. Peor aún, al tratar de localizarlo en su celular no podía hacer más que dejarle un mensaje en su buzón de voz. Al parecer lo traía apagado. Cualquier persona sensata se hubiera preocupado inmediatamente, pero al no ser la primera vez que alguno de mis hijos me deja esperando (sí, soy un papá barco), decidí relajarme e ir a pasear un rato por los alrededores. Giré sobre mi eje y quedé de frente al Palacio de Bellas Artes. Como si fuera originario de otro estado, país o planeta, quedé asombrado al contemplar aquella maravilla. Mi mente viajó tratando de recordar la última vez que había entrado allí. No pude precisar el año o la ocasión, pero definitivamente había pasado mucho tiempo. Así que no lo pensé dos veces: me enfilé hacia la entrada. No estaba seguro si iba a poder entrar tan fácil: ¿Cobrarían la entrada? No creo, no veo taquilla afuera ¿Acaso sería como en ciertos eventos donde compras por anticipado los boletos y tienes que mostrarlos al portero vigilante? Tomé la decisión de ver cómo actuaban otras personas que ingresaban y, sin tener mayor dificultad, en cuestión de segundos estaba yo adentro. Inmediatamente escuché la interpretación a capella de un coro del ITESM que se encontraba cantando frente a las escaleras principales. "¿Podré estar aquí gratis?" pensé. Realmente era asombroso el sonido que se producía en aquel espacio. "No puede ser gratis" volví a pensar. "¿O sí?" Estuve embelesado por varios minutos, incluso tomando fotos de aquellos desconocidos. Después de un rato, y sin saber realmente por qué, voltée hacia arriba. Aquella cúpula que siempre había apreciado desde afuera cientos de veces cobraba una nueva forma al ser vista desde adentro. "Cómo es que nunca la había visto?" me pregunté un tanto molesto. "Llevo toda mi vida trabajando, paseando, viviendo cerca de aquí y me había perdido de todo esto". Visité una exposición sobre la historia del propio Palacio de las Bellas Artes, su inauguración, sus primeras obras, los artistas y personajes políticos que habían estado allí a lo largo de los años. Por supuesto, no pude visitar ninguna sala más ya que vi que la taquilla que no encontré afuera se ecnuentra adentro y no todo es de entrada libre y lo entiendo. Pero hasta la tiendita de recuerdos me pareció interesante: instrumentos musicales en miniatura, rompecabezas de El Greco, muchísimas artesanías conmemorativas del Día de Muertos, etc, etc.




Después de un rato, recibí una llamada de mi hijo. Iba a tardar más porque el papá de su novia los había invitado a comer y claro, ¿cómo le iba a quedar mal? Menos mal que yo también había encontrado una buena forma de pasar el tiempo y la estaba disfrutando mucho. Pero aún pasaría un rato más antes de que mi hijo y yo nos viéramos, así que opté por hacer algo que tenía años, muchísimos años, que no hacía: caminar por la Alameda Central. Con este rollo del cambio de horario, ya estaba totalmente oscuro y la iluminación dentro de la Alameda no es muy buena que digamos. Afortunadamente, los tan (para mí) temidos vendedores ambulantes todavía seguían ofeciendo sus mercancías e iluminaban gran parte del recorrido. A lo lejos escuché unos tambores. No sabía si era un puesto donde vendían CDs de música o si se trataba de algún espectáculo prehispánico a esa hora. Pero sólo había una forma de saberlo. Mientras intentaba llegar al lugar de donde provenía aquel sonido tan particular de tambores, pude percatarme del día que era: Halloween, o para los cuates, Noche de Brujas. No era raro entonces encontrar gente disfrazada por todos lados. No, no sólo niños. Incluso algunos vendedores ambulantes estaban disfrazados. Era eso o no sé distinguir la moda Dark-Gótica. Y si a eso le sumamos la mezcla de tradiciones que ahora tenemos, no faltaban los niños pidiendo su "Calaverita" usando desde pequeñas cajas de cartón hasta elaborados recipientes adornados como si fueran enormes cráneos. Finalmente fui llegando al lugar de donde provenía el sonido de los tambores. Mis sospechas se confirmaron: era una especie de danza prehispánica combinada con un ritual de veneración a los muertos. Me sorprendió lo fastuoso de aquella escena, así que una vez más quedé maravillado y volví a usar mi celular para tomar fotos de todo aquel espectáculo que resultaba tan desconocido para mí. No sé cuánto tiempo pasé así, fueron varios minutos. Hasta que mi cuerpo comenzó a sentir el cada vez más intenso frío de la temporada y decidí ir a buscar un café, o algo lo suficientemente caliente que me hiciera sentir menos entumido. "En algún lado cerca de aquí debe haber un Starbucks" me conforté. Caminé nuevamente hacia la Torre Latinoamericana cuando ví que sobre la calle Madero se había juntado una enorme multitud. Sí, esas que normalmente evito, pero que por una extraña razón decidí seguir en ese momento. Había varios personajes disfrazados, dos de ellos tenían zancos y permitían que la gente se tomara fotos junto a ellos. Sí, nuevamente tomé mi celular y saqué algunas fotos de los curiosos actores.




Sin darme cuenta, llegué frente al Museo de Arte Popular, donde había a esa hora una exposición relativa al Día de Muertos. Claro, las fotografías no podían faltar una vez más. No era muy grande la exposición así que no pasé mucho tiempo en el lugar y me dirigí nuevamente a buscar un café. En eso recordé: "Aquí cerca están los Churros El Moro. También tiene años que no voy y no me caería nada mal un chocolatito caliente". Sin dudarlo, recorrí el trayecto que me separaba de aquel tradicional lugar. Pese a los años que habían pasado, el establecimiento estaba tal y como lo recuerdo. Sin embargo, estaba llenísimo y es uno de esos lugares en donde no te asignan mesa: cada quién tiene que entrar y buscar su mesa. Lo que se traduce en merodear a los que están sentados, ver a quién le falta menos para terminar y, literalmente, arrojarse a su mesa en cuanto se levantan. No, no estoy exagerando. Pero tampoco me iba a quedar con las ganas y opté por pedir churros y chocolate para llevar. Regresé hacia la plaza de Bellas Artes armado con mi delicioso chocolate en mano y saboreando un rico churro de canela. En eso, mi celular sonó. Era mi hijo preguntando desesperado que dónde andaba yo. Como si tuviera que quedarme parado en el mismo lugar durante las horas que él tranquilamente se tardó comiendo.

Lejos de querer discutir el asunto de mi hijo, mi idea es compartir la experiencia de visitar lugares por los que pasamos de forma cotidiana. Dejamos de apreciarlos y sólo pasamos junto a ellos tomándolos como referencia para no perdernos o simplemente para calcular el tiempo que aún nos falta para llegar a nuestra próxima cita de trabajo. Nos llegamos a perder experiencias increíbles por estar preocupados en mantener nuestro alto nivel de productividad.

La tecnología se hizo para facilitarnos la vida, para ahorrar tiempo, para cambiar nuestros esfuerzos. Si gracias a ella logramos obtener unos días, unas horas, unos minutos, no los desperdiciemos buscando más trabajo para cubrir los huecos. Usemos ese tiempo para vivir o revivir experiencias que ningún trabajo nos dará. No hace falta ir muy lejos. Los lugares son muchos y muy variados. Y están allí, cerca de nosotros. Esperando a que nos desocupemos de nuestra cotidianeidad para poder ir a disfrutarlos.

1 comentario:

  1. Excelente jornada, Julio, como siempre. Hace unos cuantos días, tuve una experiencia similar, también con el Palacio de Bellas Artes. Desafortunadamente no tuve el tiempo suficiente como para entrar y apreciar todas esas maravillas que describes. Sin embargo, sí me detuve un momento y tomé una foto. Hace un par de horas, publiqué un post en mi blog no tan detallado como el tuyo, pero también con la necesidad de detenernos en el mundo tan ajetreado que vivimos y apreciar lo que nos rodea. Estaría interesante que compartieras algunas fotos que hayas tomado.

    Saludos,

    Ruy

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